Ramón del Castillo

Filósofos de paseo


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libre es parte esencial, afirma Lee, del ideal bürgerlich de una sociedad unida por el “desinterés”, por una actitud no utilitaria hacia el mundo que orienta su disfrute de parajes naturales apacibles y de congéneres cultivados. El buen paseante, dirá Schelle, no es ni el exhibicionista social que se deja ver en el paseo público pero nunca va al campo, ni el sombrío y huidizo solitario “que siempre busca la oscuridad del bosque o del campo, con la esperanza de no encontrarse a nadie”. Esos dos tipos de paseantes sacan del paseo un beneficio muy limitado, dice Schelle. El paseo favorece un trato íntimo con las dos cosas: con un paisaje silvestre pero controlado y con individuos liberados de su rutina y espontáneos. Schelle insiste en que los paseos urbanos son suficientes para distraer la mente. Para lograrlo no hace falta ir al campo. Sin embargo, “las contingencias urbanas acaban por estrechar la mente”. En cambio, el paseo campestre siempre “libera de las mezquindades y estrecheces de las obligaciones urbanas”.13 Cuando se pasea por el campo a pie, pero sin fatigarse, la mente no solo se alivia de sus presiones, sino que se expande. Pero no es imprescindible ni recomendable andar en pos de lo sublime: “Para los paseos corrientes por el campo no se necesita de una naturaleza sublime. Esta exige una mayor actividad de la mente con tanta fuerza como el deseo constante de acercarse a ella. ¿A quién le gustaría estar siempre paseando entre prados alpinos?”.14 Es suficiente romper con la “costumbre que torna insípido el goce” y disfrutar una naturaleza magna, serena y sin ataduras, que no exija proezas para ser contemplada, ni despierte sentimientos confusos o sobrecogedores.

      Antes de contemplar los glaciares, algunas observaciones sobre las altas cumbres también ejemplifican su tendencia a privar de solemnidad a la Naturaleza, comparándola con un producto humano, por ejemplo, cuando para explicar la sensación de altura frente a una cumbre saca a relucir el campanario de una iglesia.

      Más tarde, después de cruzar el río Aar desde Meiringen siete veces (cuatro por puentes de madera y tres por puentes de piedra), Hegel acaba en medio de un páramo de piedra “deshabitado y triste” y sentencia, con pasmosa parquedad…

      No se puede decir más claro, pero por si acaso Hegel lo aclara aún más, solo que en clave teológica. Duda de que, en un entorno que acusa “cada vez más sensiblemente la maldición de una naturaleza sin calor ni fuerza”, el teólogo más convencido se atreva a atribuir a la naturaleza “el fin de serle útil a lo humano”, cuando para el joven Hegel lo objetivo es la crudeza con la que sus habitantes “tienen que afanarle duramente lo poco y mezquino que pueden utilizar de ella”. Por ejemplo, se podría arrancar un puñado de hierbas, pero a riesgo de ser aplastado bajo un desprendimiento, o por un alud que puede convertir rápidamente unas casas de piedra en ruinas.

      Para Hegel lo relevante es exactamente eso: que los habitantes de esos parajes se sienten subordinados al poder de la naturaleza, y que eso les inspira una “serena aceptación” frente a sus devastadores arrebatos, sus terribles caprichos. Una tranquilidad que les permite transitar por caminos en los que los desprendimientos han causado muertos. Esa