Rich Roll

Superar los límites


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pasando?! Pero mis pensamientos me habían hecho perder la concentración. Durante unos segundos, mi cabeza estuvo fuera de la carrera, una sentencia de muerte en un deporte en el que una centésima de segundo marca la diferencia. Quizá no creía que mereciera ganar a estos chicos; después de todo, sólo era un «figurante» desconocido. Y, bueno, también podía haber sido el dolor de mi caja torácica. O quizá que mi cuerpo se paralizara por haber forzado la máquina. Anthony acababa de adelantarme. Una vez más, segundo.

      Pero bueno, le había ganado a Bill. Cogió a todo el mundo, incluidos mis compañeros de equipo y Skip, por sorpresa. Nadie, y cuando digo nadie quiero decir nadie, jamás habría pensado que podría hacer lo que había hecho, sobre todo con dos costillas rotas. Apoyado en las corcheras —del naranja de los Longhorns y el rojo de los Cardinals— para poder agitar las manos, miré al borde de la piscina para compartir la escandalosa alegría de mis nuevos compañeros, emocionados por el esfuerzo de alguien que se esperaba perdedor.

      Por unanimidad, recibí el premio a la mejor actuación de la competición. Esa misma semana, Skip nos convocó a John Hodge y a mí a su despacho para comunicarnos que seríamos los próximos líderes del equipo. Nos dijo que el último año seríamos los capitanes del grupo, así que sería mejor que nos fuéramos haciendo a la idea.

      No podía creerlo. Unos meses antes ni siquiera creía que pudiera competir con los mejores. Y ahora lo había conseguido. Y mi primer año de carrera no hacía más que empezar. Me vi cegado por el brillo del futuro que se abría ante mí. Pero poco sabía entonces que ese sería el momento más importante de toda mi carrera como nadador. Fue el principio del fin. Pronto el alcohol me lo quitaría todo.

       CAPÍTULO CUATRO

       DE BAJO EL AGUA A BAJO LA INFLUENCIA

      Desde el momento en que aquel día nevado en Míchigan, Bruce Kimball me dio mi primera cerveza, supe que el alcohol me traería muchos problemas. Quizá no a corto plazo, pero sí en algún momento. Aunque se convirtió en un bálsamo milagroso para mis incapacidades sociales, simplemente me gustaba demasiado. Yo no había crecido en un hogar de alcohólicos —de hecho, nada más lejos de la realidad—, pero sabía lo suficiente como para ser consciente de que una atracción magnética de ese calibre no podía ser buena. Mi caída en las gradas del estadio confirmó esa convicción subliminal. Eso no significaba que fuera a hacer algo al respecto; fue sólo una señal de lo que pronto se convertiría en una evidencia. Así que aparté la idea de mi mente. Si fingía que no había ningún problema, entonces no habría ningún problema.

      Pero no pasó mucho tiempo hasta que una noche de borrachera a la semana se acabara convirtiendo en dos. En primavera de mi primer año, ya iba de fiesta entre cuatro y cinco noches a la semana. ¿Pero no se supone que la universidad va de eso? ¿Qué había de malo en pasar de estudiar un miércoles por la noche por un barril en la Pi Delta? Seguía sacando sobresalientes. Y cuando eres joven y fuerte, no tienes problemas para levantarte con resaca, ir a entrenar y presentarte en clase preparado. Evidentemente, sí que el aliento me olía a alcohol cuando mis pies desnudos se posaban en el cemento de la piscina DeGuerre a las seis de la mañana, pero no era el único. Y nunca me quedaba dormido.

      En el Pac-10 Championship de la primavera de mi primer año de carrera, hice mis mejores tiempos, pero seguía quedándome corto con relación a los tiempos mínimos requeridos para poder competir en los campeonatos de la primera división de la NCAA. Estaba decepcionado, pero, hasta cierto punto, no creía merecer pasar el corte. Al mes siguiente, en Indianápolis, Stanford se aseguró su segundo campeonato de la NCAA, pero yo me quedé en casa, sin poder hacerme con el codiciado anillo de campeón. Además, jamás volvería a mejorar mis tiempos.

      Durante mi segundo y tercer curso, seguí nadando, pero el amor se fue desvaneciendo hasta prácticamente desaparecer por completo. Por primera vez en mi vida, nadar se había convertido en una rutina. Estaba harto de sentirme agotado todo el tiempo. Recuerdo los entrenamientos de Navidad en mi segundo curso, un acontecimiento anual por el que el equipo volvía antes de las vacaciones de invierno a un campus dormido y se hospedaba en una casa de fraternidad vacía únicamente para entrenar, día tras día, durante dos semanas hasta que nos doliesen los ojos. Aparte de comer, lo único que hacía entre sesiones era dormir, sólo para despertar con una única emoción: pavor.

      Así que, poco a poco, tanto dentro como fuera de la piscina, fui abandonando mis nobles objetivos. A medida que iba decreciendo mi interés por la piscina, también iba haciéndolo mi aprecio por todas mis demás aspiraciones, todo excepto salir hasta tarde, emborracharme y pasármelo lo mejor posible. Incluso dejé apartado mi amor declarado: la biología, lo que misteriosamente descartó mi ambición por la Facultad de Medicina. El único recuerdo que tengo de mis razones es: ¿quién necesita argumentos? Toda mi atención se redujo a aquello que tenía justo delante de mis narices. En otras palabras, ¿dónde está la siguiente fiesta? El alcohol obrará el milagro.

      En segundo, mis tiempos en la piscina eran fiel reflejo de mi pérdida de concentración, un patrón que en tercero fue en aumento. Como era de prever, seguí sin clasificarme para los NCAA, volviendo a perder la oportunidad de participar en la victoria de Stanford (su tercer año consecutivo) y de hacerme con el anillo. Durante la preparación del Pac-10 Swimming Championship que tuvo lugar durante la primavera de mi tercer año, me prometí a mí mismo y a mis compañeros que no bebería nada durante el mes previo a la mayor competición del año, y tenía muchas esperanzas de formar parte del equipo para el NCAA. Tristemente no fui capaz de aguantar ni una semana. Huelga decir que mis tiempos de ese año para el Pac-10 fueron malísimos, de hecho, patéticos. A pesar de los miles de metros que había nadado desde mi llegada a Stanford, había nadado más rápido en el instituto que en esa competición. Pero en vez de intentar poner remedio a mi creciente dependencia del alcohol, simplemente dejé el deporte en general.

      No puedo decir que la decisión fuera fácil. Le estuve dando vueltas durante semanas.

      En el descanso de la temporada de primavera, me pasé por la oficina de Skip.

      —He decidido dejarlo, Skip. No puedo seguir.

      Esperaba que intentara disuadirme, calmarme y convencerme para que me quedara, que me dijera lo mucho que me necesitaba el equipo. Pero no, se limitó a encogerse de hombros, sin apenas levantar la mirada del periódico que estaba leyendo.

      —Vale, Rich. Buena suerte.

      Y entonces, el silencio. No tenía respuesta para su inesperada despreocupación. ¿Era una especie de táctica pasivo-agresiva? ¿Un truco mental Jedi? Como antiguo marine que sirvió voluntariamente como francotirador en Vietnam, Skip es un tipo rudo, de esos que no hace prisioneros, famoso por su dominio de los juegos mentales y con tendencia al puño y la pataleta; es una leyenda en los anales de la natación universitaria, pero lo cierto es que sabía que ya no me importaba. Entonces, ¿por qué debería importarle a él? Durante los últimos tres años había visto desde el borde de la piscina cómo había malgastado las innumerables oportunidades que se me habían presentado. Tenía cosas más importantes de las que preocuparse que en mi autocompasión, como en el codiciado cuarto título consecutivo de la NCAA. Los auténticos atletas se entregan a su deporte y están totalmente decididos a ser los mejores. Y yo ya no era uno de esos. Él lo sabía tan bien como yo. ¡Adiós, muy buenas!

      Al mirar atrás, me pregunto qué habría sido de mi carrera de nadador si hubiera decidido abordar mi problema con el alcohol, pero después de la batalla todos somos generales y, en aquella época, tenía poca capacidad de introspección. En retrospectiva, un análisis escrupuloso habría requerido un coraje y una capacidad de los que yo, simplemente, carecía. Y entonces empezó mi caída en picado a las garras de la negación, la característica definitoria del alcohólico. Culpaba de mis fallos a todo menos a mí mismo: a Skip por su actitud, a un programa que me había hecho entrenar demasiado, a mis padres por ser sobreprotectores, a los estudios por ser una prioridad y a Dios, en el que no creía, por haberme defraudado.

      Tras mi breve conversación con Skip, me invadió una profunda sensación de tristeza y pérdida; era una especie de duelo. Desde que tenía