Rich Roll

Superar los límites


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hoy en día, todavía me sigue costando que me apliquen el término vegano. Pero, a pesar de todo, ahí estaba yo, dándole una oportunidad. Lo que pasó después fue un milagro, algo que ha cambiado mi trayectoria vital para siempre.

      Cuando empecé mi fase vegetariana postdepuración, me di cuenta de que eliminar la carne de mi dieta no había sido tan difícil. Apenas si noté la diferencia. ¿Pero eliminar los lácteos? Eso era otra historia. Consideré la posibilidad de concederme de vez en cuando permiso para degustar mis adorados queso y leche. De todas formas, ¿qué había de malo en un delicioso vaso de leche fría? ¿Acaso podía haber algo más sano? No nos precipitemos. Empecé a estudiar la comida con más atención y lo que descubrí me sorprendió mucho. Resulta que los lácteos están asociados a las enfermedades cardíacas, a la diabetes del tipo 1, a la formación de cánceres relacionados con las hormonas, a problemas congestivos, a la artritis reumatoide, a las deficiencias de hierro, a ciertas alergias alimentarias y, aunque pueda parecer un contrasentido, a la osteoporosis. Dicho de otra forma, los lácteos debían desaparecer. Pero la tarea se hizo aún más desalentadora cuando un estudio más pormenorizado me hizo ver hasta qué punto todo lo que comía (y, en ese sentido, lo que la mayoría de la gente come) contenía alguna forma de producto lácteo o derivado. Por ejemplo, ¿sabías que la mayoría de los tipos de pan contiene extractos de aminoácidos derivados de la proteína del suero de la leche, un subproducto del queso? ¿Y que la proteína del suero de la leche o su prima láctea, la caseína, puede encontrarse en muchos de los cereales envasados, las galletitas saladas, las barritas, los productos «cárnicos» vegetarianos y los condimentos? Yo no tenía ni idea. ¿Y qué pasa con mis adorados muffins? Olvídalo.

      Cuanto más sabía, más me sentía de vuelta en desintoxicación. Los primeros días fueron brutales; me moría de hambre. Me sorprendí a mí mismo mirando fijamente esa cuña de queso cheddar que todavía quedaba en el frigorífico, transpuesto. Observaba con envidia cómo mi hija se bebía una botella de leche. Sólo con pasar con el coche delante de una pizzería, literalmente ya se me caía la baba.

      Pero si algo sabía era cómo capear una desintoxicación. Era algo que me resultaba familiar. Y de una forma retorcida, daba la bienvenida a este doloroso reto.

      Por suerte, tras tan sólo una semana, desapareció el deseo de comer queso e, incluso, de beberme un vaso de leche. Y, para mi sorpresa, al décimo día volvió el mismo grado de energía que experimenté durante la depuración. En este período, mis patrones de sueño fueron irregulares, pero tenía los niveles de energía disparados. Inundado por una sensación de bienestar, empecé casi literalmente a subirme por las paredes. Antes me sentía demasiado letárgico como para jugar al escondite con Mathis, pero ahora estaba persiguiéndola febrilmente por toda la casa hasta que ella paraba porque ya no podía más, que no es poca cosa. Y me vi por primera vez jugando al fútbol con Trapper en el jardín. Estaba claro que había fracasado mi deseo de probar que eso de ser vegano no tenía sentido. De hecho, me había convencido.

      Por primera vez en casi dos décadas empecé a entrenar casi a diario: correr, montar en bicicleta y nadar. No tenía intención de volver al deporte de competición; sólo me estaba poniendo en forma. Después de todo, ya tenía casi 41 años. Todo deseo de competir en algo físico había acabado cuando tenía veinte y pocos. Sólo necesitaba un canal saludable para quemar mis reservas de energía. Nada más.

      Pero después llegó lo que llamo «la huida».

      Como un mes después de empezar mi experimento vegano, salí temprano una mañana de primavera para lo que se suponía que iba a ser un simple trote hasta la cercana «pista Mulholland», una tranquila pero montañosa pista forestal de 15 kilómetros que cruza la prístina línea de riscos que corona las colinas del Topanga State Park, cerca de Los Ángeles. Este camino de tierra, que une Calabasas con Bel Air y, más allá, Brentwood, es un oasis de naturaleza inalterada en mitad de la gran urbe de L.A., el hogar arenoso por el que corretean conejos y coyotes y aparece alguna ocasional serpiente de cascabel, que ofrece unas vistas impresionantes del valle de San Fernando, el océano Pacífico y la ciudad. Aparqué la camioneta, estiré un poco y empecé a correr. No tenía planeado correr más de una hora como máximo, pero hacía un día estupendo y me sentía vigorizado por el aire puro, así que seguí.

      Y seguí.

      No sólo me sentía bien y genial. Me sentía libre. Mientras ascendía sin camiseta, sintiendo esa sensación cálida del sol dorándome los hombros, el tiempo se plegó en sí mismo como si, de repente, hubiera perdido la conciencia, y el único sonido de mi respiración tranquila y las piernas bombeando sin esfuerzo debajo de mí. Recuerdo que pensé: «Esto debe ser lo que llaman meditar». Y quería decir realmente meditar. Por primera vez en la vida tuve esa sensación de «unicidad» que sólo conocía de haberlo leído en textos espirituales. De hecho, estaba teniendo una experiencia extracorpórea.

      Así que en vez de volverme a los 30 minutos como tenía planeado, seguí corriendo, con la mente desconectada y el espíritu totalmente comprometido. Tras dos horas, estaba cruzando praderas onduladas por encima de Brentwood y el afamado Getty Museum sin una sola alma a la vista y sin sentir el más mínimo dolor. Y como si saliese de un estado de sonambulismo, empecé a salir del trance para encontrarme paralizado ante el vuelo de un halcón sobre mi cabeza. Unos segundos más tarde me di cuenta: seguía corriendo alejándome de la camioneta. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué estoy haciendo tan lejos de casa? ¿Me he vuelto loco? En cuestión de minutos, sentí un calambre en la pantorrilla y me encontré tumbado bocabajo en una pradera en mitad de ninguna parte, sin teléfono y sin forma de llegar a casa. ¿Qué pasaría si me mordía una serpiente de cascabel? No me importó. No quería que esa sensación terminara. Nunca.

      Subí una pequeña colina y vi a otro corredor que venía en mi dirección, la primera persona que veía en toda la mañana. Cuando pasó junto a mí, me dedicó un rápido saludo con la cabeza y levantó los pulgares. En ese pequeño gesto había algo que resultaba profundo. Era casi imperceptible, pero lo era todo, algún tipo de mensaje —quizá desde las alturas— que me llegó al alma. No sólo me decía que estaba bien, sino que iba por el buen camino, que de hecho no se trataba sólo de correr. Era el inicio de una nueva vida.

      Finalmente, aunque no quería, me di la vuelta. No lo hice porque estuviera cansado, deshidratado o asustado, sino porque me di cuenta de que tenía programada una conferencia telefónica importante de la que no podía escaparme. Mientras bajaba una colina especialmente escarpada en el camino de vuelta, la razón me dijo que debía reducir la marcha, al menos. O mejor aún, ¿por qué no me paraba y descansaba? Pero en vez de eso, aceleré, utilizando una potencia que desconocía que tenían mis piernas y mis pulmones, intentando cazar un conejo que había salido de un arbusto. Estaba en la cima del mundo, tanto energética como literalmente, mirando al valle en la lejanía mientras bajaba por una cresta de arenisca y subía con fluidez otra escarpada pendiente, soportando lo que ahora era el sol del mediodía del desierto sin notarlo ni preocuparme. Y no sólo llegué de una sola pieza a la camioneta, sino que me sentí genial hasta el final, incluso al acelerar al máximo el ritmo durante los últimos ocho kilómetros, cuesta abajo, levantando la gravilla con las zapatillas cubiertas de polvo en el camino de vuelta. Volaba.

      Cuando llegué al punto del que había salido cuatro horas antes, estaba abrumado por la absoluta certeza de que podría haber seguido todo el día. Tras revisar los mapas de la ruta, descubrí que había corrido más de 38 kilómetros sin ingerir agua ni comida alguna, lo máximo, por mucho, que había corrido en toda mi vida. Para un tipo que no había corrido más de unos kilómetros en muchos años, era algo increíble.

      No fue hasta mucho después cuando me di cuenta del alcance y el impacto de esa mañana. Pero mientras aquella tarde me quitaba la mugre y la gravilla de las arañadas piernas, el cuerpo bullía ante la emoción y la posibilidad. Y de forma inconsciente, en mi cara se dibujó una sonrisa. En ese momento supe con certeza algo: no tardaría mucho en buscarme un reto, uno grande. Este tipo de mediana edad, que acababa de correr una gran distancia, que había despertado algo dentro de él, algo feroz y firme, y que quería ganar, pronto volvería al atletismo. Y no sería por simple diversión, sino para ser competitivo. De hecho, para competir.