Luigi Ferrajoli

Manifiesto por la igualdad


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del que, directa o indirectamente, pueden derivarse todos los demás principios y valores políticos. Equivale al igual valor asociado a todas las diferencias de identidad y al desvalor asociado a las desigualdades en las condiciones materiales de vida; se identifica con el universalismo de los derechos fundamentales, ya sean políticos, civiles, de libertad o sociales; es el principio constitutivo de las formas y, a la vez, de la sustancia de la democracia; constituye la base de la dignidad de las personas solo por ser «personas»; es la principal garantía del multiculturalismo y de la laicidad del derecho y de las instituciones públicas; representa el fundamento y la condición de la paz; está en la base de la soberanía popular; es el principio subyacente a todas las diversas concepciones de la justicia; es incluso factor indispensable de un desarrollo económico equilibrado y ecológicamente sostenible; es, en fin, el presupuesto de la solidaridad y por eso el término de mediación entre las tres clásicas palabras de la Revolución francesa.

      A la inversa, las llamativas desigualdades producidas por las políticas que durante estos años han desmantelado el estado social, y que han hecho explosión a escala planetaria por efecto de la globalización de la economía y del capital financiero sin una esfera pública a su altura, están en el origen de todos los problemas que hoy amenazan a nuestras democracias y a la convivencia pacífica misma: del hambre y la miseria de masas ingentes de seres humanos a las migraciones de millones de personas que huyen de las guerras y de la pobreza, del desempleo creciente a la explotación global del trabajo, de la crisis de la representación y de la participación política a las amenazas contra el medio ambiente y otros bienes comunes, de los espacios abiertos a la criminalidad y al terrorismo hasta el mismo estancamiento de la economía.

      Este crecimiento de las discriminaciones y de las desigualdades se debe a la quiebra de la política, que en estos años ha abdicado de su papel de tutela de los intereses generales y de gobierno de la economía para someterse a las leyes del mercado. Por eso el proyecto de la igualdad y, con ello, de la promoción del interés de todos, puede hoy convertirse en la base de una refundación de la política tanto desde arriba como desde abajo. Desde arriba, como programa reformador, en actuación de las promesas constitucionales, a través de la introducción de límites y vínculos no solo a los poderes públicos del estado, sino también a los poderes privados del mercado, en garantía tanto de los derechos de libertad como de los derechos sociales. Desde abajo, como motor de la movilización y de la participación política, al ser la igualdad en los derechos fundamentales, individuales y universales al mismo tiempo, un factor de recomposición unitaria y solidaria de los procesos de disgregación social producidos en estos años por el dominio indiscutido de los mercados.

      Así, bajo ambos aspectos, el principio de igualdad se presenta no solo como un valor político fin en sí mismo y como la principal fuente de legitimación democrática de las instituciones públicas, sino también como un principio de razón, capaz de informar una política alternativa a las irracionales políticas actuales y de hacer frente a los desafíos globales de los que depende nuestro futuro. Por lo común, en el debate político, la superación de las discriminaciones y de las desigualdades excesivas suele desacreditarse como una noble utopía irrealizable. Sin embargo, es necesario distinguir entre lo que es improbable, a causa de la ausencia de voluntad política, y lo que es imposible: para no legitimar lo que acontece como carente de alternativas y para no desresponsabilizar a la política de sus actuaciones y de su contumacia. Sobre todo, se impone reconocer que es la aceptación pasiva de las enormes y crecientes desigualdades, de la explotación del trabajo, y de las espantosas condiciones de vida en las que viven y mueren millares de millones de personas lo que corresponde a la utopía regresiva: a la idea de que en una sociedad global cada vez más frágil e interdependiente estas tremendas desigualdades, en estridente contradicción con todos los valores occidentales —la igualdad, la dignidad de la persona y los derechos humanos—, puedan seguir creciendo sin resultar explosivas; a la ilusión de que las masas de inmigrantes que se agolpan en nuestras fronteras puedan ser rechazadas con leyes y con muros; a la pretensión de que la gobernabilidad del mundo pueda seguir durante largo tiempo encomendada a esos soberanos absolutos, invisibles, irresponsables y salvajes, en que se han transformado los llamados mercados, sin desembocar en un futuro de catástrofes sociales, guerras, violencias y terrorismos. En pocas palabras, nada más falto de realismo que la idea de que la realidad pueda permanecer tal como es, y que la carrera del mundo hacia el desarrollo insostenible pueda continuar indefinidamente sin concluir en la autodestrucción.

      Naturalmente, las promesas de la igualdad en los derechos humanos formuladas en las distintas cartas constitucionales e internacionales que pueblan nuestros ordenamientos nunca serán entera y perfectamente mantenidas. Pero es de interés de todos que los derechos de libertad y los derechos sociales, en cuya titularidad y efectividad consiste la igualdad, no se reduzcan a una mera apariencia ideológica; que las diferencias de religión, nacionalidad, cultura y opiniones políticas convivan gracias a la garantía de los derechos de libertad de todos; que, mediante la garantía de los derechos sociales, se ponga fin a las terribles condiciones de miseria, explotación y falta de libertad en que se encuentran miles de millones de seres humanos. Es interés de todos —incluso, a largo plazo, de los más ricos y los más poderosos— que la política, con una redistribución equitativa de la riqueza socialmente producida, ponga freno a su inicua distribución capitalista y a su apropiación por parte de unos pocos y cada vez más pocos. Por eso, no es solo un deber moral y una obligación jurídica, sino una necesidad de razón, que la política tome finalmente en serio el principio de igualdad: colmando, a escala no solo estatal, sino también internacional, la inmensa laguna de garantías y de instituciones de garantía de los derechos fundamentales de cuya efectividad depende el futuro de la paz, de la democracia y de la seguridad general.

      En este libro me he servido de algunos escritos sobre la igualdad, muy modificados, ampliados, puestos al día y en gran parte reelaborados: «L’uguaglianza e le sue garanzie», en M. Cartabia y T. Vettor (eds.), Le ragioni dell’uguaglianza, Giuffrè, Milán, 2009, pp. 25-43, retomado y desarrollado en el capítulo primero; «Universalismo dei diritti fondamentali e differenze culturali», en G. M. Salerno y F. Rimoli (eds.), Cittadinanza, identità, diritti. Il problema dell’altro nella società cosmopolitica, Eum, Macerata, 2008, pp. 51-57, y «Laicità e libertà»: Quaderni laici 13 (2014), pp. 11-26, ambos utilizados en el capítulo segundo; «L’utopia concreta del reddito minimo garantito», en AA.VV., L’utopia concreta del reddito garantito, Basic Incom Italia, Roma, 2011, pp. 53-63, correspondiente al capítulo sexto; «Il fenomeno immigratorio quale banco di prova di tutti i valori della civiltà occidentale», en E. Galossi (ed.), (Im)migazione e sindacato. Nuove sfide, universalità dei diritti e libera circolazione, Ediesse, Roma, 2017, reproducido y ampliado en el capítulo séptimo; «Beni fondamentali», en AA.VV., Tempo di beni comuni. Studi multidisciplinari, Ediesse, Roma, 2013, pp. 135152, y «Due ordini di politiche e di garanzie in tema di lotta al terrorismo»: Questione giustizia (2016), utilizado en el capítulo octavo. Los capítulos tercero, cuarto y quinto son inéditos. Agradezco a Dario Ippolito y a Simone Spina su ayuda en la selección y la revisión de los textos aquí relacionados.

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      EL PRINCIPIO DE IGUALDAD

      1. ¿POR QUÉ EL PRINCIPIO DE IGUALDAD? PORQUE SOMOS DIFERENTES, PORQUE SOMOS DESIGUALES

      Para comprender el complejo significado y las múltiples implicaciones pragmáticas del principio de igualdad, es útil partir de una pregunta de fondo: ¿por qué, por qué razones la igualdad? ¿Por qué razones el principio de igualdad está sancionado en todos los ordenamientos avanzados como norma de rango constitucional en la calidad de fundamento de su carácter democrático?

      A mi juicio a estas preguntas debía responderse que las razones son dos, ambas en apariencia paradójicas. La primera es que la igualdad está estipulada porque somos diferentes, entendiendo «diferencia» en el sentido de diversidad de las identidades personales. La segunda es que está estipulada porque somos desiguales, entendiendo «desigualdad» en el sentido de diversidad en las condiciones de vida materiales. En definitiva, la igualdad está estipulada porque, de hecho, somos diferentes y desiguales, para la tutela de las diferencias y en