Rich Roll

Superar los límites


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Para familiarizarme con ese entorno extraño, llegamos a la «Granja», un coloquialismo para el campus pastoral de Stanford, un par de días antes de tener que matricularme. Faltaban unas semanas para que empezaran los entrenamientos del equipo de natación, pero estaba decidido a empezar en buena forma. Así que mientras mis futuros compañeros se aclimataban al campus, yo opté por unirme cada día al legendario nadador Dave Bottom en la sala de musculación y en el Stanford Stadium para varias tandas de carrera subiendo las escaleras del estadio a toda máquina.

      Llegó el día de matriculación y mi padre me llevó al Wilbur Hall para que me registrara en la residencia de estudiantes.

      —Nombre, por favor —me dijo el profesor asistente encargado de inscribir a los nuevos residentes.

      —Rich Roll —contesté mientras el personal de la residencia me recibía con sonrisas y risitas.

      «Genial —pensé—. ¿Ya se están riendo de mí?». Se me activaron todas las inseguridades que Landon me había instalado con tanta eficacia.

      —Por aquí —dijo un profesor asistente con una sonrisa inquietante mientras nos acompañaba a mi padre y a mí al vestíbulo de la primera planta, a una puerta adornada con una etiqueta que anunciaba los nombres de los futuros ocupantes: Rich Roll y Ken Rock.

      El personal se arremolinó a nuestro alrededor observando mi reacción. Me llevó unos segundos, pero por fin me di cuenta de la broma. Venga, sí, vale, aquella sería la habitación «Rock and Roll». Aquel infame emparejamiento era una bromita clásica de Stanford, sólo igualada por «los cuatro Johns», a los que se les instalaba a propósito en una gran habitación al otro lado de la calle, en Banner Hall, la residencia de novatos más grande de Stanford. La historia corrió como la pólvora por el campus, lo que me dio una notoriedad instantánea que me perseguiría durante los cuatro años siguientes.

      Por fin había dejado Landon atrás y estaba decidido a tener vida social, así que me dispuse a dejar mi impronta. En mi primera noche en Stanford fui a una fiesta en la que conocí a toda la gente que pude, incluidos todos los nadadores nuevos. Y a diferencia de lo que pasaba en Landon, donde el fútbol lo era todo, en Stanford los nadadores ocupaban un lugar especial en el estrato social. Por primera vez tenía la oportunidad de encajar y no pensaba dejarla pasar. Empezaron las clases y también los entrenamientos.

      A pesar de no tener el estatus de un becario deportivo, decidí causar impresión en el equipo y en el duro entrenador, Skip Kenney, una figura intimidante que dirigía a su escuadrón de guerreros acuáticos como el general MacArthur comandaba sus tropas en el Pacífico durante la Segunda Guerra Mundial. Así que hice lo que mejor se me daba: ir por el metro extra cada vez que podía. Durante los entrenamientos, compartía la calle de mariposa con el plusmarquista mundial Pablo Morales y con Anthony Mosse, un nadador olímpico neozelandés, los dos especialistas más rápidos del mundo en 200 metros mariposa. ¿Estaba soñando? Por supuesto, eran mucho más rápidos que yo, pero ¿quién mejor para aprender? En la piscina de saltos nos retábamos: veinte tandas de veinte metros mariposa a intervalos de veinte segundos, sin respirar, seguidas de inmediato de veinte repeticiones de veinte metros mariposa a intervalos de quince segundos. En Curl había aprendido a saltar al estanque de los tiburones para pasar a otro nivel, y estaba decidido a volver a hacerlo. Así que ¿qué importaba si no era un deportista becado? Se lo demostraría.

      Además, tenía la firme determinación de convertirme en el líder de los nuevos nadadores. Para conseguirlo, cada noche al volver de estudiar en la biblioteca, me pasaba por la residencia de un nadador diferente. Empecé a preocuparme mucho por mis nuevos amigos y me dediqué en cuerpo y alma al equipo. Y durante mis visitas a las residencias, también conocí a los amigos de mis compañeros. De esta forma, mis horizontes sociales se ampliaron de manera exponencial. En un mes tenía más amigos de los que podía contar. Y estaba realmente feliz. Estudiaba en una de las mejores universidades del mundo, nadaba con los mejores atletas del mundo y por primera vez en mi vida encajaba socialmente. La vida no sólo era bella, sino genial.

      Una semana antes de la primera competición dual importante contra los Texas Longhorns, el segundo equipo del ranking nacional tras Stanford, en una cálida tarde de octubre asistí al primer partido de fútbol de Stanford. Tras ir a varias fiestas previas al partido con mis compañeros de piscina, ya iba algo borracho antes de entrar en el estadio con mi compañero novato John Hodge, el veterano John Moffet y un paquete de doce cervezas. Por aquella época, en el estadio no había restricciones de alcohol. Los estudiantes arrastraban barriles de cerveza a las gradas y podías empinar el codo todo lo que quisieras.

      Esa noche, con nuestra frivolidad intensificándose lentamente, los dos Johns y yo subimos y bajamos las gradas de un barril a otro. Cuando acabó el partido, nuestra alegría acabó en una lucha cuerpo a cuerpo en las gradas. Riendo de manera histérica, vi cómo los dos Johns se metían en la pelea, ambos increíblemente fuertes al unir potencia y músculo.

      Y entonces empezó a llover. Mientras corríamos lateralmente entre los asientos resbaladizos de las gradas bajo un cielo oscuro iluminado por los halógenos del estadio, nos dimos cuenta de que era hora de ir en busca de la siguiente fiesta. Y entonces sucedió. Pasando de un asiento a otro cruzando el pasillo, mis chancletas resbalaron en la superficie mojada haciendo que mi cuerpo borracho cayera. ¡Crac! Mi pecho impactó con la afilada esquina metálica del siguiente asiento del banco y me caí. Tirado boca arriba, supe que, por primera vez, me había roto un hueso, una costilla, o quizá dos. No podía creerlo. Una semana antes de mi primera competición contra nuestros peores rivales, y en mi sopor etílico yo me había lesionado. ¡¿Cómo podía haber sido tan estúpido?! Tumbado en el suelo, abrí los ojos mientras la lluvia me caía en la cara y oía las risas histéricas de los dos John. Decidido a que no vieran mi dolor, me puse en pie y, con ayuda del alcohol, fingí que no pasaba nada.

      —¿Adónde vamos, chicos?

      Al día siguiente, a duras penas si podía respirar, y mucho menos nadar. A cada brazada una descarga de dolor me cruzaba el pecho y subía por la columna. Los rayos X confirmaron que me había fracturado dos costillas. Fue la primera repercusión realmente negativa de beber, pero no la última. Eso sí, no lo suficientemente motivadora como para que cambiara mi comportamiento. Acababa de empezar. Lo que me había pasado podía haberle pasado a cualquiera, ¿verdad? Después de todo, estaba mojado y oscuro, ¿quién podía afirmar que lo que me había pasado tenía algo que ver con el alcohol? Al menos, eso era lo que yo me decía. Pero lo cierto era que sólo una semana antes de que retáramos a los poderosos Longhorns, no podía dar ni una sola brazada. No me quedó otra opción que descansar de los entrenamientos el resto de la semana; no era lo ideal, pero sí la única forma de intentar recuperarme para la competición. Llegó el sábado y yo seguía muerto de dolor, pero no estaba dispuesto a empezar mi carrera deportiva en Stanford quedándome sentado en la primera competición, así que, no sé cómo, convencí a Skip de que estaba bien y me permitió competir sin ser muy consciente de cómo me había lesionado.

      Mientras subía a la plataforma de salida de la piscina para los 200 metros mariposa, miré a mi derecha. Allí estaba Bill Stapleton, uno de los mejores de Longhorns y que acabaría compitiendo en los Juegos Olímpicos de 1988 antes de alcanzar la fama como agente de Lance Armstrong. Pero en aquella época sólo lo conocía como uno de los mejores especialistas del mundo en mariposa. En otra calle estaba mi compañero de equipo Anthony Mosse, que estaba considerado el segundo del mundo en este estilo.

      Sonó el disparo de salida y empezamos a nadar; la adrenalina del momento hacía que el dolor de costillas fuera soportable. Tras los 50 primeros metros, Bill y Anthony ya me sacaban medio cuerpo. Intenté no entrar en pánico porque sabía que mi fuerte era la segunda mitad. Pero tras 100 metros, la ventaja ya era de un cuerpo entero. Había llegado el momento de tirar la toalla o doblar la apuesta. Así que agaché la cabeza y me puse a trabajar, decidido a no dejar pasar el momento sin dar lo mejor de mí. Cada brazada era como una espada que se me clavaba, pero ignoré el dolor y aceleré mientras mis pulmones clamaban aire. A los 150 metros, ya había reducido la ventaja hasta casi ponerme a la misma altura preparado para dar lo máximo en los últimos 50 metros. «Ha llegado el momento», pensé. Había llegado tan lejos. Y allí estaba, viviendo algo que jamás pensé que