acababa de ofrecerles.
—Sé que para muchos de ustedes mi trabajo es esotérico —dijo Zucker—. Así que permítanme explicarles mi razonamiento. Él entra en la casa de la víctima por una ventana abierta. Lo hace en las primeras horas de la madrugada, entre la medianoche y las dos de la mañana. Sorprende a la víctima en su cama. La inmoviliza atándola a la cama con tela adhesiva en las muñecas y los tobillos. Refuerza esto con ataduras en los muslos y el pecho. Finalmente le tapa la boca. Lo que consigue es el control total. Cuando poco después la víctima se despierta, no puede moverse, no puede gritar. Es como si estuviera paralizada, aunque despierta y consciente de todo lo que sucede después. Y lo que sucede después es la peor pesadilla de cualquiera.
La voz de Zucker se había vuelto monocorde. Cuanto más grotescos los detalles, más suave su voz, y todos se inclinaban hacia delante, pendientes de sus palabras.
—El asesino comienza a cortar —dijo Zucker—. De acuerdo con el informe de la autopsia, se toma su tiempo. Es meticuloso. Corta en el bajo vientre, capa por capa. Primero la piel, luego la capa subcutánea, luego la grasa, luego el músculo. Usa sutura para controlar la hemorragia, identifica y extrae únicamente el órgano que busca. Nada más. Y lo que busca es la matriz.
Zucker recorrió la mesa con la vista, tomando nota de sus reacciones. Su mirada se detuvo en Rizzoli, el único policía en la sala que poseía el órgano del que hablaba. Ella le devolvió la mirada, resentida de que su género fuera el causante de esa mirada.
—¿Qué nos indica eso, detective Rizzoli? —preguntó.
—Odia a las mujeres —dijo ella—. Les extirpa lo único que las hace mujeres.
Zucker asintió, y su sonrisa la hizo temblar.
—Es lo que Jack el Destripador hizo con Annie Chapman. Al tomar la matriz, le quita la femineidad a la víctima. Le roba su poder. Ignora las joyas, el dinero. Sólo quiere una cosa, y una vez que ha obtenido lo que quiere, puede dedicarse al final. Pero se produce una pausa antes de la emoción final. La autopsia en ambas víctimas indica que se detiene en ese punto. Tal vez transcurre una hora, mientras la víctima continúa sangrando lentamente. Un charco de sangre se acumula en su herida. ¿Qué hace durante ese lapso?
—Disfruta —dijo Moore suavemente.
—¿Quieres decir que se manosea? —dijo Darren Crowe planteando la pregunta con su acostumbrada crudeza.
—No hubo rastros de eyaculación en ninguna de las escenas —señaló Rizzoli.
Crowe le lanzó una mirada de eres muy lista.
—La ausencia de e-ya-cu-la-ción —dijo enfatizando sarcásticamente cada sílaba— no deja afuera la posibilidad de que se manosee.
—No creo que se estuviera masturbando —dijo Zucker—. Este individuo en particular no podría perder el control en un entorno poco familiar. Creo que espera a estar en un lugar seguro para alcanzar su satisfacción sexual. Todo en esta escena del crimen indica a gritos que hay control. Cuando procede al acto final, lo hace con confianza y autoridad. Corta la garganta de la víctima con un único corte profundo. Y luego ejecuta un último acto ritual. —Zucker tomó su maletín y sacó dos fotos de la escena, que depositó sobre la mesa. Una era del dormitorio de Diana Sterling, la otra de Elena Ortiz—. Dobla meticulosamente sus camisones y los ubica cerca del cuerpo. Sabemos que dobló la ropa después del asesinato, porque se encontraron manchas de sangre entre los pliegues.
—¿Por qué lo hace? —preguntó Frost—. ¿Cuál es el simbolismo de eso?
—Una vez más: el control —dijo Rizzoli.
Zucker asintió.
—Seguramente forma parte de lo mismo. Mediante este ritual demuestra tener el control de la escena. Pero al mismo tiempo el ritual lo controla a él. Es un impulso que probablemente no pueda resistir.
—¿Y qué sucedería si se le impide hacerlo? —preguntó Frost—. Digamos que se lo interrumpe y no puede completar el acto.
—Lo dejaría frustrado y furioso. Se sentiría impelido a comenzar una cacería de inmediato en busca de su próxima víctima. Pero hasta ahora se las arregló siempre para completar el ritual. Y cada asesinato fue lo bastante satisfactorio como para mantenerlo inactivo por largos períodos de tiempo. —Zucker paseó la vista por la sala—. Ésta es la peor clase de asesino con la que podemos enfrentarnos. Pasó un año entero entre ambos ataques. Es extremadamente raro. Significa que pueden pasar meses entre una y otra cacería. Podríamos rasgarnos las vestiduras tratando de encontrarlo, mientras él espera con paciencia el siguiente asesinato. Es meticuloso. Es organizado. Dejará pocas pistas a su paso, si es que deja alguna. —Miró a Moore en busca de confirmación.
—No tenemos huellas digitales, ni tenemos ADN en ninguna de las escenas —dijo Moore—. Todo lo que hay es un cabello recogido de la herida de Ortiz. Y un par de fibras de poliéster halladas en el marco de la ventana.
—Me imagino que tampoco hubo testigos.
—Hicimos ciento treinta interrogatorios en el caso de Sterling. Ciento ochenta entrevistas hasta el momento para el caso de Ortiz. Nadie vio al intruso. Nadie advirtió la presencia de un merodeador.
—Pero tenemos tres confesiones —dijo Crowe—. Todos venían de la calle. Les tomamos declaración y los mandamos de vuelta. —Se rió—. Chiflados.
—Este asesino no está loco —dijo Zucker—. Me atrevería a decir que parece perfectamente normal. Supongo que es un hombre blanco entre veintiocho y treinta y dos años. Prolijamente vestido, y con una inteligencia superior a la media. Es casi seguro que se graduó en la secundaria y tal vez posee un título terciario o universitario. Las escenas del crimen están separadas por casi dos kilómetros de distancia, y los asesinatos fueron cometidos a una hora del día en la que hay poco transporte público. Así que maneja un auto. Debe de estar limpio y bien mantenido. Es probable que no tenga historia clínica de enfermedades mentales, pero puede tener antecedentes juveniles por robo o voyeurismo. Si trabaja, debe de hacerlo en algo que requiere atención y meticulosidad. Sabemos que lo planifica todo, como lo demuestra la evidencia de que lleva encima un equipo para asesinar: escalpelo, sutura, tela adhesiva, cloroformo. Más algún recipiente de alguna clase en el que se lleva el recuerdo a su casa. Puede ser algo tan sencillo como una bolsa transparente con cierre hermético. Trabaja en un campo que requiere atención al detalle. Como desde luego tiene conocimientos de anatomía, y habilidades quirúrgicas, podemos estar enfrentándonos a un médico profesional.
Rizzoli se encontró con la mirada de Moore; a ambos los asaltó un mismo pensamiento: probablemente había más médicos en la ciudad de Boston que en todo el resto del mundo.
—Como es inteligente —dijo Zucker—, sabe que vigilamos las escenas del crimen. Y se resistirá a la tentación de volver. Pero la tentación está ahí, de modo que vale la pena seguir vigilando la casa de Ortiz, al menos en un futuro cercano. También es lo bastante inteligente como para evitar elegir víctimas de su vecindario. Es lo que llamamos un «viajante» más que un «merodeador». Sale de su barrio para cazar. Hasta que no tengamos más elementos con los que trabajar, no puedo elaborar un perfil geográfico. No puedo señalar las áreas en las que deberían concentrarse.
—¿Cuántos elementos más necesita? —preguntó Rizzoli.
—Como mínimo cinco.
—¿Quiere decir que necesitamos cinco asesinatos?
—El programa de ubicación geográfica de criminales que utilizo requiere cinco para tener validez. He utilizado este programa por lo menos con cuatro elementos, y a veces se puede obtener una predicción sobre el domicilio del criminal, pero no es certero. Necesitamos saber más acerca de sus movimientos. Cuál es su esfera de actividad, cuáles son sus puntos de anclaje. Todo asesino se mueve en una zona de preferencia. Son como depredadores en plena cacería. Tienen su territorio, sus agujeros de pesca, donde encuentran a la presa. —Zucker paseó la vista alrededor de la mesa notando las caras poco impresionadas de los detectives—. No sabemos lo suficiente