Evie Wyld

Todos los pájaros cantan


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de dirección», pensé.

      Había una calma submarina, sin viento y sin lluvia, ni siquiera el ruido de una pequeña lechuza. Solo se oía el espeso silencio. Cerré los ojos y sentí el quejido del colchón cuando Perro se subió encima y se colocó entre mis pies. La habitación se quedó en silencio y conté los latidos de mi corazón. Se oyó otro leve crujido y, de nuevo, se hizo el silencio.

      Y, entonces, oí el sonido de un coche estampándose contra un árbol, un estruendo y el eco subsiguiente, y luego sentí que unas manos golpeaban rápidamente la pared. Me levanté y me puse a cuatro patas sobre la cama, inclinada como un toro, y agarré un cojín delante de mí, con el martillo en alto como si tuviera un enemigo al que golpear. Perro mordía el aire a su alrededor como si estuviera lleno de moscas.

      En el silencio que siguió, Perro comenzó a aullar. Me levanté de un salto de la cama y encendí la luz. La puerta estaba abierta, completamente, como si alguien hubiera estado allí de pie, obstruyendo la salida, observándome. El pasillo estaba oscuro y parecía más largo de lo que recordaba.

      —¡Jódete! —grité hacia el túnel negro, inspirando profundamente, y creí oír que alguien contestaba en un susurro.

      Perro dejó de aullar, emitió un gemido y se adentró en la oscuridad del pasillo. No había nada al otro lado, solo la ventana y, en el exterior, la noche. Me puse los vaqueros que había tirado al suelo y me dirigí a las escaleras por el pasillo.

      El interruptor que había en lo alto de las escaleras no estaba donde debería, así que me lancé a la oscuridad y bajé hasta la cocina, donde las luces ya estaban encendidas y Perro estaba debajo de la mesa, babeando. La saliva formaba un charquito en el suelo.

      Salimos por la puerta, nos metimos en el coche, encendí el motor y conduje, aferrada al volante con las manos temblorosas. Iba directa al pueblo, decidida a presentarme en la comisaría y aporrear la puerta, pero, a medida que el corazón se me ralentizaba, también aminoré la marcha, y, finalmente, aparqué en el acceso a un campo desde el que se divisaban las luces del pueblo. Apagué el motor. Perro se acurrucó a los pies del asiento del pasajero y empezó a temblar, con los ojos muy abiertos y oscuros. Recliné la frente sobre el volante, inspiré profundamente hasta recuperar la quietud y la calma habituales, y Perro salió de su escondite y me dejó que le acariciara las orejas.

      —Todo irá bien —le dije, y me miró—. Tenemos opciones. Somos listos, ¿verdad? ¿Verdad que sí?

      Contemplamos cómo la luz se abría paso en el cielo y una lechuza realizaba su última ronda en el amanecer, como si fuera una nadadora solitaria en un mar vacío.

      De vuelta a casa, la cocina estaba igual. Los fogones se quejaban cuando el viento soplaba por sus conductos. Desde el umbral de mi dormitorio, la cama parecía normal. No olía mal, no había nada malo.

      Alisé las sábanas y coloqué la manta por encima. Justo en el borde del cobertor blanco había una mancha negra, como si la hubiera arrastrado por las cenizas de un incendio. Limpié la mancha con el dorso de la mano y desapareció. Encima del cabezal, en la pared, había otra mancha, pero esa se parecía más a una huella. Debía de haberme apoyado en la pared cuando me puse de pie chillando y había dejado la huella de una mano, clara y distinta. Los dedos estaban tan extendidos que la piel debería haberme dolido. Sin embargo, aquella mano era más pequeña que la mía. La borré con papel higiénico y saliva.

      Capítulo 4

      Hay un momento en el que advierto que mi relación con Greg cambia. El hecho de despertarme a su lado en mi cama es algo que simplemente sucede y el breve tiempo que tenemos antes de ir a trabajar es tan importante como el resto. No contemplamos cómo el otro duerme como en las películas; si uno despierta antes, entonces despierta al otro con un: «Eh, despierta».

      Este no es momento de dormir. Tampoco yacemos en silencio mientras nos miramos fijamente. Hablamos como cotorras, devorando las palabras como si compitiéramos el uno con el otro. Mientras habla, hago flexiones. Él posa los pies sobre mis hombros y yo me muevo arriba y abajo para él. Me habla de su padre, que ya murió pero podía comerse una sandía entera con una cuchara como si fuera un huevo pasado por agua, quitándole la parte de arriba.

      —Estaba gordo como una ballena. Y se sentía orgulloso. Un médico trató de convencerle para que perdiera peso, y él le dijo: «Y, entonces, ¿qué sería? Solo Joe, ¿verdad? Ya no sería Joe el Gordo y a la gente le daría igual que muriese». ¡Ja! Puto gordo.

      Cuando me toca a mí, hago abdominales, porque es más fácil hablar mientras los hago, y Greg planta sus pies sobre los míos para estabilizarme. Nunca dice que le parece raro, jamás me ha comentado: «Cuidado, empezarás a parecerte a un hombre». Le cuento los detalles de mi vida, los que puedo revelarle. Le hablo de cuando aprendí a esquilar ovejas, de mi amiga Karen y, antes, de los tiburones y de la Australia rural.

      Por la mañana, Sid descubre gorgojos en la harina.

      —A mí no me molesta demasiado —dice—. Solo aviso por si a alguien le da asco que haya bichos en el pan.

      Se hace el silencio en la mesa y Alan lo rompe desde uno de los lados de la cabaña donde se guarda la lana.

      Algo ha arrancado un pedazo de carne de un mordisco a uno de los carneros. No está muerto. Es como si alguien lo hubiera desgarrado y se hubiera llevado un pedazo del animal. Las moscas sobrevuelan la herida. Connor le pega un tiro mientras todos observamos. El animal se mueve.

      —Solo son los nervios —me dice Denis, como si yo fuera una histérica a la que hay que tranquilizar.

      Pero en realidad pienso en lo rápido que ha ocurrido y en que ha sido un acto de compasión. Un segundo antes, el animal tenía una herida terrible, las moscas depositaban sus huevos en la carne y observaba a sus verdugos a su alrededor, y, al instante, de repente, no hay ningún peligro. «Tengo que aprender a disparar un rifle», me digo. Esa es la respuesta a todo.

      Alan está a mi lado.

      —Vamos a dar una vuelta, a ver si encontramos algún perro salvaje o algo así —dice.

      Connor y Clare se llevan el cuerpo del carnero fuera del redil y el resto de las ovejas los observa. Es imposible saber lo que piensan.

      Estoy sola con Alan en el camión. Nunca había sucedido hasta ahora; quiere decirme algo. No para de toser, con la mano en la boca, y, luego, me mira. No vemos nada durante kilómetros, nada excepto las ondas de calor del desierto y, de vez en cuando, un conejo. Alan los caza, los recoge y, después, sigue conduciendo. No hay un silencio sepulcral, pero solo decimos cosas como «allí», «lo he pillado, joder» o «un poco más cerca».

      Al cabo de una hora, cuando pienso en el tiempo que he perdido y en que los demás seguro que ya me habrán superado, Alan saca las balas de la escopeta y suspira.

      —No hay nada, joder —exclama, y se vuelve hacia mí. Entonces añade—: Normalmente no me meto en los asuntos de nadie. —Me aferro al volante—. Pero quería decírtelo: me parece que lo tuyo con Greg no está mal.

      —Espero a que llegue el «pero», aunque no lo hace—. Los dos sois buena gente. A Greg lo conozco desde hace años; es un buen tipo. —Empieza a hacer calor dentro de la camioneta y me pregunto si deberíamos regresar o si encender el motor ahora sería de mala educación—. Y tú también tienes buen fondo. Creo que el hecho de que dos buenas personas estén juntas es algo bueno. —Alan está rojo como un tomate y me pregunto por qué nos ha puesto en esta situación—. Bueno, lo que quiero decir es que tienes que ignorar a los locos, y en este grupo hay uno o dos, eso no se puede negar. No son mala gente, pero… bueno, quizá simplemente se sienten solos.

      —No entiendo…

      —Vaya, que no te preocupes por Clare, eso es lo que quiero decir, joder. Está tocado del ala, pero no es mala persona. Solo está loco, y la ha liado con ese chaval… —Alan sacude la cabeza—. La madre de Arthur mandó una carta. Dice que está tratando de aprender a escribir con la otra mano. Aunque,