Tess Gerritsen

El Cirujano


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la computadora son nombres para la ocasión. No se trata de nombres ni de caras reales, de modo que todos pueden conservar el anonimato. Nos permite sentirnos lo bastante seguras como para compartir nuestros secretos. —Hizo una pausa—. ¿Nunca participó en uno?

      —Me temo que hablar con extraños sin rostro no me atrae demasiado.

      —A veces —dijo con voz apenas audible— un extraño sin rostro es la única persona con la que uno puede hablar.

      Sintió la profundidad del dolor en su frase, y no pudo pensar en nada adecuado para responderle.

      Tras un momento, ella inspiró profundo y se concentró no en él, sino en sus propias manos, dobladas sobre su falda.

      —Nos encontramos una vez por semana, los miércoles a las nueve de la noche. Entro conectándome, haciendo clic en el icono del chat, y escribiendo primero PTSD, y luego ayudamujer. Y ya estoy allí. Me comunico con las otras mujeres escribiendo mensajes y enviándolos a través de Internet. Nuestras palabras aparecen en pantalla, donde todas podemos verlas.

      —¿PTSD? Eso significa…

      —Desorden de estrés postraumático. Un hermoso término clínico para designar el sufrimiento de las mujeres de ese chat.

      —¿De qué clase de trauma estamos hablando?

      Ella levantó la cabeza y lo miró a los ojos.

      —Violación.

      La palabra pareció flotar entre ambos por un momento, su mismo sonido cargaba el aire. Dos sílabas brutales con la fuerza de un golpe físico.

      —Y usted se mete ahí por lo de Andrew Capra —dijo con amabilidad—. Por lo que le hizo a usted.

      Su mirada vaciló y luego cayó.

      —Sí —susurró. Una vez más se miraba las manos. Moore la observaba, sintiendo aumentar la furia por lo que le había pasado a Catherine. Lo que Capra había arrancado a su alma. Se preguntaba cómo sería antes del ataque. ¿Más cálida, más amigable? ¿O habría sido siempre tan ajena al contacto humano, como un pimpollo quemado por la escarcha?

      Ella se irguió un poco.

      —Así fue, entonces, como conocí a Elena Ortiz. No sabía su nombre real, desde luego. Sólo conocí el nombre que usaba para el chat, Posey Cinco.

      —¿Cuántas mujeres hay en este chat?

      —Varía según las semanas. Algunas abandonan. Otros pocos nombres nuevos aparecen. En una noche puede haber entre tres y una docena de nosotras.

      —¿Cómo se enteró de su existencia?

      —Por una publicidad para víctimas de violación. Se les da a las mujeres en las clínicas y hospitales de la ciudad.

      —¿Entonces estas mujeres del chat pertenecen todas al área de Boston?

      —Sí.

      —¿Y Posey Cinco participaba regularmente?

      —Estaba allí, a veces sí y a veces no, en los últimos dos meses. No decía gran cosa, pero yo veía su nombre en la pantalla y sabía que estaba.

      —¿Habló con ustedes sobre su violación?

      —No. Sólo escuchaba. Le mandábamos saludos. Y ella agradecía esas muestras de atención. Pero no hablaba sobre ella. Era como si tuviera miedo de hacerlo. O quizá le daba demasiada vergüenza.

      —Entonces no sabe si fue o no violada.

      —Sé que lo fue.

      —¿Cómo?

      —Porque Elena Ortiz fue tratada en esta sala de emergencia.

      Él la miró incrédulo.

      —¿Encontró su ficha médica?

      Ella asintió.

      —Se me ocurrió que debía haber necesitado tratamiento médico tras el ataque. Éste es el hospital más cercano a su domicilio. Corroboré con la computadora del hospital. Posee los nombres de todos los pacientes atendidos en emergencia. Su nombre estaba allí. —Se puso de pie—. Le mostraré la ficha.

      Él la siguió fuera del cuarto de guardia, de vuelta hacia la sala de emergencias. Era viernes por la noche, y los heridos entraban en hordas por la puerta. El empleado que se emborracha los fines de semana, torpe todavía por los efectos del alcohol, sosteniendo una bolsa de hielo sobre su cara golpeada. El adolescente impaciente que perdió su carrera contra la luz amarilla. El ensangrentado y amoratado ejército nocturno de los viernes, abriéndose paso a tropezones desde la noche. El Centro Médico Pilgrim era uno de los servicios de emergencias más atareados de Boston, y Moore sintió que caminaba por el corazón del caos mientras esquivaba enfermeras y saltaba por encima de charcos de sangre recientes.

      Catherine lo guió hasta el archivo de emergencias, un espacio del tamaño de un armario con dos estantes de pared a pared llenos de biblioratos de tres anillos.

      —Aquí es donde se almacenan temporariamente los formularios de las consultas —dijo Catherine. Sacó uno de los biblioratos rotulado 7 de mayo-14 de mayo.— Cada vez que se atiende un paciente en emergencias, se llena un formulario. Por lo general son de una página, y contienen una nota del médico, más las instrucciones para el tratamiento.

      —¿No se hace una carpeta para cada paciente?

      —Si se trata de una sola visita a emergencias, entonces no se adjunta a ninguna carpeta. El único documento es el formulario de la consulta. Esto se traslada más tarde a la sección de archivos médicos del hospital, donde se escanean y se almacenan en un disco. —Abrió el bibliorato del 7 al 14 de mayo—. Aquí está.

      Él se paró detrás de Catherine y leyó sobre su hombro. La fragancia de su pelo lo distrajo por un momento, y tuvo que obligarse a prestar atención a la página. La visita estaba fechada el 9 de mayo a la una de la mañana. El nombre, la dirección y la factura de la paciente estaban mecanografiados en el borde superior de la página; el resto había sido manuscrito en tinta. «Caligrafía médica», pensó, mientras se esforzaba por descifrar las palabras, de las que sólo pudo entender el primer párrafo, que había sido escrito por la enfermera.

      Mujer latina de veintidós años, atacada sexualmente dos horas atrás. No es alérgica, no toma medicamentos. Presión sanguínea: 105/70, peso: 47 kg.

      El resto de la página era indescifrable.

      —Tendrá que traducirlo para mí —dijo él.

      Ella lo miró por encima del hombro, y sus caras estaban de repente tan cerca que Moore sintió que se le cortaba el aliento.

      —¿No puede leerlo? —le preguntó.

      —Puedo leer las huellas de llantas de un auto. Esto no lo puedo leer.

      —Es la letra de Ken Kimball. Reconozco su firma.

      —Yo ni siquiera lo reconozco como inglés.

      —Para otro médico es perfectamente legible. Sólo tiene que conocer el código.

      —¿Y eso se lo enseñan en la facultad de medicina?

      —Junto con la letra movida y las instrucciones para decodificarla.

      Era extraño intercambiar bromas sobre un asunto tan sombrío; más extraño aún escuchar que algo cómico pudiera provenir de labios de la doctora Cordell. Era su primer atisbo de la mujer tras el caparazón. La mujer que había sido antes de que Andrew Capra le inflingiera el daño.

      —El primer párrafo es el examen físico —le explicó—. Usa abreviaturas médicas, coong significa cabeza, oídos, ojos, nariz y garganta. Tenía un hematoma en la mejilla izquierda. Los pulmones estaban despejados, y el corazón sin murmullos ni galope.

      —¿O sea?

      —Normal.

      —¿Y un médico no puede escribir simplemente