palabras…
—Normal.
—Veo que está aprendiendo. Lo siguiente que describe es… el examen pélvico. Donde las cosas ya no son normales. —Hizo una pausa. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja, exenta de todo humor. Respiró hondo, como armándose de valor para continuar—. Había sangre en el introito. Rasguños y hematomas en ambos muslos. Un desgarro vaginal en la posición de las cuatro, lo que indica que no fue un acto consensuado. En este punto el doctor Kimball dice que detuvo el examen.
Moore se concentró en el párrafo final, que le resultaba legible. No estaba escrito con caligrafía médica.
La paciente se agitó. Rehusó colaborar con los exámenes por violación. Rehusó cooperar con cualquier intervención ulterior. Tras el examen de VIH de rutina y el trazado de VDRL, se vistió y partió antes de que se llamara a las autoridades.
—De modo que la violación nunca fue denunciada —dijo él—. No hubo ducha vaginal. No hubo recolección de ADN.
Catherine lo escuchaba en silencio, con la cabeza inclinada hacia delante y las manos aferradas al bibliorato.
—¿Doctora Cordell? —dijo, y le tocó el hombro. Ella dio un respingo, como si la hubieran quemado, y él retiró rápidamente su mano. Ella lo miró, y vio la furia en sus ojos. En ese momento irradiaba una ferocidad tal que por un instante se igualaron en el odio.
—Violada en mayo, carneada en julio —dijo ella—. Lindo mundo para las mujeres, ¿no le parece?
—Hemos hablado con todos los miembros de su familia. Nadie mencionó una violación.
—Entonces ella no contó nada.
«¿Cuántas mujeres mantienen el secreto?, —se preguntó Moore—. ¿Cuántos secretos tan dolorosos que no pueden compartirse con los seres queridos?». Observando a Catherine, pensó en el hecho de que ella también había buscado alivio en la compañía de extraños.
Ella sacó el formulario del bibliorato para que Moore lo fotocopiara. Mientras lo tomaba, su mirada se detuvo en el nombre del médico, y tuvo otra ocurrencia.
—¿Qué me puede decir del doctor Kimball? —dijo él—. El que examinó a Elena Ortiz.
—Es un excelente médico.
—¿Trabaja usualmente en el turno de la noche?
—Sí.
—¿No sabe si estuvo de guardia el jueves pasado por la noche?
Le tomó un segundo captar lo significativo de la pregunta. Cuando lo hizo, él vio que temblaba por sus implicancias.
—¿Usted cree en verdad que…?
—Es una pregunta de rutina. Tenemos que considerar todos los contactos principales de la víctima.
Pero la pregunta no era de rutina, y ella lo sabía.
—Andrew Capra era médico —dijo ella con un hilo de voz—. No pensará que otro médico…
—Esa posibilidad se nos ha ocurrido a los dos.
Ella se volvió. Tomó aire de manera entrecortada.
—En Savannah, donde fueron asesinadas esas mujeres, asumí que no conocía al asesino. Asumí que si alguna vez lo encontraba, iba a saberlo. Iba a sentirlo. Andrew Capra me enseñó lo equivocada que estaba.
—La banalidad del mal.
—Es exactamente lo que aprendí. El mal puede ser tan común… Un hombre a quien veo todos los días me saluda, puede devolverme la sonrisa… —y en voz aún más baja añadió—: Y al mismo tiempo estar pensando en todas las diversas formas de matarme.
Era el crepúsculo cuando Moore caminó de vuelta hacia su auto, pero el calor del día todavía estaba concentrado en el techo. Sería otra noche insoportable. Las mujeres de la ciudad dormirían con las ventanas abiertas para captar las inconstantes brisas nocturnas. Los demonios de la noche.
Miró hacia el hospital. Podía ver la brillante luz roja de emergencias resplandeciente como un abalorio. El símbolo de la esperanza y la curación.
«¿Es éste tu coto de caza? ¿El mismo lugar al que acuden las mujeres para ser curadas?».
Una ambulancia se deslizó desde la oscuridad con sus luces relampagueando. Pensó en toda la gente que debería pasar por una sala de emergencia en el lapso de un día. Médicos de ambulancias, cirujanos, ordenanzas, porteros.
«Y policías». Era una posibilidad que nunca quería considerar, pero que sin embargo debía tener en cuenta. La profesión del que aplica la ley tiene una extraña atracción para aquellos que cazan a otros seres humanos. El revólver, la placa, son símbolos de dominación por antonomasia. ¿Y qué mayor control podía uno ejercer que el poder de atormentar y de matar? Para semejante cazador, el mundo es una vasta planicie hormigueante de presas.
Todo lo que hay que hacer es elegir.
Había niños por todas partes. Rizzoli estaba de pie en la cocina que olía a leche cortada y talco mientras esperaba que Anna García terminara de limpiar una mancha de manzana rallada del piso. Uno de los pequeños, que gateaba, estaba colgado de la pierna de Anna; el segundo sacudía tapas de cacerolas que había sacado de un aparador y las hacía sonar como címbalos. Otro niño estaba atrapado en una silla alta, y sonreía detrás de una máscara de espinacas a la crema. Y en el suelo, un bebé con un caso grave de curiosidad se arrastraba alrededor en una búsqueda del tesoro para ver qué podía llevar a su ávida boquita. A Rizzoli no le interesaban los niños, y se ponía nerviosa con tantos alrededor. Se sentía como Indiana Jones en un pozo de serpientes.
—No son todos míos —se apresuró a explicarle Anna mientras se inclinaba sobre la pileta con el niño colgado de su pierna como un grillete. Retorció la esponja sucia y se secó las manos—. Sólo éste es mío. —Señaló al bebé que colgaba de su pierna—. El de las cacerolas y el de la silla son de mi hermana Lupe. Y al que gatea se lo cuido a mi prima. Ya que tengo que estar en casa con el mío, se me ocurrió que podía cuidar sin problemas a algunos más.
«Sí, qué le hace una raya más al tigre», pensó Rizzoli. Pero lo gracioso era que Anna no se veía infeliz. De hecho, apenas parecía notar el escándalo de las tapas golpeando contra el suelo. En una situación que a Rizzoli le hubiera producido un ataque de nervios, Anna tenía la serena presencia de una mujer que está exactamente en el lugar que quiere estar. Rizzoli se preguntaba si Elena Ortiz hubiera sido así algún día, de haber vivido. Una madre en su cocina, limpiando alegremente baba y papilla. Anna era muy parecida a las fotos de su hermana menor, sólo que un poco más regordeta. Y cuando se volvió hacia Rizzoli, con la luz de la cocina apuntando directamente a su frente, Rizzoli tuvo la ominosa sensación de estar mirando la misma cara que había visto en la mesa de autopsias.
—Con todos estos niños alrededor, me lleva una eternidad hacer las cosas más insignificantes —dijo Anna. Tomó al chico que se agarraba de su pierna y lo calzó diestramente en su cintura—. Ahora, déjeme ver. Usted vino por la cadena. Déjeme ver el joyero. —Salió de la cocina, y Rizzoli tuvo un momento de pánico, sola con tres bebés. Una manito pegajosa aterrizó sobre su tobillo y al bajar la vista vio que uno de ellos mordisqueaba la bocamanga de su pantalón. Lo sacudió y a toda velocidad se puso a una distancia prudente de esa boca gomosa.
—Aquí está —dijo Anna de regreso con la caja, que colocó sobre la mesa de la cocina—. No queríamos dejarla en su apartamento, no al menos mientras estuvieran esos extraños entrando y saliendo para limpiar el lugar. Así que mis hermanos pensaron que era mejor que me quedara con la caja hasta que la familia decidiera qué hacer con esas joyas.
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