Rich Roll

Superar los límites


Скачать книгу

el tercer día con una carrera de 85 kilómetros por los campos de lava abrasadora de la Kona Coast.

      Este es mi segundo intento del Ultraman —el primero fue hace justo un año— y tengo grandes expectativas. El año pasado asombré a la comunidad de los deportes de resistencia al salir de ninguna parte a la avanzada edad de 42 años para ocupar un respetable undécimo puesto tras sólo seis meses de entrenamiento serio, y todo eso después de décadas de abusar temerariamente de las drogas y el alcohol que casi me matan a mí y a otros, sin otra actividad física que arrastrar comida a mi casa y, quizá, trasplantar alguna planta. Antes de esa primera carrera, la gente decía que para un tipo como yo intentar algo como el Ultraman era una locura, por no decir una estupidez. Después de todo, me conocían como abogado sedentario de mediana edad, con mujer e hijos y una carrera profesional en la que pensar, y que ahora andaba por ahí buscando una misión imposible. Además estaba entrenando —e intentando competir— con una dieta íntegramente basada en plantas. «Imposible —me dijeron—. Los veganos son enclenques larguiruchos, incapaces de hacer algo más atlético que dar una patada a una pelota de Hacky Sack. No hay proteínas en las plantas, así que no podrás hacerlo». He oído de todo. Pero en lo más profundo de mí, sabía que era posible.

      Y lo hice, probando a todo el mundo que se equivocaban y desafiando no sólo a la «mediana edad», sino también a los en apariencia inmutables estereotipos sobre la capacidad física de una persona que sólo come plantas. Y aquí estaba otra vez, en mi segundo intento.

      Un día antes había empezado la carrera en un gran estado de forma: terminé el primero con diez minutos de ventaja sobre el siguiente competidor los diez kilómetros a nado de Keauhou Bay. Fue el sexto mejor tiempo de los 25 años de historia del Ultraman, estaba teniendo un debut realmente increíble. A finales de la década de los ochenta, competía como nadador en Stanford, así que no era algo demasiado sorprendente. ¿Pero la bicicleta? Eso era otra historia. Hacía tres años ni siquiera tenía mi propia bicicleta, así que mucho menos sabía cómo competir. Y el primer día de carrera, después de haberlo dado todo nadando durante dos horas y media en fuertes corrientes oceánicas, la fatiga ya se dejaba sentir. Con los pulmones quemados por la sal del agua y la garganta en carne viva por haber vomitado el desayuno media docena de veces en Kailua Bay, me enfrentaba a 145 kilómetros de despiadada humedad y viento de cara con la fuerza de un vendaval camino del parque nacional de los volcanes. Hice los cálculos. Sólo era cuestión de tiempo que los especialistas en bicicleta recuperaran el tiempo perdido y me adelantaran en los últimos 30 kilómetros del día, una agotadora subida de más de un kilómetro hasta el volcán. Miraba hacia atrás esperando ver al tricampeón brasileño del Ultraman, Alexandre Ribiero, pisándome los talones, rastreando a su presa. Pero no le veía por ninguna parte. De hecho, durante todo el día no vi a ningún otro competidor. No podía creerlo cuando realicé el último giro en la rampa de llegada, y oí a mi mujer, Julie, y a mi hijastro Tyler gritando desde la furgoneta de equipo que había ganado la etapa del primer día. Julie y Tyler saltaron de la furgoneta y me abrazaron; me hundí en sus brazos con la cara cubierta de lágrimas. Y resultó todavía más sorprendente el tiempo que tardó el siguiente competidor en llegar: ¡diez largos minutos! ¡Estaba ganando el Ultraman con una ventaja de diez minutos! No era tan sólo un sueño hecho realidad, sino que también había hecho una marca imborrable en el ámbito de los deportes de resistencia, una para los libros de récords. Y para alguien como yo, un tipo de mediana edad que sólo come plantas, bueno, con todo lo que había vivido y superado, era algo simple y llanamente increíble.

      Así que la mañana del segundo día, todos los ojos estaban posados en mí mientras esperaba con el resto de los atletas en la línea de salida del parque nacional de los volcanes, tenso y empapado por la fría y oscura lluvia de primeras horas de la mañana. Cuando sonó el disparo, todos los tipos importantes saltaron como jaguares intentando coger la delantera con rapidez y formar un pelotón de cabeza bien organizado. Sería un eufemismo decir que no estaba preparado para empezar la carrera de 273 kilómetros con un esprín a toda máquina de esos que te matan; no había calentado antes y no me esperaba un ritmo de carrera tan alto. Al acelerar colina abajo a una velocidad próxima a los 80 kilómetros por hora, busqué fuerzas en lo más profundo de mí mismo para seguir el ritmo y mantener la posición dentro del grupo de cabeza, pero mis piernas no tardaron en llenarse de lactato y caí a los últimos puestos del pelotón.

      Durante los primeros 32 kilómetros de bajada rápida por el volcán, la situación fue lo que se suele llamar «ir a rebufo»; es decir, correr detrás de otros corredores y resguardarse de las rachas de viento. Una vez protegido por el grupo, puedes seguir el ritmo con poco consumo de energía. Lo último que quieres es «descolgarte» y quedar a tu propia suerte, un lobo solitario luchando contra el viento con la única ayuda de tu energía. Y eso era exactamente en lo que me había convertido. Estaba detrás del pelotón de cabeza, todavía a bastante distancia del siguiente grupo «perseguidor», sólo que yo me sentía más una rata canija que un lobo. Una rata mojada, helada y canija, cabreado y molesto conmigo mismo por mi mala salida, ya sin aliento y con ocho duras horas de carrera por delante. La lluvia lo empeoraba todo, además había olvidado cubrir las zapatillas, así que tenía los pies empapados y entumecidos por el frío. No hay nada que me moleste más que unos pies mojados y fríos, ni siquiera el dolor. Consideré la posibilidad de reducir para dejar que el siguiente grupo me cogiera, pero estaban a demasiada distancia. Mi única opción era no aflojar.

      Cuando llegué al final de la bajada, hice el giro hacia la punta sudeste de la isla justo en el momento en que salió el sol. Por fin empezaba a sentir algo de calor cuando giré hacia Red Road. Ésta era la única parte de toda la carrera sin cobertura de equipo: no se admitían coches de apoyo. Durante 24 kilómetros, estás solo. No vi ningún otro corredor mientras cruzaba ese terreno ondulado y exuberante, aunque diabólico, con un pavimento lleno de baches y curvas cerradas y difíciles en el que la gravilla volaba de manera constante. Totalmente solo, me concentré en el zumbido y el impulso de la bicicleta, el silencio del amanecer tropical sólo interrumpido por mis propios pensamientos por lo empapado que estaba. También estaba enfadado porque Julie y el resto del equipo habían agotado el paquete de hidratación antes de la zona «sin coches», lo que me dejaba seco durante este trayecto solitario. Y de repente, me topo con un obstáculo. Me caigo de boca en Red Road.

      Me desabrocho el casco. Se ha roto. Una grieta lo atraviesa por el centro. Me toco la cabeza y, bajo el apelmazado y sudoroso pelo, siento la piel dolorida. Aprieto los ojos, los abro y muevo los dedos delante de la cara. Están todos, los cinco. Me tapo un ojo y después el otro. Puedo ver bien. Con un gesto de dolor, pongo recta la rodilla y le echo un vistazo. No hay ni un alma, aparte de un pájaro que debería poder reconocer —tiene el cuello largo, amplia cola negra y pecho amarillo— picoteando la tierra junto a la bicicleta. Me paro a escuchar, esforzándome por oír al siguiente grupo acercándose. Pero no se oye nada excepto el graznido tranquilo de un pájaro, un crujido en un árbol cercano, el portazo de una mosquitera en la lejanía y, una y otra vez, el sonido del oleaje oceánico sobre la arena.

      Las náuseas me invaden. Me pongo la mano en el estómago y durante un minuto me concentro en cómo sube y baja la piel bajo la mano, en inspirar y expirar. Cuento hasta diez y después hasta veinte. Cualquier cosa para olvidarme del dolor que ahora me llega hasta el hombro como todo un ejército al galope, cualquier cosa con tal de no centrarme en la piel carnosa de la rodilla. Las náuseas remiten.

      Se me está paralizando el hombro, así que intento moverlo. Eso no es bueno. Me siento como el Hombre de Hojalata, pidiendo la lata de aceite. Muevo el pie hacia delante y atrás, el maldito pie mojado. Me pongo de pie con cuidado y apoyo la rodilla mala. Refunfuñando, levanto la bicicleta y monto, haciendo girar con el pie el único pedal que queda. No importa cómo, pero como sea tengo que hacer otro kilómetro más hasta llegar al final de Red Road, donde esperan los equipos, y allí Julie cuidará de mí y limpiará mis heridas. Pondremos la bicicleta en la furgoneta y volveremos al hotel. Mientras arranco tambaleante y empiezo a pedalear con una pierna, dejando la otra colgando con la sangre goteando de la rodilla, me zumba la cabeza. Junto a mí, el cielo se está abriendo en pleno día sobre el océano, con una losa grisácea que convierte el mar tropical en un manto de tonalidad verde oscura moteada por la lluvia. Pienso en las miles y miles de horas que he entrenado para esto,