Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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mis nudillos por su mejilla, sobre su suave piel.

      Esta vez me sorprende antes de que pueda desviar la mirada.

      Mi primera reacción es parpadear, interrumpir el contacto visual, volver a mi plato o quizá retirarme de la mesa. En cambio, me mantengo firme. Si el aspirante a rey quiere ponerme nerviosa, asediarme, de acuerdo; yo puedo hacerlo también. Elevo los hombros, me enderezo y recuerdo respirar. Tiberias es apenas un Plateado más que esclavizará a mi pueblo, por más que predique otra cosa. Es un obstáculo y un escudo. Hay que guardar un delicado equilibrio.

      Él es el primero en pestañear y vuelve a su plato.

      Hago lo mismo.

      Arde estar junto a él, tan cerca de una persona en la que antes confiaba, un cuerpo que conozco tan bien. Una decisión, una palabra y las cosas serían distintas. Esta cena se dedicaría a un intercambio de miradas, a comunicarnos a nuestro modo sobre Evangeline, Anabel o la ausencia de Davidson. O bien, ellos no estarían aquí. Seríamos los únicos en la terraza, bajo las estrellas, rodeados por una nación de nuevo cuño, tal vez imperfecta pero un modelo a seguir de todas formas. Carmadon es Plateado, su esposo es un nuevasangre Rojo, los sirvientes no son esclavos. Pese a que he visto poco de Montfort, es suficiente para saber que este lugar sería distinto, y nosotros en él, si Tiberias lo permitiese.

      Aunque todavía no porta una corona, la veo sobre él, en sus hombros, sus pupilas, sus lentas pero firmes maneras. Es un rey a la altura de cualquier otro, en la sangre, hasta los huesos.

      Cuando los sirvientes retiran los platos de la ensalada, Carmadon se gira hacia la puerta como si esperara que Davidson se nos uniera de un momento a otro. A pesar de que frunce el entrecejo porque nadie aparece, hace señas para que se sirva el siguiente plato.

      —Éste es un manjar exclusivo de Montfort —finge una sonrisa.

      Un plato se desliza ante mí. Tiene la apariencia de un filete demasiado grueso y sustancioso, rodeado de patatas fritas, champiñones, cebollas y verduras de hoja cocidas en salsa. En pocas palabras, luce delicioso.

      —¿Un filete? —pregunta la reina Lerolan mientras se inclina con una sonrisa desagradable—. Tenga la certeza, milord Carmadon, de que hay filetes en nuestro país.

      Nuestro anfitrión menea un dedo oscuro, lo que enfada a la vieja tanto como el desdén que él muestra por los títulos.

      —No, tienen vacas. Esto es bisonte.

      —¿Qué es un bisonte? —pregunto, ansiosa de probar ese plato.

      Él raspa el suyo con el cuchillo al tiempo que corta una porción.

      —Una especie distinta, aunque cercana, al ganado vacuno que ustedes conocen: mucho más grande y de mejor sabor; más fuerte y dura, con cuernos, pelaje lanudo y músculo suficiente para embestir a un transporte si lo decidiera. Sus ejemplares son salvajes en su mayoría, pese a que hay algunas granjas. Vagan por el Valle del Paraíso, las colinas y las llanuras. Prosperan incluso en los inviernos que podrían matar a hombres y bestias. Nunca mirarán un bisonte vivo a la cara y lo llamarán vaca, eso se lo puedo asegurar —observo fascinada como su cuchillo corta una carne tan curiosa; el jugo rojo que desprende mancha la porcelana—. ¡Qué interesantes el bisonte y la vaca, tan similares! Dos ramas del mismo árbol, si bien completamente diferentes entre sí. Y separados como están, divididos como las dos especies que son, viven juntos de maravilla, se mezclan en manadas y hasta se aparean.

      Junto a mí, Tiberias está a punto de ahogarse con un trozo de carne.

      A mí me arden las mejillas.

      Evangeline oculta la risa con una mano.

      Farley se termina la botella de vino.

      —¿He dicho una impertinencia? —Carmadon hace bailar ante nosotros sus ojos negros. Sabe qué dijo y lo que significa.

      Anabel interviene antes de que cualquier otro pueda hacerlo, para intentar atenuar el bochorno de su nieto. Examina el palacio por encima del borde de su copa.

      —¡La tardanza de su esposo es una descortesía, milord!

      El sonriente Carmadon no se inmuta.

      —¡Tiene usted toda la razón! Me encargaré de que se le castigue sin demora.

      El bisonte es magro y Carmadon está en lo cierto: mejor que la res. Me olvido de los buenos modales porque, tan tranquilo, él come las patatas con las manos. Devoro en un minuto la mitad del bisonte y todas las cebollas salteadas. Me concentro tanto en limpiar mi plato con el tenedor para formar un bocado perfecto que apenas noto que la puerta se abre de nuevo detrás de nosotros.

      —¡Acepten mis disculpas, por favor! —exclama Davidson mientras se acerca a la mesa con paso cadencioso pero ágil, seguido por Julian. Me impresiona que se parezcan tanto, en su actitud, no en su aspecto; ambos poseen una intensa sed de saber. Por lo demás, no podrían ser más distintos: Julian es muy esbelto, de cabello cano y ralo y lacrimosos ojos castaños; Davidson, la imagen misma de la salud, de un cabello lustroso y bien cortado y todo músculo a pesar de su edad—. ¿Qué nos perdimos? —toma asiento junto a su esposo.

      Julian inspecciona la mesa con incomodidad y se sienta en el único asiento desocupado, el destinado a Tiberias si no se hubiese empeñado en fastidiarme.

      Carmadon responde con desinterés:

      —Una conversación sobre el menú, los hábitos reproductivos del bisonte y tu impuntualidad.

      La risa del primer ministro es franca y sincera. No siente necesidad de fingir o lo hace a la perfección en su propia casa.

      —La conversación normal en una cena, entonces.

      En el otro extremo de la mesa, Julian se inclina avergonzado.

      —Me temo que la culpa es mía.

      —¿Estabais en la biblioteca? —indaga su sobrino con una sonrisa de complicidad—. Ya lo sabíamos.

      Mi corazón se estremece por la viveza de su voz. Ama a su tío y todo recordatorio de la persona que él es bajo sus malas decisiones me hace sufrir.

      Julian eleva una comisura de su boca.

      —¿Soy tan predecible?

      —¡Prefiero a los predecibles! —susurro lo bastante fuerte para que todos en la mesa me oigan.

      Farley sonríe, Tiberias arruga la frente y hace girar su cuello hacia mí. Abre la boca como si fuera a decir algo imprudente y estúpido.

      Su abuela habla antes de que él pueda hacerlo, deseosa de protegerlo de sí mismo.

      —¿Y qué vuelve a esa biblioteca tan… interesante? —pregunta con evidente menosprecio.

      —Tal vez los libros —digo sin poder evitarlo.

      Farley se echa a reír al tiempo que Julian intenta ocultar su sonrisa con una servilleta. El resto es más recatado, aunque la risilla de Tiberias me para en seco. Cuando me doy la vuelta lo veo sonreír, con arrugas en las comisuras de los ojos mientras me mira. Reparo en que ha olvidado por un momento dónde estamos… y quiénes somos. Su risa se extingue en un instante y su rostro retorna a una expresión neutral.

      —¡Oh, sí! —insiste Julian, así sea sólo para distraernos a todos—. Los volúmenes son muy variados; no sólo de ciencia, también de historia. Me temo que hemos perdido el rumbo de lo que somos —agita la cabeza, prueba el vino y ladea la copa en dirección a Davidson—. O el primer ministro me obligó a hacerlo, por lo menos.

      Éste alza su copa en respuesta, un reloj pulsa en su muñeca.

      —Siempre es una dicha compartir libros. El conocimiento es una marea alta: eleva a todas las embarcaciones, por así decirlo.

      —Deberían visitar las Bóvedas de Vale —interviene Carmadon— e incluso la Montaña del Cuerno.

      —No pensamos estar aquí el tiempo suficiente para visitar lugares de interés