a mis espaldas algo que fluctúa entre un gruñido y un suspiro de frustración.
No respondo ni me doy la vuelta ni me detengo mientras sigo el flujo constante de la tropa hasta la plaza central, donde estuvimos hace unas horas. Transportes de color negro y verde bosque ocupan la explanada, donde se abren en un abanico uniforme. Davidson aguarda junto al vehículo principal, con Carmadon a su lado. Se abrazan deprisa, unen sus frentes y se besan antes de que Carmadon retroceda. Ninguno de los dos parece preocupado por la escaramuza próxima. Estos episodios deben ser frecuentes, o ellos son buenos para esconder su temor; quizás ambas cosas.
El palacio descuella sobre el creciente número de efectivos y algunas sombras se mueven en los balcones, de ayudantes e invitados por igual. Entrecierro los ojos para identificar a mi familia entre las siluetas. Aunque el cabello de Gisa debería llamar primero mi atención, veo antes a papá, quien se encorva sobre una barandilla para observar bien. Tan pronto como me mira, ladea un tanto la cabeza. Yo quisiera agitar la mano, pero lo juzgo de súbito un gesto ridículo. Y al momento en que los vehículos encienden sus motores con un rugido que llega hasta el bosque, sé que sería inútil tratar de llamar su atención.
Encuentro a Farley en el transporte principal, a la espera y en compañía de Davidson. Como éste es un vehículo elevado, ella tiene que trepar para que le sea posible abordarlo. Estos transportes son distintos a los que conozco; tienen ruedas mucho más grandes, casi de mi altura, con hondos dibujos para el rocoso y dentado terreno de montaña. El resto de la carrocería está reforzado con molduras de acero y decorado con numerosas manijas, estribos y correas colgantes, cuya finalidad es obvia.
Tyton sube de un salto y se acomoda al fondo del vehículo principal. Se sujeta del armazón junto a otro soldado de Montfort. Las correas deben ajustarse a la cintura, lo que ofrece a los usuarios libertad suficiente para inclinarse sin rebotar. Otros efectivos, con sangre de todo tipo, hacen lo propio en los demás transportes. Sin sus insignias, sólo puedo suponer que son las mejores opciones, tanto en armas como en habilidad.
El primer ministro Davidson sujeta la puerta, a la espera de que yo suba con él en el transporte. Un impulso salvaje me incita a hacer lo opuesto.
Trepo junto a Tyton y me ato a su derecha. Él levanta una comisura como única constancia de mi decisión.
El transporte detrás del nuestro está destinado a Tiberias y Evangeline; sus agentes lo flanquean con sus inconfundibles colores. Veo que ella hace una pausa con un pie en el estribo. No me mira a mí, sino más allá, al palacio: a Carmadon, expectante en la entrada monumental, con los brazos cruzados y un resplandor en su traje blanco debido a los reflectores. A unos metros, la distancia que la reina Lerolan establece entre él raya en la descortesía. Anabel alza el mentón en cuanto aparece Tiberias, quien atraviesa la plaza a grandes zancadas.
Sin sus colores, se confunde con el resto: es un soldado competente con órdenes que cumplir, y también lo que él cree ser: un sujeto más bajo el mando de su padre, plegado a la voluntad de un difunto. Intercambiamos nuevas miradas y algo en los dos arde.
A pesar de todo, su presencia infunde seguridad. Más allá de cualquier otra cosa, ahuyenta todo temor que yo pueda tener por mí.
Lo que sólo me deja, desde luego, el miedo por las personas que amo.
Por Farley, por mi familia.
Y todavía, siempre, por él.
Un poblado en el valle está en riesgo y ha pedido ayuda al otro lado de la montaña. No hay tiempo para bajar la cuesta y serpentear por la llanura, así que llegaremos desde lo alto.
Las carreteras que circulan arriba del palacio se introducen en bosques de pinos. Cruzamos con un aullido de motores el paisaje empinado, bajo ramas tan densas que impiden que veamos las estrellas. Me pego lo más posible al vehículo porque temo que una rama colgante me atraviese. Los árboles desaparecen pronto y el terreno sobre el que ruedan nuestros transportes se vuelve pedregoso. Mi cabeza se pone rígida y los oídos se me taponan como en el momento en que un avión despega. Un poco de nieve aparece esparcida en el terreno en declive, reunida en hondonadas, y a lo lejos cubre el pico final. El frío me enrojece la cara, aunque la hechura especial de los trajes me permite conservar el calor. De todas formas, me castañetean los dientes y me pregunto qué fue exactamente lo que me empujó a viajar en la parte trasera del transporte y no dentro de él.
La cima de la montaña se eleva sobre nosotros, es una daga blanca contra un cielo perforado por radiantes luceros. Me inclino tanto como me atrevo; la vista de las estrellas hace que me sienta pequeña.
Mi equilibrio se altera al iniciar el descenso. Dejamos atrás la nieve, y luego tierra y rocas, de modo que una nube de escombros sigue al vehículo en su camino por la ladera oriental. Me invade el temor cuando nos acercamos otra vez a la línea de árboles. El valle se extiende más allá de los pinos, interminable y oscuro como un océano. Siento como si pudiera ver, a miles de kilómetros, la comarca de los Lagos, Norta, a Maven y lo que nos tiene reservado. Pronto caerá otro mazazo. ¿Dónde?, ¿sobre quién? Nadie lo sabe todavía.
Nos sumergimos en la arboleda y el transporte rebota sobre rocas y raíces. No hay carreteras a este lado de la montaña, apenas senderos abiertos bajo el arco de la enramada. Mis dientes vibran a cada sacudida y las correas lastiman mi cadera.
—¡Invócalo! —ruge Tyton casi encima de mí para que pueda oírlo sobre el estruendo de los motores y el aullido del viento—. ¡Prepárate!
Asiento y me armo de valor. Es fácil reunir a las vibraciones de la electricidad. Me cercioro de no tomarlas de los motores que me rodean, sino del relámpago que sólo yo puedo convocar y que brama peligroso y purpúreo bajo mi piel.
El espesor de los inmensos pinos disminuye y entre sus agujas alcanzo a ver la luz de las estrellas. No arriba, sino aquí, más adelante, al frente.
Lanzo un chillido y me aprieto contra el transporte cuando derrapa y da una forzada vuelta a la izquierda, a un repentino camino llano junto al precipicio. Durante un instante aterrador, pienso que podríamos salir disparados de la montaña y despeñarnos en la oscuridad. Sin embargo, el vehículo se mantiene firme y las llantas se aferran al camino conforme, uno por uno, los demás transportes nos siguen y avanzan con dificultad por la pavimentada vereda.
—¡Eso fue fácil! —exclama Tyton, con los ojos fijos en mi cuerpo.
Chispas de color púrpura suben y bajan por mi piel en respuesta al temor. Arden de modo inofensivo, titilan en la oscuridad.
—¿No había una mejor manera de hacer eso? —pregunto en un susurro.
Se encoge de hombros.
Arcos de rocas talladas cruzan a intervalos el camino, son estructuras en forma de curvas alternas de mármol y piedra caliza. Corona cada una un par de alas finamente labradas, cuyas plumas están grabadas en la roca en torno a las brillantes luces que iluminan el sendero.
—El Paso del Halcón —digo en voz alta. Es un nombre adecuado para un camino que se tiende a alturas a las que sólo llegan los halcones y las águilas. Debe de ser imponente a la luz del día.
El camino avanza zigzagueante por la ladera, casi un acantilado, con curvas muy pronunciadas. Ésta es sin duda la forma más rápida de bajar al valle, y la más imprudente, aunque los conductores de los vehículos son muy hábiles y dan con precisión cada curva. Quizá sean sedas o su equivalente entre los nuevasangre, y trasladen su agilidad a las máquinas que manejan. Intento mantenerme alerta en tanto descendemos por el Paso del Halcón, a la caza de hostiles Plateados escondidos entre las rocas y los nudosos árboles. Las luces del valle adquieren un perfil más definido. Las ciudades que Davidson mencionó salpican el paisaje; su aspecto es pacífico, e intacto y vulnerable.
Cuando tomamos otra curva pronunciada, un gemido perfora la noche. El ruido de metal al desgarrarse y desprenderse de sus junturas nos envuelve en su estrépito. Levanto la mirada y veo que un transporte da crecientes volteretas a mitad de la fila. Todo parece disminuir la velocidad al tiempo que el vehículo despliega una cegadora claridad y mis sentidos se centran en la máquina que se precipita en espiral por el aire. Los soldados