del pecho de la víctima. A través de la capa de sangre seca coagulada a la altura del cuello apenas pudo distinguir la fina línea de una cadena dorada; los dos dijes estaban oscurecidos.
Tomó el teléfono y marcó el número de la oficina del médico forense.
—El doctor Tierney estará afuera toda la tarde —dijo su secretaria—. ¿Puedo ayudarla?
—Es acerca de una autopsia que hizo el viernes pasado. Elena Ortiz.
—¿Sí?
—Esta víctima llevaba una joya cuando fue ingresada en la morgue. ¿Todavía lo tiene?
—Déjeme chequear.
Rizzoli esperó, dando golpecitos con su lápiz sobre el escritorio. La botella de agua estaba justo frente a ella, pero la ignoraba con todas sus fuerzas. Su furia había dado lugar a la excitación. A la felicidad de la cacería.
—¿Detective Rizzoli?
—Aquí estoy.
—Los efectos personales fueron reclamados por la familia. Un par de aros de oro, una cadena y un anillo.
—¿Quién firmó por ellos?
—Anna García, la hermana de la víctima.
—Gracias. —Rizzoli colgó y miró su reloj. Anna García vivía fuera de la ciudad, en Danvers. Eso significaba un viaje en plena hora pico…
—¿Sabes dónde está Frost? —dijo Moore.
Rizzoli levantó la mirada, sorprendida al verlo parado junto a su escritorio.
—No, no lo vi.
—¿No lo has visto por aquí?
—No lo llevo atado con correa.
Hubo una pausa. Luego él preguntó:
—¿Qué es esto?
—Las fotos de la escena del crimen de Ortiz.
—No. Esa cosa en la botella.
Ella miró de nuevo, y vio el entrecejo fruncido de Moore.
—¿Qué te parece que es? Es un maldito tampón. Alguien aquí tiene un sentido del humor verdaderamente sofisticado. —Ella clavó sus ojos en Darren Crowe, que reprimió una risotada y se dio vuelta.
—Yo me ocuparé de esto —dijo Moore tomando la botella.
—Bueno, bueno —interrumpió ella—. Maldición, Moore, olvídalo.
Moore se acercó a la oficina del teniente Marquette. A través del tabique de vidrio vio a Moore depositar la botella con el tampón sobre el escritorio de Marquette, que se dio vuelta y miró en dirección a Rizzoli.
«Aquí vamos de nuevo. Ahora dirán que la bruja no tolera una broma».
Tomó su cartera, recogió las fotos y caminó fuera de la oficina.
Ya estaba frente a los ascensores cuando Moore la llamó.
—¿Rizzoli?
—No pelees mis batallas por mí, ¿está claro? —dijo con sequedad.
—No estabas peleando. Estabas sentada ahí con esa… cosa sobre tu escritorio.
—Tampón. ¿No puedes repetir esa palabra en voz alta y clara?
—¿Por qué estás enojada conmigo? Trato de estar de tu lado.
—Mira, Santo Tomás, así es como funciona el mundo real para las mujeres. Si elevo una queja, soy yo la que termina perjudicada. Queda una nota en mi expediente. No se desenvuelve bien con los muchachos. Si vuelvo a quejarme, mi reputación está sellada. Rizzoli la quisquillosa. Rizzoli la histérica.
—Si no te quejas dejas que ellos ganen.
—Ya intenté tu método. No funciona. Así que no me hagas más favores, ¿puede ser? —Colgó con energía la cartera de su hombro y dio un paso hacia el ascensor.
En el momento en que la puerta se cerró entre ellos, quiso retirar sus últimas palabras. Moore no se merecía semejante contestación. Siempre había sido amable, siempre un caballero, y ella, en su furia, le había arrojado en la cara el apodo con el que se lo conocía en la unidad. Santo Tomás. El policía que nunca se pasaba de la raya, el que nunca decía malas palabras, el que nunca perdía la calma.
Y luego venían las tristes circunstancias de su vida personal. Dos años atrás su esposa Mary había sido abatida por una hemorragia cerebral. Por seis meses estuvo suspendida en la dimensión desconocida de un coma, pero hasta el día en que finalmente murió, Moore se negó a rechazar la esperanza de una recuperación. Incluso ahora, a un año y medio de la muerte de Mary, él no parecía aceptarla. Seguía llevando la sortija de casamiento, seguía conservando su foto en el escritorio. Rizzoli había observado la desintegración de muchos otros matrimonios de policías, había observado la galería cambiante de fotos de mujeres sobre los escritorios de sus colegas. En el de Moore, la imagen de Mary permanecía con su sonrisa como un atributo permanente.
«¿Santo Tomás?». Rizzoli sacudió la cabeza con cinismo. Si existían los santos verdaderos en el mundo, seguramente no eran policías.
Uno quería que viviera, la otra quería que muriera, y ambos pretendían amarlo más que el otro. El hijo y la hija de Herman Gwadowski se miraban a través de la cama donde yacía su padre, y ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el brazo a torcer.
—No eras tú el que se ocupaba de papá —dijo Marilyn—. Yo le hacía la comida. Yo limpiaba la casa. Yo lo llevaba al médico todos los meses. ¿Cuándo viniste a visitarlo? Siempre tenías cosas más importantes que hacer.
—Vivo en Los Ángeles, por el amor de Dios —retrucó Ivan—. Tengo un negocio.
—Podrías haber volado una vez por año. ¿Era tan difícil?
—Bueno, ahora estoy aquí.
—Ah, sí. El señor Magnánimo irrumpe y salva el día. Antes no te molestabas en venir a visitarlo. Pero ahora quieres que todo se haga según tu criterio.
—No puedo creer que lo quieras dejar ir sin más.
—No quiero que siga sufriendo.
—O tal vez quieres impedir que siga vaciando su cuenta bancaria.
Cada músculo en la cara de Marilyn se puso rígido.
—¡Bastardo!
Catherine no podía seguir escuchando.
—Éste no es el lugar para discutirlo —interrumpió—. ¿Podrían salir los dos de la habitación, por favor?
Por un momento, los hermanos se miraron en un silencio hostil como si el acto de salir primero significara una derrota. Luego Ivan tomó la delantera con su intimidante figura trajeada. Su hermana, Marilyn, cuyos rasgos delataban el ama de casa agobiada que era, apretó la mano de su padre y siguió luego a su hermano.
En el corredor, Catherine se explayó sobre los sombríos hechos.
—Su padre ha estado en coma desde el accidente. Sus riñones están fallando. A causa de una diabetes de larga data ya funcionaban irregularmente, y el traumatismo empeoró las cosas.
—¿Cuánto de eso se debe a la cirugía? —preguntó Ivan—. ¿A los anestésicos que le administraron?
Catherine sofocó su cólera en aumento y dijo con tranquilidad:
—Estaba inconsciente cuando ingresó. La anestesia no fue un problema. Pero el tejido dañado perjudica los ríñones, y ahora están dejando de funcionar. Además tiene un diagnóstico de cáncer de próstata con metástasis en los huesos. Aunque recuperara la conciencia, todos esos problemas subsistirían.
—Usted quiere que nos demos por vencidos, ¿no es así? —preguntó Ivan.
—Solamente