libre es parte esencial, afirma Lee, del ideal bürgerlich de una sociedad unida por el “desinterés”, por una actitud no utilitaria hacia el mundo que orienta su disfrute de parajes naturales apacibles y de congéneres cultivados. El buen paseante, dirá Schelle, no es ni el exhibicionista social que se deja ver en el paseo público pero nunca va al campo, ni el sombrío y huidizo solitario “que siempre busca la oscuridad del bosque o del campo, con la esperanza de no encontrarse a nadie”. Esos dos tipos de paseantes sacan del paseo un beneficio muy limitado, dice Schelle. El paseo favorece un trato íntimo con las dos cosas: con un paisaje silvestre pero controlado y con individuos liberados de su rutina y espontáneos. Schelle insiste en que los paseos urbanos son suficientes para distraer la mente. Para lograrlo no hace falta ir al campo. Sin embargo, “las contingencias urbanas acaban por estrechar la mente”. En cambio, el paseo campestre siempre “libera de las mezquindades y estrecheces de las obligaciones urbanas”.13 Cuando se pasea por el campo a pie, pero sin fatigarse, la mente no solo se alivia de sus presiones, sino que se expande. Pero no es imprescindible ni recomendable andar en pos de lo sublime: “Para los paseos corrientes por el campo no se necesita de una naturaleza sublime. Esta exige una mayor actividad de la mente con tanta fuerza como el deseo constante de acercarse a ella. ¿A quién le gustaría estar siempre paseando entre prados alpinos?”.14 Es suficiente romper con la “costumbre que torna insípido el goce” y disfrutar una naturaleza magna, serena y sin ataduras, que no exija proezas para ser contemplada, ni despierte sentimientos confusos o sobrecogedores.
Este temperamento reconciliador de los filósofos de inspiración kantiana contrasta con el talante, mucho más distante, de filósofos posteriores que prefirieron los grandes jardines arquitectónicos y despreciaron los jardines ingleses; fue el caso de Hegel que, con suma ironía, aconsejaba no volver a visitar un parque en caso de haberse deleitado paseando por él. En el apartado sobre la Gartenbaukunst de la Estética (en la sección sobre los estilos de la arquitectura romántica) describe la terraza de Sanssouci en el Palacio del Loco de Federico el Grande en Postdam como un gran ejemplo de transfiguración arquitectónica del paisaje, de creación de una segunda naturaleza para el espíritu. La jardinería, en cambio, le parece algo más pictórico que arquitectónico. Afirma que un jardín y un parque deben ser “un entorno sereno, y un mero entorno que nada quiera valer para sí ni distraer al hombre de lo humano e interno”. Cualquier jardín o parque equipado con templetes, pagodas chinas, mezquitas turcas, chalés suizos, puentes, ermitas u otras extravagancias, añade, reclama para sí la atención, seduce pasajeramente y distrae el espíritu de la charla mientras se pasea. Es comprensible, entonces, que alabe los jardines del Tíbet, más allá de la Gran Muralla, o los de los persas (suntuosas salas para necesidades humanas), pero sobre todo los jardines franceses con “líneas intelectivas, orden, regularidad, y simetría”.15
A Hegel no le gustaba solo eliminar la ilusión naturalista de algunos jardines, sino que también disfrutó desnaturalizando la naturaleza entera. Su filosofía funciona así: todo lo que a los románticos les hacía elevarse, él lo devuelve a la más pura inmanencia. Todo lo que parecía sublime, él lo vuelve prosaico. El hombre está por encima de la naturaleza, como dice Bodei, pero no porque la desafíe con sus sueños de inmortalidad, sino porque la domina, la domestica y se aprovecha de ella manejando sus propias leyes, a través de la cultura y la técnica.16 El “Diario de travesía por los Alpes berneses” del joven Hegel contiene llamativas reflexiones al hilo de una travesía durante el verano de 1796 por distintos cantones (Berna, Wallis, UriUnterwald y Schwyz), pero no suele aparecer en las historias del caminar, muy probablemente porque desecha ese sentimiento de lo sublime que los románticos convirtieron en su marca distintiva. Como recuerda el editor español del escrito, José María Ripalda, hacer viajes a pie por entonces era bastante corriente, pero no tenían nada que ver con lo que hoy consideraríamos turístico. La explotación turística de la zona solo comenzaría, recuerda, a principios del siglo xix y aumentaría desde su segunda mitad con el desarrollo del alpinismo, aunque la primera ascensión al Mont Blanc tuvo lugar en 1786. Más aún, desde luego, después de la construcción de vías de acceso, de embalses hidroeléctricos y del espectacular retroceso de los glaciares. Cuando Hegel hizo su travesía por estos parajes, la grandeza y pureza de los glaciares aún debían sobrecoger. Pero aunque los glaciares conservaran su esplendor, Hegel no era fácilmente impresionable. Que su tono no sea ni irónico ni melancólico, sino analítico, quizá explica su ausencia en bellas historias del caminar que tratan de inspirar entusiasmo. “Hoy veíamos esos glaciares […] y su aspecto no tiene nada de particular”, dice sin rodeos. Ver grandes masas de hielo en pleno verano a un nivel en el que maduran cerezas, nueces y trigo puede resultar llamativo, añade, pero nada más.
Hacia abajo el hielo está muy sucio y a trechos completamente cubierto de barro; quien haya visto una carretera ancha, cuesta abajo, fangosa, cuando la nieve empieza a derretirse, puede hacerse una idea aproximada del aspecto que presenta la parte inferior del glaciar vista desde lejos, un panorama que no tiene nada ni de grandioso ni de agradable. (Más arriba el hielo se presenta en pirámides de un azul más puro y que en comparación con el sucio hielo de abajo se pueden llamar, si se quiere, bastante bellas).17
Antes de contemplar los glaciares, algunas observaciones sobre las altas cumbres también ejemplifican su tendencia a privar de solemnidad a la Naturaleza, comparándola con un producto humano, por ejemplo, cuando para explicar la sensación de altura frente a una cumbre saca a relucir el campanario de una iglesia.
A pesar de hallarse tan cerca de grandes masas montañosas de roca pelada con cumbres nevadas, y pese a contemplarlos en toda su extensión, desde el pie hasta la cima, no nos impresionaron en absoluto ni provocaron en nosotros el sentimiento de sublime grandeza que habíamos esperado. La perspectiva de una altura solo resulta impresionante cuando uno la ve desde abajo, al pie de un pared vertical –como cuando uno está al pie de la torre de una iglesia, y alza la vista hacia la altura; no, en cambio, cuando el ojo puede medirla a cierta distancia, o estando demasiado cerca, solo ve una pequeña parte de la montaña.18
Más tarde, después de cruzar el río Aar desde Meiringen siete veces (cuatro por puentes de madera y tres por puentes de piedra), Hegel acaba en medio de un páramo de piedra “deshabitado y triste” y sentencia, con pasmosa parquedad…
Ni la vista ni la imaginación encuentran en estas masas informes punto alguno en que aquella pueda descansar con agrado o esta encontrar ocupación y entretenimiento. Solo el mineralogista encuentra materia para aventurar precarias hipótesis sobre las revoluciones de estas montañas. La razón no encuentra en el pensamiento de la duración de estas montañas o en esa sublimidad que se les atribuye nada que le impresione y le imponga asombro y admiración. El espectáculo de estas masas eternamente muertas no me inspiró más que la imagen uniforme y a la larga monótona de que simplemente así es esto.19
No se puede decir más claro, pero por si acaso Hegel lo aclara aún más, solo que en clave teológica. Duda de que, en un entorno que acusa “cada vez más sensiblemente la maldición de una naturaleza sin calor ni fuerza”, el teólogo más convencido se atreva a atribuir a la naturaleza “el fin de serle útil a lo humano”, cuando para el joven Hegel lo objetivo es la crudeza con la que sus habitantes “tienen que afanarle duramente lo poco y mezquino que pueden utilizar de ella”. Por ejemplo, se podría arrancar un puñado de hierbas, pero a riesgo de ser aplastado bajo un desprendimiento, o por un alud que puede convertir rápidamente unas casas de piedra en ruinas.
En estos yermos inhóspitos la humanidad culta habría inventado quizá todas las teorías y las ciencias antes que la parte de la teología natural que demuestra al orgullo humano cómo la naturaleza lo ha dispuesto todo para su satisfacción y bienestar; un orgullo que caracteriza también nuestro tiempo, pues encuentra más satisfacción en creer que todo ha sido hecho para él por un Ser extraño, que en la conciencia de que propiamente es [el orgullo humano] quien ha impuesto estos fines a la naturaleza.20
Para Hegel lo relevante es exactamente eso: que los habitantes de esos parajes se sienten subordinados al poder de la naturaleza, y que eso les inspira una “serena aceptación” frente a sus devastadores arrebatos, sus terribles caprichos. Una tranquilidad que les permite transitar por caminos en los que los desprendimientos han causado muertos. Esa