Rich Roll

Superar los límites


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como si estuviera en caída libre. ¿Y ahora qué? Me di cuenta de que, en realidad, nunca había reflexionado demasiado sobre quién era yo, sobre lo que me interesaba realmente o sobre lo que quería hacer fuera de la piscina. Desorientado, me metí en mi viejo Volvo verde y me fui solo al condado de Marin, una preciosa zona rural al norte, al otro lado del Golden Gate de San Francisco. Sentado en la cima de una colina sobre el puerto de Sausalito, miré a Alcatraz y me di cuenta de que estaba perdido. Las lágrimas brotaron de mis ojos. No dejé de llorar durante como una hora.

      Me gustaría poder decir que fue un momento de claridad en el que me di cuenta de que el alcohol había acabado con mi carrera de nadador y de que ya era hora de abordar mi problema con él y recomponerme antes de que las cosas empeoraran todavía más. Por desgracia, eso no fue lo que pasó. Cuando se me secaron las lágrimas y pasó la catarsis, simplemente me sentí aliviado, como si me hubiese liberado de una cárcel de cloro que me había aprisionado desde que podía recordar. Es curioso cómo funciona la mente humana y lo rápido que había podido olvidar mi amor por la natación y por lo lejos que me había llevado. Pero en ese momento suponía poco menos que un impedimento para mi felicidad. Así que volví al campus, donde me dediqué en exclusiva a pasármelo bien. Y para mí, pasármelo bien significaba emborracharme. Emborracharme mucho.

      A duras penas si recuerdo algo de mi último año de carrera. Una continua luz cegadora de largas noches, fiestas, chicas y resacas. No voy a mentir: fui un temerario. Pero también fue divertido. Seguía a la fiesta e iba encantado adonde me llevara.

      Pero sabía que antes de graduarme tenía que encontrar algún tipo de trabajo. ¿Y qué haces cuando no estás seguro de qué hacer? Pues empiezas a pensar en alguna facultad de derecho. Al menos ése fue mi caso. Por lo general, a mi padre parecía gustarle realmente su carrera. No puedo decir que me apasionara la jurisprudencia —de hecho, no tenía ni idea de lo que suponía ejercer la abogacía—, pero sí que parecía una ruta aceptable y respetada que seguir. Llevaría un bonito traje y, quizá, unas gafas molonas. Trabajaría en una oficina elegante con buenas vistas. Debatiría los temas del día en largas comidas en restaurantes sofisticados y, sin demasiado riesgo ni gasto de energía, encajaría en la corriente aprobada de la sociedad urbana. Dicho de otra forma, mi interés era totalmente insustancial. Pero ya era demasiado tarde para solicitar el ingreso en alguna facultad de derecho para el año siguiente. Quizá una corta temporadita en un bufete de abogados sería una buena forma de pasar un año viendo de qué iba ese mundillo. Pensé que podría poner un pie dentro, mantenerme a mí mismo y tranquilizar a mis padres.

      Así que el otoño siguiente empecé a trabajar como asistente legal en Skadden, Arps, Slate, Meagher & Flom, un enorme bufete con sede en Nueva York que se había hecho un nombre durante el bum de fusiones y adquisiciones de los años ochenta. Estaba bastante lejos de ser un trabajo bien pagado, pero el programa ofrecía el pago de la matrícula de los asistentes legales que se matriculaban en la facultad de derecho, así que me dije a mí mismo que era un buen plan si al final iba en esa dirección. Antes de eso, sólo había visitado Nueva York brevemente cuando era muy joven. Parecía muy exótico porque, aunque estaba a tan sólo un par de horas de Washington, era un mundo por completo diferente de mi ciudad de estudios. Me dije que Nueva York sería el contrapunto excitante que necesitaba para contrarrestar lo que, sin duda, acabaría siendo un trabajo soporífero. Pero el principal pensamiento que empezó a rondarme la cabeza fue que en Nueva York no necesitaría coche, que no tendría que conducir y, por lo tanto, podría beber todo lo que quisiera sin tener que preocuparme de que me multaran. Así que puse rumbo a Manhattan, principalmente porque parecía un lugar estupendo para beber. Y así fue.

      Llamo cariñosamente a Nueva York la Disneylandia para los alcohólicos, porque es una zona acelerada en la que nada está fuera de lugar. Además, me iba a mudar a un pequeño apartamento en el centro de la ciudad con un nadador de Stanford, Matt Nance, que había conseguido un trabajo de analista en Morgan Stanley. No podía esperar.

      Pero cuando empecé a trabajar en Skadden, se confirmaron mis sospechas de trabajo soporífero. Había subestimado lo mundano, tedioso, disfuncional y desagradable que podía ser ese puesto. Hacía fotocopias durante horas hasta que me dolía la espalda. Me pasaba semanas encerrado en una sala de conferencias sin ventanas con montañas de cajas llenas de papeles que llegaban hasta el techo y organizaba los documentos en carpetas por fecha y tema. Si tenía suerte, me encargaban «redactar» información de los documentos. Esta excitante tarea consistía en tapar la información privilegiada con tiras de cinta blanca desde primeras horas de la mañana hasta las tantas de la madrugada, día tras día. Pero había un encargo que era todavía más alienante: algo llamado numeración Bates, una forma de catalogación de documentos para fines de investigación jurídica. Hoy en día, esto se hace con escáneres informáticos. En 1989 suponía sellar a mano con números consecutivos todas y cada una de las páginas de un documento con ayuda de una pesada máquina manual de sellar, metálica y arcaica de antes de la guerra. Parece simple, a menos que tengas que sellar cientos de miles de páginas. Alguien tenía que hacerlo, así que ¿por qué no un estudiante de Stanford?

      Las jornadas eran maratonianas, así que nada de hacer planes para la noche o para los fines de semana. La mayor parte de mi existencia despierto se desarrollaba en el bufete, donde vendía mi vida por un salario anual de 22.000 dólares y el privilegio de ser explotado por abogados estresados y faltos de sueño que volcaban sus muchas frustraciones personales en sus subordinados. En innumerables ocasiones presencié cómo hombres adultos rompían a llorar o se exasperaban. Una vez, un abogado llegó a tirarme el pesado código federal a la cabeza.

      No estoy intentando dar pena, no estaba trabajando en una mina de carbón. Simplemente es una instantánea de la vida en un gran bufete de abogados de Nueva York a finales de los ochenta, una realidad muy alejada de lo que se veía en televisión o se les decía a los ignorantes estudiantes de derecho, y mucho más alejada del mundo de caballeros en el que se había movido mi padre. Me gustaría poder decir que entonces ya sabía que la facultad de derecho no era para mí, que buscaría una vida con algo más de sentido. Pero, por desgracia, no fue eso lo que pasó. Fue mi primer trabajo de verdad, así que asumí que mi experiencia era normal, que eso era lo que suponía trabajar en el mundo empresarial estadounidense. Es lo que se supone que hombres con educación como yo deben hacer.

      Dicho esto, yo no quería lo que tenían esos abogados, una vida que parecía ser miseria sobre una montaña de dinero. Y en realidad no quería su aprobación. Simplemente, no me importaba. Sabía que un trabajo bien hecho recibiría el único premio de un aumento en la demanda de mis servicios.

      Así que cuando sonaba el teléfono, lo dejaba sonar. A continuación, esperaba una hora o así para devolver la llamada sabiendo que el abogado que necesitaba ayuda ya habría encontrado a otro que cumpliera sus órdenes. En muchas ocasiones, pasaba las resacas cerrando la puerta de la oficina, apagando las luces y echando una siesta. Otros días, sin que nadie se enterara me iba de la oficina durante horas para entretenerme con largas comidas, pasear por las calles del Midtown o mirar una película. Si alguien me hubiera preguntado dónde había estado, me habría inventado algo, pero nadie preguntó nunca. Era un lugar demasiado grande como para vigilar a un empleado de bajo nivel como yo, así que me aprovechaba de la situación.

      Como solía decir Adam Glick, mi amigo y compañero de oficina: «Tío, oficialmente eres el peor asistente legal de la historia de Skadden». No puedo rebatir su afirmación, una percepción compartida por otros.

      Pero mi otra predicción también se hizo realidad. La banalidad de mi existencia profesional se compensó con una fuerte vida social. Hice grandes amigos entre los compañeros asistentes legales y formamos un grupo muy unido de amantes de la juerga y adoradores de las fiestas nocturnas. Nos llamábamos a nosotros mismos los «Reyes de la escena social de bajo presupuesto».

      Mi espíritu viajero de borracho me llevó a los bajos fondos de la vida nocturna de Manhattan, en una ruta de tantos bares del centro, clubes de vanguardia, veladas en lofts y fines de fiesta degenerados como pudiera encontrar. En una ocasión, terminé en el sótano de un edificio decrépito y medio vacío del centro viendo bolos con enanos, antes conocido como «lanzamiento de enanos», una horrorosa y ahora ilegal reliquia de la escena fiestera