Rich Roll

Superar los límites


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pero hice todo lo posible por mantenerme firme. No podía dejarles ganar.

      Pero lo que sí hice fue lo que mejor se me daba: retraerme. Desde ese momento y hasta el día en que me gradué, decidí excluirme de todo lo social que Landon pudiera ofrecerme. Bajé la cabeza, estudié mucho y me encontré completamente solo. Académicamente extraje todo lo que pude de Landon, pero eso era todo.

      A los quince años ya había tocado techo en lo que la YMCA podía ofrecerme en cuanto a mi desarrollo como nadador. Si quería jugar con los niños grandes, había llegado el momento de avanzar. Aunque la Landon hubiera tenido un programa de natación, cosa que no era así, necesitaba el asesoramiento de una mano experta para que extrajera de mí el talento que pudiera tener para pasar al nivel siguiente.

      Así que les dije a mis padres que quería unirme al club de natación Curl, un equipo recién formado por el entrenado Rick Curl, que empezó su carrera lanzando atletas a nivel nacional con el club de natación Solotar, el equipo rival de la otra punta de la ciudad, y que ahora competía por libre con su propio equipo. En la YMCA había sido un pez grande en un estaque pequeño. En Curl sería el pez más pequeño en el estanque más grande disponible. No sólo porque los demás nadadores de mi edad eclipsarían mi talento y habilidad, sino porque también tendría que entrenar diez veces por semana: cuatro sesiones de 45 minutos antes de ir a clase, cinco sesiones de dos horas de lunes a viernes después de clase y un entrenamiento de tres horas los sábados. Desalentador, ciertamente. Como es obvio, mis padres estaban preocupados porque no estaban seguros de que un compromiso de ese calibre fuese lo mejor para mí. Para ellos, la educación era lo primero y, comprensiblemente, no querían que esta sobredosis de natación minara mis notas que, por fin, estaban yendo en la dirección correcta. Pero los convencí de que podría hacerlo. Estaba seguro de que si me entregaba en cuerpo y alma, el cielo sería el límite. Rick podría ayudarme. Pero, sobre todo, necesitaba alejarme de todo lo que tuviera que ver con Landon.

      Sólo había un problema en mi plan. Landon estaba muy orgullosa de sus actividades deportivas extraescolares obligatorias. Todos los estudiantes tenían que practicar algún deporte del centro cuando tocaba la campana a las tres de la tarde. Sin excepciones. Si quería nadar, realmente nadar, tenía que encontrar alguna forma de esquivar esta norma. Así que, con la ayuda de mis padres, solicité una exención al director Malcolm Coates y al director deportivo Lowell Davis. Pensé que no supondría un problema. Teniendo en cuenta el gran énfasis que ponía el centro en la excelencia deportiva, creí que querrían apoyar a un estudiante que ansiaba llevar su deporte al máximo nivel posible, algo que Landon no podía ofrecerme.

      No podía estar más equivocado. Desde el principio, el director deportivo, Davis, estuvo totalmente en contra de la idea. Desde que Landon fue fundada en 1929, ningún estudiante había recibido nunca una exención a ese orgullo de Landon que era su programa deportivo y no iban a empezar ahora. ¿Cuál era el problema? No es que me necesitaran en el campo de fútbol. ¿Los deportes no iban de construir la confianza en uno mismo? En Landon, la mía no podía estar más baja. Y tampoco es que les estuviera pidiendo no hacer nada. Más que marcar un triple a los requisitos del Landon, todo lo que quería era el simple derecho a entrenar como un auténtico deportista, con vigor, intensidad y dedicándole el tiempo necesario. Pero la puerta estaba cerrada. Dispuesto a no ceder, puse mi petición por escrito, defendiendo mi caso como el abogado de apelación en el que luego me convertiría. Todo lo que conseguí fue una serie de reuniones intimidatorias con los poderes fácticos. Estaban preocupados por el precedente que eso supondría. Y me instruían con poca convicción sobre cómo debería desarrollarme correctamente como joven. ¿Y qué pasa si necesitas jugar al tenis o al golf para hacer negocios? Entonces, ¿qué harías? Bueno, de todas formas, eso no iba a pasar.

      Durante aquella época, cada noche me acostaba con un único pensamiento en mente: ¿tanto les cuesta dejarme nadar?

      A su favor tengo que decir que el director Coates respondió a mi persistencia escuchando mi caso con amabilidad. Debido a los infatigables esfuerzos que puse en mi petición, al final persuadió a Davis para que me concediera lo que pedía. Hasta donde yo sé, sigo siendo el único estudiante de Landon al que se le ha concedido una exención. Y no iba a malgastarla.

      Mi vida cambió de inmediato. Desde el día siguiente, el despertador empezó a sonar a las 4.44 de la madrugada. En una extraordinaria muestra de apoyo, mi padre se levantaba conmigo (hasta que un año después pude sacarme el carné de conducir), y juntos recorríamos en su adorado MG Midget (el mismo coche que sigue conduciendo hoy en día) el trayecto de veinte minutos en la oscuridad hasta la lóbrega piscina del sótano de la escuela preparatoria Georgetown que Curl había alquilado por unas horas. Mientras nadaba, mi padre se quedaba en el coche redactando documentos legales. No se quejó ni una sola vez. Los vestuarios estaban infestados de cucarachas y cubiertos de lodo. La piscina era oscura, sombría y fría. En todas partes crecía un moho verde, y del envejecido techo mohoso goteaba una sustancia negra parecida al alquitrán que atravesaba la persistente niebla húmeda hasta caer en el agua hiperclorada. Pero desde el momento en que la vi, me gustó por la promesa que suponía para mi vida.

      Desde fuera podía parecer que me habían lanzado a los tiburones. Por las calles de la piscina pululaban niños responsables de docenas de récords nacionales de sus respectivos grupos de edad. Entre mis compañeros de equipo había varios clasificados para las pruebas olímpicas e, incluso, unos cuantos campeones nacionales. Si vivías en la zona de Washington D.C. y querías nadar con los mejores, sólo había un lugar al que ir, y era éste. Tenía mucho trabajo por delante para estar al nivel, así que no tardé en ponerme manos a la obra.

      Con la determinación de ponerme lo antes posible a la misma altura que mis compañeros de piscina, rara vez falté a un entrenamiento. Y la mejora no tardó en hacerse evidente. Pero pronto me di cuenta de que me faltaba cierto grado de talento innato. Si quería ponerme al día y dar el salto a la categoría nacional, no podía confiar en mis cualidades naturales. Iba a tener que dar el do de pecho. Decidí centrarme principalmente en los 200 metros mariposa, que dado que se considera una de las categorías más difíciles y machacantes, eran pocos los que estaban interesados en nadarla. Eso me dio una ventaja inmediata. Menos interés y menos competidores suponían mayores posibilidades de éxito.

      Quería suplir mi déficit de talento con el doble de distancia y mayor intensidad. Rick se dio cuenta y creó sesiones de entrenamiento especiales específicamente diseñadas para ver hasta dónde podía llegar. Pero yo nunca me eché atrás. Acepté de buen grado el sufrimiento que me supusieron rutinas tan inauditas como veinte repeticiones de 200 metros a intervalos descendentes con treinta segundos de descanso tras la primera repetición, reduciéndolos a tan sólo cinco segundos al final. O diez tandas de 400 metros mariposa consecutivas aumentando la velocidad en cada repetición.

      Amaba el dolor y el dolor me amaba a mí; de hecho, nunca era suficiente, algo que mucho más tarde me serviría en los entrenamientos de alta resistencia. A nivel consciente, estaba haciendo todo lo posible para destacar. Pero en retrospectiva, sé que bajo mis sesiones diarias de tortura subyacía un intento inconsciente y masoquista de exorcizar el dolor de mi experiencia en Landon. Mi lucha por alcanzar la excelencia me hacía sentir vivo, al contrario que la desconexión y el aturdimiento emocional que definía mi vida en Landon.

      En aquellos días, mi vida giraba íntegramente en torno a la piscina. Aparte de ir a la escuela, no hacía más que comer, vivir y respirar deporte. No importaba lo cansado que pudiera estar, nunca me quedaba dormido y solía ser la primera persona en llegar a los entrenamientos, por lo general para saltar del coche a la piscina. Incluso durante los temporales de nieve, cuando se suspendían las clases, me aventuraba en las calles heladas con el Volvo familiar, derrapando y patinando durante todo el camino para poder entrenar. Y como era más fiable que el propio entrenador, me dieron una llave de la piscina para que pudiera usarla aunque Rick llegara tarde o, aún peor, si no se presentaba, algo que pasaba de vez en cuando.

      Tenía mis objetivos de tiempo escritos en letras gigantes en mis libretas de clase, en mi taquilla del instituto y pegados en el espejo del baño. Y cada milímetro del tablero de corcho que recubría toda la pared de mi habitación estaba cubierto de fotografías y pósteres de mis héroes, arrancados de las páginas