Rich Roll

Superar los límites


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antes de que conociera a Julie y de que escuchara la palabra vegano o pensara en subir corriendo una colina, incluso antes de que corriera un solo paso, por no decir antes de andar, yo nadaba. Todavía no había cumplido ni un año cuando mi madre levantó del suelo de cemento de la piscina del vecindario mi cuerpo flacucho y con pañal y me lanzó al agua, dejándome patalear y bracear. Esperó a que estuviera a punto de ahogarme para venir a rescatarme, cogiéndome mientras intentaba respirar. Pero no lloré. De hecho, según me dijo ella, sonreí y la miré de una forma que, según su interpretación, sólo podía significar una cosa: ¿cuándo puedo volver a hacerlo?

      No puedo decir que me acuerde de ese momento, pero me habría gustado mucho. Lo que hizo podría parecer duro, pero sus intenciones eran buenas: quería que amara el agua. Era el mismo tipo de amor que definió su padre y mi tocayo, un hombre que murió mucho antes de que yo naciera y al que luego entendería, y que encarnaba bastante aquello en lo que luego me convertiría.

      Así empezó mi larga historia de amor con el agua, una pasión que me llevaría lejos, aunque nada que ver con mi fascinación por las drogas. Fue una devoción que redescubriría en mi sobria mediana edad y que, una vez más, daría sentido y un objetivo a mi vida.

      Mucho antes de ese día, Nancy Spindle era una animadora de intenso bronceado, brillantes ojos marrones y melena corta oscura que agitaba pompones por su amor del instituto, Dave Roll, que jugaba como central para el equipo de fútbol americano del Grosse Pointe High. Era 1957, cuando la vida parecía una serie de escenas extraídas de American Graffiti. Mi padre, conocido como «Muffin», era un aplicado estudiante de último curso con grandes sueños, un líder estudiantil popular y la pareja perfecta para una chica mona de sonrisa amable llamada «Spinner», unos años menor que él.

      A pesar de la diferencia de edad y los kilómetros de distancia que les separaban cuando en 1958 mi padre fichó por el Amherst College, consiguieron que funcionara y volvieron a juntarse cuando mi padre volvió para asistir a la Facultad de Derecho de la Universidad de Míchigan, donde mi madre ya estaba estudiando y en la que era miembro de la hermandad Kappa Kappa Gamma.

      Mi padre, estudiando diligentemente durante los meses de verano, consiguió terminar antes sus estudios de derecho, se casó con Spinner y fundó un bufete de abogados en Grosse Pointe, con una modesta casa en las afueras y un Dodge Dart blanco en la entrada. Y poco después yo llegué al mundo, el 20 de octubre de 1966. Nada en mi nacimiento indicaba que tendría futuro en el deporte. De hecho, más bien indicaba todo lo contrario. Fui un bebé débil, escuálido y con frecuencia enfermo, con tendencia a la otalgia y los ataques de alergia; un bizco debilucho habitual de la consulta del pediatra local.

      Lo primero que recuerdo es el cumpleaños de mi hermana, Mary Elizabeth, dos años menor que yo. Para que no me sintiera «excluido», mis padres me compraron un taller mecánico de juguete. Para ser sincero, no recuerdo haber sentido ni el más mínimo indicio de abandono. De hecho, disfrutaba del tiempo que pasaba solo con mis juguetes, de la oportunidad de sumergirme en algo. Era una actitud que ya hacía sospechar que acabaría convirtiéndome en un solitario. Molly, a diferencia de mí, resultó ser un bebé robusto, fuerte y lleno de vigor. Por aquella época, la afectuosamente llamada «Butter Ball» [bola de mantequilla], un apodo que mi ahora preciosa hermana preferiría olvidar, era la apuesta segura para convertirse un día en la heredera Roll y ser una gloria deportiva, no yo.

      En 1972, cuando tenía seis años, a mi padre le ofrecieron un puesto en la División Antimonopolio de la Comisión Federal de Comercio y nos mudamos a la zona suburbana de clase media conocida como Greenwich Forest, en Bethesda (Maryland), a las afueras de Washington D.C. Era un barrio seguro, lleno de familias jóvenes y del que recuerdo con claridad los cerezos en flor que cubrían las calles de rosa y blanco durante la primavera. Empecé primero en el colegio público local, Bethesda Elementary. Y los tres años siguientes marcaron mi caída por el tobogán académico del sistema público directo al abismo del exilio social preadolescente. Como niño nuevo en la ciudad, abrumado por los más de cuarenta niños por clase, me convertí en alguien realmente tímido. Para mí era fácil sumergirme en un mundo de fantasía, así que lo hice.

      Y para empeorarlo todo, tenía un aspecto externo que no acompañaba. En un intento por fortalecer mi débil ojo izquierdo causante de mi estrabismo de nacimiento, bajo mis grandes gafas de carey llevaba un parche en el ojo derecho. Y por si eso no fuera suficiente, tenía que llevar una ortodoncia de arcos extraorales, un aparato de tortura de los años setenta en el que un alambre metálico emanaba de la boca y cruzaba las mejillas, donde se tensaba con ayuda de una banda elástica. Y luego estaba el parque infantil, ese horrendo coliseo del dolor. Incluso con gafas correctoras, siempre carecí del más mínimo indicio de coordinación mano-ojo. De hecho, hoy por hoy, sigo sin poder lanzar ni atrapar una pelota aunque me fuera la vida en ello. Huelga decir que siempre era el último al que escogían para los juegos, ya fuese sóftbol, fútbol americano de toque o baloncesto. ¿Tenis? Olvídalo. ¿Golf? Debes de estar de broma. Era —y sigo siéndolo— penoso en todos ellos. Así que era habitual que al jugar a la pelota, las gafas que protegían mi parche saliesen volando. En un intento de corregir esta terrible injusticia, me uní al equipo local de fútbol e, incluso, mi padre, gran seguidor del fútbol americano, se ofreció voluntario como entrenador. No sólo no tenía remedio, sino que además no me interesaba en absoluto. Por lo general, se me podía encontrar mirando fijamente a algún pajarito que volaba sobre mi cabeza o sentado en mitad del partido cogiendo margaritas. El fútbol no era para mí. De hecho, parecía que no tenía futuro en el deporte en general.

      En retrospectiva, no puedo culpar a los otros niños por reírse de mí. Se lo puse demasiado fácil. No pasaba desapercibido: tenía una debilidad que había que erradicar, que había que exponer y explotar como parte del orden natural de las cosas. Los niños siempre serán niños. Pero el hecho de que fuera inevitable, no suavizaba mi intenso dolor. En la parada del autobús al final de mi calle, Tommy Birnbach, Mark Johnson y una pandilla de niños mayores me daban empujones, seguros de que yo no les devolvería el golpe. Y tanto en el autobús como en la cafetería, solía sentarme solo. Durante los meses de invierno, los niños jugaban a robarme el gorro de lana que llevaba. En infinitas ocasiones, volvía a casa después de clase derrotado y sin gorro, con la cabeza gacha, y lloraba en los cálidos brazos de mi madre.

      Y mientras yo seguía replegándome, los cursos transcurrían igual. Me daba lo mismo lo que pasaba en la clase. El tren académico estaba saliendo de la estación. Sólo estaba en tercero, pero ya me estaba quedando bastante atrás.

      Mi consuelo llegaba en los meses de verano, cuando nos íbamos de vacaciones a las pintorescas cabañas del lago Míchigan con mis queridos primos, o al lago Deep Creek, en la Maryland rural. Y durante los días de descanso en Washington, se me podía encontrar en Edgemoor, la piscina y club de tenis local de nuestro barrio. Por aquella época, todo era diferente: por la mañana, mi madre simplemente nos llevaba a mi hermana y a mí a Edgemoor y nos dejaba allí todo el día bajo la supervisión de los socorristas hasta que se hacía de noche. De manera oficial entré en mi primer equipo de natación cuando tenía seis años, cuando cruzaba a estilo perrito la piscina y conseguía unos modestos resultados en los encuentros de la liga de verano. Pero los resultados no importaban. Desde el momento en que mi madre me sumergió siendo bebé, me gustó todo lo relacionado con el agua. Desde el olor del cloro hasta los silbatos de los socorristas, todo me gustaba. Y, sobre todo, lo que más me gustaba era el silencio de la sumersión, esa especie de sentimiento de protección uterina que me envolvía bajo el agua. ¿Qué puedo decir? Era una sensación de plenitud, de estar en casa. Y así, librado a mis propios recursos, aprendí a nadar.

      Y aprendí a nadar deprisa.

      Cuando cumplí los ocho años, ya ganaba con regularidad las carreras del equipo de natación de la liga de verano local. Por fin había encontrado algo que se me daba bien. Me gustaba formar parte del equipo y, más importante aún, me gustaba la autodeterminación de todo esto. Para mí fue toda una revelación la idea de que el trabajo duro y la disciplina me hacían único responsable del resultado, ya sea que ganase o perdiese.

      Los encuentros de los equipos de natación de la liga de verano fueron el momento culminante de mi juventud. Me sentía parte de algo significativo