Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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El autobús ni siquiera circula todavía.

      El autobús era un vehículo amarillo y pequeño que traía a los turistas desde las cuevas de los contrabandistas hasta el salón de té, cuya dueña se refería a él como «un lugar pintoresco». Tenía vistas al mar gris, por lo que no se veía el resto del país desde allí. Si uno lo visitaba en verano o en el momento equivocado del día, estaba lleno de familias y de críos chillando, correteando y peleándose. Cuando iba, siempre trataba de ser la primera en llegar, para asegurarme de que todo estuviera tranquilo, las mesas limpias y el aire todavía puro y libre de las exhalaciones de padres aburridos y pedos de niños.

      No me moví ni dije nada; simplemente me quedé allí, de pie. Lo necesitaba. Al final, la mujer suspiró y abrió la puerta para dejarme pasar.

      —No puedo seguir haciendo esto, ¿sabes? —dijo, y me limpié las botas en el felpudo antes de entrar—. Ni siquiera he montado el mostrador. Acabo de pasar la fregona. Jacob ni siquiera ha traído las pastas, así que tendrás que pasar con las de ayer. —No esperó a que contestara y señaló una mesa bajo la ventana, donde me senté—. Ni siquiera he preparado las mesas todavía, así que tendrás que esperar.

      No le dije que no se molestara en hacerlo, porque sí quería sentarme en una mesa con un mantel de papel blanco y una servilleta cursi bajo el plato y la cafetera. Quería toda la cubertería que la señora siempre colocaba, como si alguien pudiera comerse un panecillo con nata y mermelada con cuchara, cuchillo y tenedor. Tres cucharillas diferentes: una para el café, otra para la nata y una última para la mermelada. Pinzas para los terrones de azúcar. Una taza blanca para el café, previamente calentada con agua caliente para mantenerla a la temperatura adecuada. Quería todo eso y las vistas al mar gris; eso era todo.

      La mujer era amable incluso cuando estaba enfadada. Limpió las huellas que había dejado de camino a la cocina, salió y dispuso la mesa, y yo me aparté para que colocara las cosas. Desapareció y, cuando volvió, llevaba un delantal blanco con encaje atado a la cintura y puede que se hubiera aplicado un poco de pintalabios. Pero no me preguntó qué quería, porque ya lo sabía. Cuando llegué por primera vez a la isla, me había puesto en evidencia al pedirle un panecillo con nata de Devon.

      «Me temo que solo puedo ofrecerte nata de la isla», me dijo.

      El panecillo estaba un poco duro, aunque lo había calentado para ablandarlo. No importaba. Unté la nata y la mermelada, y dirigí la vista al mar mientras me lo llevaba a la boca. No me gustaba la nata, pero podía tolerarla con un poco de café fuerte. Me calenté las manos con la taza y miré la silla vacía que había frente a mí como si fuera a decirme algo. No lo hizo.

      Cuando nos acercamos a la puerta, Perro levantó las orejas y tensó los hombros. Me pasé la lengua por los labios y pensé en la escopeta que había en el piso de arriba, apoyada en el armario. Intenté abrir la puerta en silencio, pero Perro salió disparado. Sus pezuñas repiqueteaban por el suelo de piedra de la cocina y por las escaleras que llevaban al primer piso. Creía que había dejado un grueso bastón al lado de la entrada, pero ya no estaba allí. Algo apestaba, como si le hubieran arrancado las entrañas a un animal. No veía a Perro, que ladraba y gruñía sin cesar. Saqué una sartén de un armario y me dirigí arriba tras él, levantándola en alto para descargarla con más fuerza.

      Se oyó un fuerte golpe en el rellano junto a mi dormitorio. La barandilla tembló mientras ascendía por las escaleras corriendo. En el rellano, Perro bailaba alrededor de una enorme paloma que tenía el ala doblada en un ángulo raro y un reguero de sangre en la parte posterior.

      —¡Perro! —grité, y me miró.

      Ya no estaba furioso, aunque todavía agitaba la cola y tenía una pluma colgando del labio. Dejé caer los brazos, suspiré profundamente y me apoyé en la barandilla un instante. Perro aún tenía la lengua fuera y tuve que contenerlo, agarrándolo por la piel de la parte trasera del cuello para evitar que volviera a atacar al ave.

      —Basta. Vale, paloma. Vale.

      Me miró. Noté que el corazón le subía y bajaba en el pecho. Solo tenía que acercarme y levantarlo. Me dejó hacerlo, y evité con cuidado el ala rota. El corazón le zumbaba, pero seguía en mis manos. Perro gimoteó.

      —No —espeté. Se sentó y volvió a levantarse.

      La paloma agitó una de sus patas. Tenía una anilla alrededor. Sostuve el ave contra el pecho y le quité la anilla con una mano. Solo había un número de teléfono, lo cual era algo bueno; no tendría que tomar la decisión de retorcerle el pescuezo.

      —Vamos a llamar por teléfono —le dije a Perro.

      Los tres nos dirigimos hacia el aparato y marqué el número.

      El hombre que descolgó no dijo hola.

      —Esler.

      —He encontrado una paloma que tenía este teléfono en la pata.

      Guardó silencio.

      —Se ha roto el ala.

      —¿Está muerta? —preguntó.

      —No, solo herida. El ala.

      El hombre suspiró.

      —Métala en una caja de zapatos, manténgala caliente y dele agua. Si sobrevive esta noche, ya le dirá ella cuándo estará lo bastante bien como para regresar a casa.

      Colgó.

      —Capullo —solté, mirando a la paloma.

      Todos los zapatos que compraba venían en bolsas de plástico. Eché otro vistazo al ave. Vi que tenía un párpado cerrado y el cuello caído hacia atrás. Mientras hablaba con el hombre por teléfono, había apretado con demasiado fuerza y ahora estaba muerta.

      Llevé a la paloma hacia la orilla, envuelta en papel de periódico como si fuera pescado frito. Perro saltaba a mi alrededor con un brillo en los ojos que decía que tenía ganas de matar y traté de mantener un ambiente relajado, no como si intentara deshacerme de un ave domesticada que había matado por accidente. No era una playa bonita para un entierro en el mar. Una capa de algas marinas infestada de piojos de mar cubría las rocas. A nuestro alrededor, se erigían rocas negras, de modo que, si alguien olvidaba el camino de vuelta, corría el riesgo de sentirse atrapado. Era incomprensible que las familias inglesas llevaran allí a sus hijos. Justo después de mudarme, me topé con una pareja joven cubierta de barro hasta los muslos que caminaba por el camino de espinos blancos, perdidos en la oscuridad y con un bebé cada uno. La mujer tenía la cara cubierta de lágrimas y el hombre estaba aliviado de que los llevara en coche de regreso a su bed and breakfast.

      «No es un buen lugar para perderse», les dije durante el trayecto de vuelta. «Estabais a pocos kilómetros de un acantilado bastante escarpado». Lo cual era una verdad a medias.

      Durante el primer verano en la isla, me preparaba la cena en la playa, bebía cerveza envuelta en una manta, escuchaba cómo las olas rompían en la arena y observaba las luces de los barcos que regresaban a Inglaterra mientras mis ojos se acostumbraban al mar negro y la luna se tambaleaba en el horizonte. Había decidido hacer lo mismo el verano siguiente, pero cada vez llovía más y, a veces, la playa olía de un modo extraño cuando llegaba el crepúsculo, como a goma quemada y forraje.

      Perro se comió un cangrejo muerto. Oí crujir su caparazón al hacerse añicos. Comenzó a lloviznar y el agua lo cubrió de una película plateada. Terminó de comérselo, vio algo en las hierbas secas de la orilla y levantó las orejas. Ascendió por la pendiente, con las patas dobladas, y desapareció tras una duna, impulsándose con las patas posteriores. Mientras estaba distraído, di unos cuantos pasos en dirección al agua con las botas de goma puestas para evitar que persiguiera y destrozara el cuerpo sin vida de la paloma cuando la arrojase al agua. Resultó que estaban agujereadas. El agua helada me entraba por la suela, me rozaba los tobillos y me subía por los calcetines. Saqué la paloma del envoltorio y dejé que flotara en el mar. Intentó regresar un par de veces, pero, finalmente, tras varios intentos, se alejó más allá de las pequeñas olas que rompían en el mar, con el pecho blanco y seco,