R. C. Sproul

¿Cómo debemos rendirle culto?


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diseño del tabernáculo y el templo, Dios ordenó que debía haber un altar de incienso donde las oraciones de los santos fueran ofrecidas simbólicamente a Dios como sacrificios.

      Hago énfasis en esto porque nosotros vivimos en la era del Nuevo Testamento y entendemos que el sacrificio que Cristo ofreció como nuestro Sumo Sacerdote en la expiación, la ofrenda de sí mismo como el sacrificio supremo a Dios, cumplió todo el simbolismo y el ritual de la adoración del Antiguo Testamento. El Suyo fue el sacrificio por excelencia, hecho a nuestro favor. Por esta razón, no vamos a la iglesia a poner toros, ovejas, machos cabríos o cualquier otra cosa en un altar como holocausto al Señor. Pero debido a que no ofrecemos sacrificios del tipo y la forma que se acostumbraba en el Antiguo Testamento, me temo que hemos perdido de vista esta dimensión central y esencial de lo que la adoración es históricamente.

      Al examinar la adoración, quiero volver a las raíces. Veamos cómo Dios ordenó la adoración en primer lugar, cuáles eran sus elementos constitutivos y cómo la adoración de Israel en el Antiguo Testamento, aunque se cumple en el acto final de sacrificio de Cristo en la cruz, sirve sin embargo para orientar nuestra adoración en la actualidad. Nuestra comprensión de la adoración se reduce si la vemos completamente desligada de sus orígenes en el Antiguo Testamento.

      No hay duda de la importancia del sacrificio en el antiguo cultus israelita. Grandes secciones de los cinco libros de Moisés describen con gran detalle los diferentes sacrificios que Dios ordenó a Su pueblo. Pero la importancia del sacrificio para la adoración ya era clara mucho antes de que Dios diera Su ley.

      A mediados del siglo XX, un teólogo católico romano francés llamado Yves Congar publicó un ensayo titulado Ecclesia ab Abel; es decir, La Iglesia desde Abel. En esa obra, Congar indicó que la iglesia no comenzó en el Nuevo Testamento, sino que en realidad comenzó tan pronto como la Creación fue establecida y la adoración se llevó a cabo entre las criaturas originales que Dios creó. Yo hubiera titulado el ensayo Ecclesia ab Adam, o La Iglesia desde Adán, porque creo que el concepto de la iglesia puede identificarse incluso antes, con el padre y la madre de Abel, quienes disfrutaron una comunión en la presencia inmediata de Dios que ciertamente incluía adoración. Pero Congar empezó su estudio de la iglesia no con Adán y Eva sino con Abel por razón del registro que tenemos en los primeros capítulos de Génesis de las primeras formas de liturgia o adoración.

      Volvamos al principio, o al menos al principio de la iglesia reconstituida después de la caída. No iré al jardín del Edén, donde la adoración era desinhibida, sin errores que pudieran de alguna manera perturbar la comunión pura e inmediata que Adán y Eva disfrutaban en la presencia de Dios. En cambio, iré a Génesis 4, donde leemos:

      Conoció Adán a su mujer Eva, la cual concibió y dio a luz a Caín, y dijo: Por voluntad de Jehová he adquirido varón. Después dio a luz a su hermano Abel. Y Abel fue pastor de ovejas, y Caín fue labrador de la tierra. Y aconteció andando el tiempo, que Caín trajo del fruto de la tierra una ofrenda a Jehová. Y Abel trajo también de los primogénitos de sus ovejas, de lo más gordo de ellas. Y miró Jehová con agrado a Abel y a su ofrenda; pero no miró con agrado a Caín y a la ofrenda suya. Y se ensañó Caín en gran manera, y decayó su semblante (v. 1-5).

      Esta narración del primer acto de cultus de Israel es tan breve e imprecisa que ha provocado mucha especulación. No se nos dice mucho acerca de ellos dos, solo que eran hermanos. Algunos creen que el texto da a entender que eran gemelos, pero eso es objeto de debate. Lo que sabemos es que Caín fue el primero en nacer, y eso es muy importante desde una perspectiva judía. En el mundo antiguo, en el periodo patrístico y a lo largo de todo el Antiguo Testamento, el primer hijo era quien heredaba el derecho de primogenitura y recibía la posición de honor y distinción en el hogar. Esta tradición no empezó con Jacob y Esaú; ya estaba en operación en la familia de Adán y Eva. Su primogénito fue Caín y su segundo hijo fue Abel. Así que, en términos de estatus familiar, la gloria era para Caín, no para Abel.

      Este texto también nos muestra que había una división de trabajo entre Caín y Abel. Tenían vocaciones diferentes, funciones diferentes para realizar. Uno labraba la tierra y el otro era pastor. El rol mayor en términos de dignidad, respeto y estatus en la familia fue dado al primogénito, Caín, a quien se le dio la responsabilidad de sembrar las semillas para la cosecha. El rol de Abel era de menor importancia. De hecho, el trabajo de pastorear siempre ha tenido un estatus muy bajo en Israel, incluso en los días de Jesús. A los pastores ni siquiera se les permitía ser testigos en la corte porque eran considerados indignos de confianza, la escoria de la sociedad. En otras palabras, el pastor era visto casi como poco más que un esclavo; era un siervo humilde. Por eso fue tan significativo que el primer anuncio del nacimiento de Jesús fuera dado a los pastores en los campos de Belén. Esos pastores tenían el estatus más bajo en la cultura de la época. Era muy similar en los días de la primera familia, y eso es importante en relación con lo que ocurrió en Génesis 4.

      Cuando llegó el momento de la adoración, los hombres trajeron diferentes tipos de ofrendas para sus sacrificios a Dios. Uno llevó frutas y vegetales. El otro llevó un animal de lo más gordo de su rebaño. Aunque Caín era el primogénito y tenía el trabajo más honorable, Dios “miró con agrado”, o aceptó, la ofrenda de Abel y no la de Caín. ¿Por qué pasó eso? La respuesta usual es que la ofrenda de Abel, un animal, era sustancialmente superior, en términos de su contenido. Muchas personas son guiadas a esta conclusión porque, en el sistema de sacrificios del Antiguo Testamento, el sacrificio que Dios pedía normalmente era un cordero. Sin embargo, había excepciones. Por ejemplo, cuando María y José presentaron a Jesús por primera vez en el templo, María dio como ofrenda dos palomas (Lucas 2:22-24). Eso era permitido por la ley judía, pero solo en un caso de extrema pobreza. En la mayoría de los casos, se sacrificaba un cordero. Sin embargo, aunque el Antiguo Testamento especificaba que el sacrificio debía ser de la mejor calidad –un cordero sin mancha– Dios nunca dijo que el sacrificio de las primicias del rebaño era intrínsecamente superior al sacrificio de las primicias de la cosecha.

      Menciono este punto porque, a través de la historia, en la literatura, sermones y exposiciones, los teólogos han saltado a la conclusión de que Dios estimó el sacrificio de Abel y no el de Caín porque Abel trajo un animal, una criatura viviente, y Caín trajo el producto de la tierra. Sin embargo, esa diferencia no tuvo absolutamente nada que ver con la respuesta de Dios a sus sacrificios. Martín Lutero comentó, acertadamente en mi opinión, que Abel podría haber sacrificado la cáscara de una nuez y habría sido más agradable a Dios que el sacrificio que trajo Caín. La razón era que la diferencia no estaba en qué ofreció Abel a Dios sino cómo lo ofreció.

      El criterio general para el sacrificio aceptable ante Dios en el Antiguo Testamento era la postura y la actitud de la persona haciendo el sacrificio. Jesús afirmó esta verdad cuando observó a los adoradores haciendo sus ofrendas en el templo (Marcos 12:41-44). Él dio Su bendición a la viuda que ofreció dos blancas, la denominación más pequeña de la moneda. Jesús señaló que su dádiva era más costoso para ella que las ofrendas de los hombres adinerados, que dejaban el equivalente a 10 000 dólares en el plato de la ofrenda. Él dijo eso porque era capaz de leer su corazón cuando ella dio su sacrificio. Los hombres ricos daban porque querían el aplauso de las personas o algo de honor a la vista de Dios, pero Jesús sabía que la viuda pobre tenía un motivo diferente.

      El apóstol Pablo nos dijo que el Señor “ama al dador alegre” (2 Corintios 9:7). Escuchamos ese versículo tan a menudo que podemos estar hastiados de él y no detenernos a pensar en su significado. Pablo no estaba diciendo que Dios ama a cualquiera que dé. Después de todo, Caín dio, pero Dios no estaba complacido con él en absoluto. No, Pablo estaba declarando que Dios ama a un tipo de dador en particular, un dador alegre. El término alegre describe la disposición del corazón, la actitud del alma al dar la ofrenda.

      Imagina que es domingo en la mañana, y los ujieres vienen a recibir nuestra ofrenda, y supongamos que estamos pensando: “Aquí vienen otra vez con sus manos estiradas, pidiendo el diezmo y la ofrenda, y la gente está viendo si voy a poner algo en el plato. Lo voy a dar porque es mi deber diezmar”. Daría igual si guardamos el dinero del diezmo en nuestro bolsillo porque de acuerdo con las Escrituras ese tipo de sacrificios son detestables para Dios. Pero Él