Rich Roll

Superar los límites


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unos cuantos meses más, repetí mi aventura por toda la Costa Este. Pasé por Princeton y me paseé por sus famosos eating clubs tomando vodka con tónica con la élite académica. Después de eso, puse rumbo a Providence, donde asistí a las mejores fiestas que Brown pudo ofrecerme y en las que comí almejas y ostras, y bebí innumerables cervezas. Frente a pasar un buen rato, pasaron a segundo plano asistir a clase, averiguar qué podía ofrecerme cada universidad y evaluar sus programas de natación. A continuación fui a Harvard, que, por razones obvias, era mi primera elección. La universidad soñada. En Cambridge, para mi fin de semana Harvard-Yale, empecé jugando un partido informal de fútbol americano de toque con los nadadores de Harvard. Tragar cerveza de un barril parecía obrar milagros en mi falta de coordinación entre mano y ojo. Con la cabeza zumbándome, nos dirigimos al partido de fútbol Harvard-Yale, en el que me mantuve caliente bebiendo mi primer bourbon, elegantemente servido en una petaca de plata monogramada. En el descanso, salí del estadio con los nadadores Dave Berkoff y Jeff Peltier y nos metimos en la cercana piscina Blodgett, las excelentes instalaciones de Harvard. Sólo estábamos nosotros tres acompañados de un paquete de doce cervezas. Nos pusimos nuestros speedos, nos subimos a la plataforma de salto de 10 metros y nos bebimos por turnos las cervezas antes de tirar nuestros borrachos cuerpos a la piscina en un concurso improvisado de panzazos. El resto de los nadadores del equipo y de visitantes no tardaron en unirse a nosotros empujando hasta el borde de la piscina un carrito de supermercado con un barril recién pinchado para jugar al «cervezapolo». Con la piscina entera para nosotros solos, jugamos durante dos horas a una versión alcohólica del waterpolo que era pura hilaridad.

      Completamente borracho, tuve que ducharme, vestirme y poner rumbo a un restaurante local para reunirme con el entrenador Joe Bernal. Hice todo lo posible por parecer sobrio, pero no paré de meter la pata durante toda la cena «de negocios», mascullando mi discurso y quedando en evidencia al repetir las preguntas, hablar sin parar y pasarlo mal para no dar una cabezadita. Mis recuerdos de la entrevista son vagos, pero estoy bastante seguro de que la pifié. Tanto para ir a Harvard. Seguro que el entrenador Bernal se dio cuenta de que estaba como una cuba. Me sentí realmente decepcionado conmigo mismo por haberme comportado así. Había trabajado tanto y había llegado tan lejos. ¿Cómo pude poner en peligro la oportunidad de mi vida actuando así? Ése no era yo. Todavía no. Fue el primer bache en mi carrera de alcohólico.

      Antes de irme de Cambridge, me aseguré de que el entrenador Bernal supiera quién era en realidad, así que, con toda la humildad que fui capaz de reunir:

      —Para empezar, me gustaría disculparme por lo que pasó la otra noche. Fue imperdonable —dije intentando mantener el contacto visual.

      —¿Disculparte por qué? —me respondió con cara de desconcierto. ¿Había esquivado una bala? ¿O es que le daba igual? Decidí no remover el avispero y dejarlo estar.

      —Simplemente quería asegurarme de que sabe lo mucho que me gustaría venir a Harvard. Si me aceptan, definitivamente vendré. Definitivamente.

      —Estupendo, Rich. Eso es justo lo que quería escuchar. A partir de ahora, todo depende de los chicos de admisión, pero nos encantaría contar contigo. Estaremos en contacto.

      Cuando se calmaron las aguas, me habían aceptado en todas y cada una de las universidades a las que envié mi solicitud: Princeton, Amherst, Universidad de Míchigan, Universidad de Virginia, Cal Berkeley, Brown, Stanford y, sí, Harvard. Un pleno. De hecho, fui el único estudiante de Landon al que habían aceptado tanto en Harvard como en Princeton. El futuro parecía prometedor. Tal como le prometí a Tom Verdin, ese nadador que idolatraba cuando tenía ocho años, iba a ir a Harvard.

      Pero tenía una sensación inquietante que no se iba. Fue a finales de abril de 1985 cuando me zambullí en la edición recién llegada de mi adorada revista Swimming World. En la portada había una foto del equipo de Stanford, subidos en lo más alto del podio del campeonato de la primera división de la NCAA de 1985 celebrando la victoria con amplias sonrisas y con el puño en alto. No pude evitar preguntarme cómo sería nadar con esos tipos en la misteriosa California. No pude evitar fantasear y mucho menos podía imaginarme que podría convertirse en una realidad. Vale, yo era un nadador decente, pero estaba lejos de ser genial. Así que me lo quité de la cabeza por considerarlo un sueño imposible, apagué las luces e intenté dormirme. Pero no podía.

      Al día siguiente decidí aparcar mis miedos, dudas e inseguridades, cogí el teléfono, llamé a información y pedí el número de la oficina del infame entrenador sargento instructor de Stanford, Skip Kenney. Con el sudor corriéndome por la frente, marqué nervioso. Y entonces, alguien al otro lado respondió.

      —Natación de Stanford, el entrenador Knapp al habla.

      Ted Knapp era el joven ayudante del entrenador de Stanford, un recién graduado y en su época un buen nadador. Me presenté, le expliqué que estaba interesado en Stanford y que ya me habían aceptado, y le dije cuáles eran mis tiempos en natación.

      —No estoy seguro de ser suficientemente rápido. Vosotros tenéis tanto talento. Tanta intensidad. Sólo necesito saber si estoy perdiendo el tiempo.

      Me preparé para el inevitable chasco.

      —En absoluto, Rich. ¿Cuándo puedes pasarte y hacernos una visita?

      No podía creer lo que escuchaban mis oídos.

      Jamás olvidaré la primera vez que vi la avenida de palmeras de Stanford, un bulevar absolutamente maravilloso bordeado por palmeras que moría en la arenisca española del patio cuadrangular de Stanford, con su iglesia resplandeciendo bajo el sol que asomaba por detrás de las laderas de Palo Alto. De inmediato supe que no iría a Harvard.

      —Son las vacaciones de primavera, así que el campus va a estar bastante tranquilo —me había dicho Knapp por teléfono—. La mayoría de los estudiantes se han ido, pero muchos de los nadadores siguen por aquí. Estoy seguro de que podrás conocer a alguno.

      Me valía. Por una vez, el viaje no consistiría en irme de fiesta; consistiría en conectar con un lugar en el que ya me sentía en casa incluso antes de verlo. Los días siguientes los pasé dando vueltas por el campus y pasando el rato con estudiantes en chanclas y camisetas de tirantes jugando al frisbee y paseando en scooters de colores brillantes. Conocí a mis héroes de la piscina y visité las impresionantes instalaciones deportivas, incluida la piscina DeGuerre, el excelente estadio con piscina exterior de Stanford, muy distinta de las sombrías instalaciones de interior en las que había crecido. «¡Podré nadar bajo el sol todos los días!», pensé. Y lo que es más importante, me sentí bien acogido. El mensaje que recibí de los entrenadores y los nadadores fue que, aunque no fuera un campeón mundial ni tuviera una beca de deportista, había un lugar para mí en el equipo. Pero frente a mi experiencia en la Ivy League, lo que más me sorprendió de Stanford fue lo felices y positivos que parecían los estudiantes. Todos los que conocí me contaban con entusiasmo lo mucho que les gustaba Stanford. Mirase donde mirase, encontraba estudiantes felices arremolinados estudiando fuera bajo el sol, haciendo windsurf en Lake Lagunita y paseando en bicicletas de playa.

      Me encantaba, era todo lo que no era Landon.

      Cuando mis padres me recogieron en el aeropuerto, me lo notaron en la cara.

      —Oh, oh —dijo mi madre con miedo de que su único hijo se marchara a California para nunca volver.

      Evidentemente, ellos querían que fuera a Harvard. ¿Qué padre no querría? Pero, ante todo, lo que querían era que su hijo fuera feliz. Así que a Stanford. Esa misma semana, con mi carta de aceptación en Harvard en la mano —un documento embriagador parecido a un diploma en pergamino color marfil con mi nombre escrito en caligrafía gruesa—, llamé al entrenador Bernal para decirle que había cambiado de opinión. «¿Quién soy yo para decirle que no a Harvard? ¿Estás loco?», me dije a mí mismo. Pero me mantuve firme y comuniqué la noticia. No estaba contento. De hecho, no volvió a hablarme nunca más. Me sentí mal, pero sabía que había tomado la decisión adecuada. Estaba siguiendo a mi corazón.

      Ese otoño, mi padre y yo cargamos la monovolumen Volvo verde y pusimos rumbo al oeste para cruzar el país camino de la