respecto al principio de igualdad, diferencias y desigualdades son conceptos no solo distintos, sino incluso opuestos. Su oposición tiene una buena expresión en los dos apartados del artículo 3 de la Constitución italiana. Las diferencias consisten en las diversidades de nuestras identidades individuales: conciernen, como dice el primer apartado de ese artículo, a las «distinciones de sexo, raza, lengua, religión, opiniones políticas, condiciones personales y sociales» en las que se basan las identidades de cada persona. En cambio, las desigualdades consisten en las diversidades de nuestras condiciones económicas y materiales: como dice el apartado segundo, se refieren «a los obstáculos de orden económico y social que, limitando de hecho la libertad y la igualdad de los ciudadanos, impiden el pleno desarrollo de la personalidad humana». Es, pues, evidente que el principio de igualdad está estipulado tanto porque somos diferentes como porque somos desiguales: para tutelar y valorizar las diferencias y para eliminar o reducir las desigualdades.
Se ha estipulado, sobre todo, porque somos diferentes. Precisamente porque, de hecho, somos todos diferentes unos de otros, precisamente porque la identidad de cada uno de nosotros es diferente de la de cualquier otro, se conviene, y es necesario convenir, para el fin de la convivencia pacífica y de la legitimación democrática del sistema político, en el principio de la igualdad de nuestras diferencias. Es la convención de que todos somos iguales, o sea, tenemos el mismo valor y una dignidad equivalente, más allá, y más aún para la tutela de nuestras diferencias, o lo que es lo mismo, de nuestras diferentes identidades personales. Por tanto, el principio de igualdad consiste, sobre todo, en el igual valor asociado a todas las diferencias que hacen de cada persona un individuo diferente de todos los demás y de cada individuo una persona igual a todas las otras.
Hay luego una segunda razón por la que se ha estipulado el principio de igualdad. Se ha estipulado porque, además de diferentes, somos también desiguales. Precisamente porque, de hecho, somos desiguales en cuanto a condiciones económicas y oportunidades sociales, se conviene, de nuevo para el fin de la convivencia pacífica y de la legitimación democrática del sistema político, en el principio de igualdad en los mínimos vitales, es decir, en la prescripción de que deben ser eliminadas o cuando menos reducidas las desigualdades excesivas. Por eso, el principio de igualdad consiste, no solo en el valor asociado a las diferencias, sino también en el desvalor asociado a las grandes desigualdades materiales y sociales, que no atañen a la identidad de las personas, sino a sus desiguales condiciones de vida, que es por lo que deben ser eliminadas o cuando menos reducidas1.
En definitiva, el principio de igualdad es un principio complejo que incluye dos principios distintos. En un primer significado, consiste en el igual valor que él obliga a asociar a todas las diferencias que forman la identidad de cada persona. En un segundo significado consiste en el desvalor que él obliga a asociar a las excesivas desigualdades económicas y materiales que de hecho limitan, o, peor aún, niegan el igual valor de las diferencias. La primera igualdad es un principio estático, la segunda es un principio dinámico. Utilizando una distinción de uso en la filosofía del derecho, diremos que la primera es una regla, consistente en la prohibición de las discriminaciones de todas las diferencias personales, mientras la segunda, al consistir en el deber de reducir las desigualdades materiales, es un principio directivo nunca plenamente realizado y solo imperfectamente realizable, que, por eso, equivale a una norma revolucionaria que impone una reforma permanente del ordenamiento dirigida a su máxima actuación. En ambos sentidos la igualdad es una égalité en droits: «los hombres nacen libres e iguales en derechos», dice el artículo 1 de la Déclaration de 1789. Es, en efecto, a través de los derechos, como se garantiza la igualdad.
2. EL SIGNIFICADO DEL PRINCIPIO DE IGUALDAD: LA IGUALDAD EN LOS DERECHOS FUNDAMENTALES. CUATRO FUNDAMENTOS
¿Pero cuáles son estos derechos que forman la base de la igualdad? No ciertamente todos los derechos subjetivos. En efecto, es verdad que no somos iguales en los derechos patrimoniales, que son derechos singulares correspondientes a cada uno con exclusión de los demás. En estos derechos, como el derecho real de propiedad y los derechos de crédito, somos todos jurídicamente desiguales: yo y solo yo soy propietario del ordenador con el que estoy escribiendo y todos somos propietarios de cosas diversas y nos distinguimos entre ricos y pobres. En cambio, los derechos en los que somos iguales son los derechos fundamentales, que son derechos conferidos normativamente a todos —en este sentido, y solo en este sentido, universales— y por eso indisponibles en el mercado, dado que nadie puede privarse ni ser privado de ellos. Somos iguales, precisamente, en los derechos de libertad, en los derechos civiles y en los derechos políticos, que son todos derechos al respeto de las propias diferencias (de sexo, lengua, religión, opinión y similares), así como en los derechos sociales (a la salud, la educación y la subsistencia), que son todos derechos a la reducción de las desigualdades.
En síntesis, mientras que los derechos patrimoniales son la base jurídica de la desigualdad, los derechos fundamentales son la base jurídica de la igualdad. Más precisamente, los derechos de libertad y de autonomía —de la libertad de conciencia y de pensamiento a la libertad religiosa, de la libertad de prensa, de asociación y de reunión a los derechos civiles y los derechos políticos— son todos derechos a la expresión, a la tutela y a la valorización de las propias diferencias, y, por consiguiente, de la propia identidad de persona. A su vez, los derechos sociales —de los derechos a la salud y a la educación a los derechos a la subsistencia y a la seguridad social— son todos derechos a la eliminación o al menos a la reducción de las desigualdades económicas y materiales.
Así, a través de las distintas relaciones entre la igualdad y los distintos tipos de derechos subjetivos, hemos identificado dos distinciones, ambas de carácter estructural. La primera es la distinción de los derechos entre derechos fundamentales y derechos patrimoniales, unos universales y por eso iguales, los otros singulares y por eso desiguales. La segunda es la distinción de los derechos fundamentales entre derechos individuales de libertad y derechos sociales. Los derechos de libertad y de autonomía, al consistir en expectativas negativas de no lesiones ni discriminaciones, sirven para tutelar las diferencias de identidad; los derechos sociales, al consistir en expectativas positivas de prestaciones, sirven para remover o en todo caso reducir las desigualdades materiales. Es por lo que la igualdad jurídica se identifica con el universalismo de los derechos fundamentales; entendiendo por universalismo no ciertamente, como a veces se afirma, el universal consenso que se les tributa, sino el hecho de que, al contrario de los derechos patrimoniales, son derechos indivisibles, que corresponden igual y universalmente a todos2.
De la redefinición aquí propuesta de la igualdad jurídica como igualdad en los derechos fundamentales, podemos extraer cuatro implicaciones, correspondientes a cuatro valores políticos que son otros tantos fundamentos axiológicos de la igualdad. En primer lugar, la dignidad de todos los seres humanos solo por ser personas; en segundo lugar, las formas y los contenidos de la democracia tal y como provienen de las diversas clases de derechos fundamentales —políticos, civiles, de libertad y sociales— igualmente atribuidos a todos; en tercer lugar, la paz, gracias a la tutela y al respeto de todas las diferencias personales y a la reducción de las desigualdades materiales; en cuarto lugar, la tutela de los más débiles, al ser los derechos fundamentales otras tantas leyes del más débil en alternativa a la ley del más fuerte que regiría en su ausencia.
2.1.Igualdad y dignidad de la persona
La primera implicación, a través de la valorización de las diferencias y de la reducción de las desigualdades, se refiere al nexo entre igualdad y dignidad de las personas. Las diferencias, nos dice nuestra definición, deben ser tuteladas y valorizadas porque forman un todo con el valor y la identidad de las personas; de modo que el igual valor asociado a ellas, según el artículo