Rich Roll

Superar los límites


Скачать книгу

embutido en su traje dorado, una instantánea que fue portada de Sports Illustrated durante los Juegos Olímpicos de Invierno de 1980, en Lake Placid. Heiden, con músculos en las piernas del tamaño de un tronco de árbol, había reescrito los libros de récords en prácticamente todas las categorías de patinaje de velocidad, desde el esprín hasta la larga distancia, haciéndose con cinco medallas de oro durante el proceso. Está claro que no era nadador, pero en mi cabeza era la quinta esencia de la virtud y la excelencia atléticas.

      No tendría más de quince años cuando leí en The Washington Post que se llevaría a cabo una carrera ciclista profesional en la «Elipse», un gran tramo oval de calles situado pintorescamente frente a la Casa Blanca, en la Explanada Nacional, la extensión de césped que forma parte del famoso diseño del arquitecto francés Pierre-Charles L’Enfant para la capital de nuestro país. En aquella época, Eric Heiden acababa de hacer una extraña transición de patinador velocista a ciclista profesional y competía con su equipo 7-Eleven, el primer equipo profesional de élite de América. Arrastré a mi padre a la carrera y la viví con intensidad. Creo que papá se aburrió, pero yo nunca había visto tanto boato atlético. Del grupo de corredores agrupados a poca distancia conocidos como «pelotón» que daban vueltas en bucle a velocidades imposibles, me cautivaron tanto la banda sonora parecida al zumbido de una abeja al hacer girar las ruedas como el arco iris difuso que dibujaban los maillots de colores llamativos al pasar. Tras la carrera, me zafé de la seguridad para poder acercarme a la furgoneta del equipo 7-Eleven y pude entrever a Heiden charlando de manera informal con los periodistas. Nunca antes, y jamás después, me había sentido tan deslumbrado. Y, en ese momento, me enamoré del ciclismo. Quería competir en bicicleta, pero no conocía ningún otro niño que corriera. Además, no era el momento adecuado. Si quería destacar como nadador, ya casi no tenía margen de maniobra. Así que durante los siguientes 25 años no pasó de ser un sueño postergado.

      Estaba obligado a seguir mi riguroso programa con precisión extrema. Mientras mis compañeros salían hasta tarde, experimentaban con las drogas y el alcohol, y se divertían en fiestas, a las que no me invitaban, con las chicas del instituto femenino hermano del Landon, el Holton Arms, yo seguía un estricto régimen de estudio, sueño, entrenamiento y competición. Aunque me hubieran invitado a esas fiestas, habría tenido que decir que no, más que nada porque estaba agotado. Y así, por defecto, me convertí en un hijo y estudiante modélico. Durante la semana no tenía nada de tiempo libre; sólo me daba para nadar, asistir a clase, estudiar y dormir. Mis objetivos no me permitían meterme en problemas, incluso los fines de semana. Me pasaba la mayoría de los fines de semana deambulando compitiendo por la Costa Este, desde Tuscaloosa a Hackensack pasando por Pittsburgh. Para las competiciones a las que se podía ir en coche, mis padres cargaban obedientemente la camioneta y me llevaban —y a veces también a mi hermana, que se había unido a mí en la piscina y que por derecho propio acabaría convirtiéndose en una nadadora destacada— a encuentros interminables que, como espectador, eran igual de emocionantes que ver crecer la hierba.

      Pero pronto el trabajo empezó a dar resultados. Cuando tenía 16 años —algo más de un año después de unirme a Rick Curl—, conseguí mi objetivo de entrar en el ranking nacional, alcanzando el octavo puesto en 200 metros mariposa para mi edad. Me clasifiqué para las competiciones nacionales y empecé a viajar por todo el país para competir. En aquellos encuentros entré en contacto con muchas de las leyendas de la natación que decoraban las paredes de mi habitación. Todavía recuerdo mis primeros campeonatos nacionales júnior en Grainesville (Florida), en 1983. El segundo día de la competición, vi a Craig Beardsley y luego a un estudiante de la Universidad de Florida que andaba tranquilamente por el borde de la piscina. Craig, miembro del malogrado equipo olímpico de 1980 que perdió la oportunidad de competir por culpa del boicot del presidente Carter a los Juegos de Moscú, era en aquel momento el campeón mundial de mi especialidad: los 200 metros mariposa. Invicto desde 1979, mantuvo el récord mundial durante más de tres años consecutivos. Decir que era mi héroe es quedarse corto. Con asombro, le seguí, pero fui incapaz de acercarme. Craig, al notar que alguien le seguía, se dio la vuelta para ver qué tramaba, pero estaba demasiado abrumado como para decirle algo, así que hice una salida rápida, aunque, por desgracia, fue ¡a los vestuarios femeninos!

      No me importó. ¡Dios mío, Craig Beardsley me había mirado! Sentía que había llegado a la élite de la natación.

      Durante esa época, también empecé a destacar académicamente, trepando hasta la cima de mi clase. De hecho, me enamoré de la biología, lo que me hizo considerar estudiar medicina. Por necesidad, mi apretada agenda me hizo centrarme en mis tareas de clase, lo que se tradujo en notas excelentes. En cuanto a mi vida social, me dejaron en paz en Landon, empecé a pasar más tiempo con mis compañeros del equipo de natación y forjé una amistad con niños que compartían mi pasión. En resumen: mi plan maestro funcionó.

      En último curso ya estaba bien establecido como uno de los mejores nadadores de secundaria del país. El único título que faltaba en mi palmarés era el de «Metros», el campeonato de institutos del área de Washington D.C., pero tenía que hacer frente a un obstáculo importante: no cumplía los requisitos para poder competir porque Landon no tenía equipo de natación. No hay equipo de natación en el instituto, pues no hay campeonato para institutos. Así que de nuevo hablé con la oficina del director deportivo, Lowell Davis, pero esta vez con la petición de formar el primer programa de natación de Landon. Es posible que estuvieran resentidos porque me había convertido en uno de los mejores atletas de la zona fuera de su control, porque, una vez más, levantaron un muro. Daba igual lo que hiciera, con este tipo no podía ganar. Así que tuve que volver al director, Coates, para otra apelación. Con su ayuda, me convertí en el «equipo de uno» del Landon, y tras aprovechar unos cuantos resquicios en el reglamento de la liga de natación de institutos, me clasifiqué para el campeonato después de varias competiciones duales con unos cuantos institutos. En resumen, reventé una fiesta a la que no me habían invitado.

      En Metros estaba obligado a demostrar todo mi potencial en esprín, en los 100 metros mariposa, ya que entre los institutos los 200 metros no era una categoría. Los 100 no eran mi especialidad —en mariposa, al igual que más adelante en mi vida en el triatlón, cuanto más larga la distancia, mejor—, pero de todas formas estaba decidido a ganar. Por desgracia, una vez más, perdí por un pelo y terminé segundo tras mi compañero del equipo de Curl, Mark Henderson (que más tarde sería medalla de oro en los Juegos Olímpicos de 1996 nadando el tramo de mariposa con el equipo de relevos 4x100 de Estados Unidos que estableció el récord mundial). Llegar segundo acabó convirtiéndose en un hábito.

      No gané, pero ese día representé con orgullo a mi instituto, aunque no hubiera recibido el apoyo de ninguno de ellos. Y lo más gratificante fue que mi persistencia, apuntalada por mi alto rendimiento, preparó el terreno para la fundación al año siguiente de un equipo oficial de natación, un equipo que sigue existiendo hoy en día. Aunque estuve exento del programa deportivo de Landon, mi herencia atlética aún perdura.

       CAPÍTULO TRES

       CORRIENTES UNIVERSITARIAS

      Aguas rápidas, tiempos altos y ritmo californiano

      Mis resultados en Metros, combinados con mi ranking nacional, fueron suficientes para llamar la atención de las universidades más importantes. Con un expediente lleno de sobresalientes y estando matriculado en todos los cursos avanzados disponibles, mis posibilidades de ser aceptado eran prácticamente a prueba de balas. Aun así, trabajé muy duro en mis solicitudes y confeccioné una especie de ensayo esotérico sobre mi persistencia y mi idilio amoroso con el agua; incluso adjunté una foto mía subacuática con una sonrisa distorsionada por la corriente turquesa. Los entrenadores no tardaron en empezar a llamar y pronto empecé a tomarle el gusto a la vida universitaria yendo por todo el país en viajes de reclutamiento con todos los gastos pagados.

      Mi primera visita fue a la Universidad de Míchigan, un centro de primera línea que cuenta con un programa de natación con una historia legendaria dirigido por mi entrenador favorito, el popular e hipertalentoso Jon Urbanchek, que posteriormente acabaría entrenando a los equipos olímpicos de natación de Estados Unidos de 2004 y 2008.