Rich Roll

Superar los límites


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a Tom Verdin, un adonis futuro alumno de Harvard que parecía tener todos los récords del mundo y que ganaba todas las carreras en las que participaba. Era un gran nadador y muy inteligente. Pensaba: «Algún día seré un gran nadador, como Tom». Así que le seguía a todas partes como un perrito, dándole la lata incansablemente hasta que me tomó bajo su protección. ¿Cómo has conseguido ser tan rápido? ¿Cuánto tiempo puedes aguantar la respiración? ¡Yo también voy a ir a Harvard! Y así todo el rato. Pero dicho sea a su favor, Tom me aconsejaba con paciencia. Me hizo sentir especial, que podía llegar a ser como él. Antes de irse a Harvard, incluso me dio su bañador, el que había llevado en muchas de sus victorias. Era una forma de cederme el testigo, y para mí eso fue lo más. Nunca lo olvidaré. «Que le den a todos esos niños del autobús», pensé. En ese mundo, podía ser yo mismo. Podía mirar a la gente a los ojos y sonreír. Incluso podía destacar.

      Con diez años me fijé el primer auténtico objetivo deportivo: ganar el título de la liga de verano local para niños de diez años o menos en la categoría de 25 metros mariposa. Incluso sacrifiqué mis adoradas vacaciones de verano en el lago Míchigan y me quedé en casa con mi padre para ir a los entrenamientos, mientras mi madre y mi hermana se iban al norte para pasar el mes de julio. Por desgracia, no gané la carrera y por un pelo quedé en segundo puesto detrás de mi archienemigo, Harry Cain. Pero mi tiempo de 16,9 segundos era el récord del equipo, un récord establecido en 1977 y que nadie batió en casi treinta años. Y haber perdido por tan poco me creó la sensación de asunto pendiente, de trabajo que quedaba por hacer. Desde ese momento, invertí el ciento por ciento de todo lo que tenía. Era nadador.

      En un intento de salvar mi vida académica y social en rápida desintegración, mis padres tomaron la sabia decisión de sacarme de la escuela pública. Y así, en quinto, entré en la escuela episcopal de St. Patrick, una escuela parroquial en la periferia de Georgetown, un cambio que me salvó la vida, literalmente. El personal de St. Patrick creó un entorno pedagógico y de apoyo basado en clases con pocos alumnos para atender al individuo. Por primera vez, sentí que encajaba. Mis notas mejoraron con rapidez e hice amigos. Mi profesor de quinto, Eric Sivertsen, incluso fue a mis competiciones de natación durante el verano para animarme. Había sido un largo camino desde que me miraba los pies en la parada del autobús.

      Y mientras tanto, había mejorado mucho como nadador. Incluso había empezado a entrenar todo el año con un equipo formado por amistosos niños de la YMCA local.

      Pero las cosas no tardaron en empeorar. Tras terminar la educación primaria en St. Patrick, tenía que volver a intentar encajar en una nueva escuela. En 1980 entré en la escuela para niños Landon, un centro de secundaria a lo Shangri-la que alardeaba de campos de entrenamiento de césped perfecto, mampostería de piedra y caminos rurales bordeados de grandes rocas pintadas de un blanco cegador. La Landon, considerada uno de los centros de secundaria más prestigiosos sólo para niños, era —y en cierta medida sigue siendo— un paraíso del machismo. Era un centro conocido tanto por su maestría en fútbol americano y lacrosse como por el precio de su matrícula de universidad de la Ivy League.

      Por desgracia, yo no jugaba ni al lacrosse ni al fútbol. Y a pesar de mi dominio en desarrollo de las corrientes de cloro, seguía siendo el friki raro con gafas de culo de vaso que llevaba en silencio una manoseada copia de El guardián entre el centeno mientras mis compañeros de chaqueta de tweed y corbata con estampado madrás practicaban lacrosse en campos abiertos. No obstante, estaba orgulloso de que me hubieran aceptado en esta institución académica sin parangón... y mis padres también. Por aquella época, mi padre se había pasado al sector privado y trabaja en el bufete Steptoe & Johnson. Y mi madre, que acababa de obtener su licenciatura en educación especial en la Universidad Americana tras años de clases nocturnas, enseñaba a niños con dificultades de aprendizaje en la Escuela Lab de Washington. Pero incluso con ese aumento en los ingresos, mis padres tuvieron que hacer malabarismos con sus ahorros para poder pagar la exorbitante matrícula de la Landon. La educación que recibían esos estudiantes era un billete directo a un futuro brillante, y nunca olvidaré la determinación de mis padres por sacrificarse para garantizarme unos grandes ingresos. ¿Cuál era el problema? Que yo no encajaba. Era como agua en un mar de aceite.

      Y no es que no lo intentara. Fue durante los meses de invierno de mi séptimo curso, lo que Landon todavía llama «Clase I», cuando decidí intentarlo en el equipo de baloncesto de secundaria. Si me vieras en aquella época, en mi poco elegante y torpe gloria, lo considerarías una maniobra arriesgada. Pero por algún extraño giro del destino, conseguí sobrevivir a los cortes y fui la última persona elegida para el equipo. El problema era que entre ellos no había sitio para mí; muchos llevaban jugando juntos desde que llegaron a Landon, desde que estaban en tercero. Estaba orgulloso de estar en el equipo, pero también estaba confuso porque sabía que estaba hasta el cuello. Estaban resentidos conmigo porque habían rechazado a un compañero que hacía mucho tiempo que estaba en la alineación. En la pista, era simplemente un desastre. No podía correr las jugadas. Me quedaba paralizado. Tenso y llevado por la ansiedad, solía pasar la pelota al equipo contrario. Lo habitual era que lanzara pelotas al aire. Y a pesar de que practicaba en casa con mi padre, que puso una canasta en la entrada para apoyarme, no tenía arreglo. Y lo pagué con burlas crueles. Pronto me convertiría en la diana de todas las bromas. Y las palizas no tardaron en llegar.

      Un día, estando en los vestuarios después del entrenamiento, me vi rodeado y llevando únicamente una toalla puesta. Un grupo de los miembros de mi equipo me acorralaron. Todd Rollap, con el doble de fuerza que yo, dio un paso al frente y se me pegó a la cara.

      —Éste no es tu sitio. Será mejor que dejes el equipo y vuelvas al lugar de donde saliste.

      —Déjame en paz, Todd —respondí, encogido de miedo.

      Todd se echó a reír. Mis compañeros de equipo se acercaron todavía más y me empujaron en el pecho, retándome a que intentara algo. Al final, me vi obligado a empujar a Todd, que estaba justo delante de mi cara. ¡A jugar! Mis compañeros me devolvieron el empujón y empezaron a pasarme de unos a otros como si fuera una patata caliente.

      —¡Dejadme! ¡Idos! ¡Dejadme en paz!

      Empecé a llorar. Al mostrar debilidad, la multitud reclamaba sangre y se prepararon para atacar. En un intento desesperado por escapar, lancé un puñetazo contra Todd, pero no conseguí acertarle en la cara. Predecible. Como mi tiro en suspensión, puro aire.

      Y entonces... ¡PUM! Todd me atizó un directo a la mandíbula. Lo siguiente que recuerdo es que estaba tumbado boca arriba, mirando a mis compañeros de equipo, que se reían histéricamente por mi embarazosa forma de caer. Coreaban lo que se acabaría convirtiendo en un mantra del ridículo.

      —¡Rich Roll, hombre bajo control! ¡Rich Roll, hombre bajo control!

      Medio desnudo, horrorizado y totalmente humillado, cogí la ropa y salí llorando de los vestuarios, poniendo fin a uno de mis innumerables momentos en Landon.

      Al día siguiente, el entrenador Williams me llevó a una clase vacía.

      —Me han contado lo que ha pasado. ¿Estás bien?

      —Estoy bien —contesté intentando contener las emociones que bullían en mi interior.

      —¿Sabes por qué quería que estuvieras en el equipo? —me preguntó, con su poco poblada frente brillando mientras me miraba a través de sus gafas de montura metálica al estilo John Lennon.

      Con la mirada perdida fijé los ojos en su bigote. Teniendo en cuenta lo que había pasado, no se me ocurría ni una sola razón. Ya no quería saber nada de Landon y mucho menos del baloncesto.

      —No era por tu gran habilidad para jugar —siguió. ¡De verdad!—, sino porque eres un líder. Tienes un raro entusiasmo y un optimismo contagioso. El equipo necesita eso.

      Quizá, pero yo no necesitaba al equipo. Eso era algo que tenía claro. Y no podía entender por qué me veía como un líder. En lo que a mí respectaba, carecía de tales habilidades.

      —Pero lo entendería si quisieras irte. Es decisión tuya.

      Yo estaba