se desplaza con sigilo hasta mí y planta un codo en la barandilla, sobre la que se apoya para asomarse a la urbe. Pese a la estación, un frío intenso llega con la noche. Supongo que tiemblo, porque él me ofrece un chal.
Cuando lo tomo y envuelvo mis hombros en la tela, arruga la frente.
—No sé qué significa elefante.
Aunque la palabra me suena, sacudo la cabeza y me encojo de hombros.
—Yo tampoco, creo que es un animal. Julian lo sabría —digo su nombre en forma irreflexiva y casi hago una mueca cuando una punzada de dolor arde en mi pecho.
—Podrás preguntárselo en la cena —dice pensativo y pasa una mano por su áspera barba.
Alzo otra vez los hombros como si quisiera librarme de toda mención de Julian Jacos.
—Debes afeitarte, Tramy —río, inhalo de nuevo el dulce aire y me doy la vuelta hacia las luces de la ciudad—. Y pregúntaselo tú a Julian en la cena.
—No.
Algo en su voz me da que pensar, un acento grave de resolución, de osadía. Tramy no es de los que niegan algo. Está demasiado acostumbrado a seguir a Bree por doquier o a allanar los problemas de la familia. Es un conciliador, no de quienes se plantan en un sitio y no se mueven.
Lo miro a la espera de una explicación.
Aprieta el mentón, sus ojos castaños oscuros perforan los míos. Tiene los ojos de mamá, como yo.
—Este lugar no es para nosotros.
Nosotros.
El significado es claro. No iremos más lejos. Los Barrow no son políticos ni guerreros, no tienen ninguna razón para compartir los reflectores ni el peligro en que yo vivo. Sin embargo, la perspectiva de quedarme sola, sin ellos… el temor es infinito, egoísta y repentino.
—Quizá sea así —digo demasiado rápido, tomo su muñeca y él cubre mi mano con la suya—. Pero debería ser vuestro lugar, el de todos vosotros, sois mi familia…
Un rechinido revela que una puerta se abre en la terraza, y se cierra detrás de Kilorn y Gisa. Mi hermana nos examina con ojos relucientes.
—¿Cuántas personas tienen un poder que no deberían sólo porque su familia se lo da? —pregunta.
Alude a los Plateados, a los miembros de la realeza y los nobles que ceden el poder a sus hijos, por incompetentes que sean. La obsesión con la sangre y la dinastía es la causa de que Maven ocupe el trono, un chico retorcido que controla un país cuando ni siquiera es capaz de controlar su mente.
—Eso es distinto —susurro en respuesta, con poco entusiasmo—. Vosotros no sois como ellos.
Gisa ajusta mi chal; me cuida como si fuera la mayor, cuando es al revés. Todavía lleva sujeta en el cabello su flor, pálida como el amanecer. Toco lentamente los pétalos y paso un rizo suyo entre mis dedos. La flor le sienta bien, ¿será lo mismo con Montfort?
—Como dijo Tramy —replica—, tus reuniones, tus consejos, la guerra que tú libras no son para nosotros. Y no queremos estar ahí —me mira a los ojos. Aunque somos ya de la misma estatura, espero que crezca aún; no se merece ver el mundo como yo.
—Bueno —tomo aire y la acerco a mí—, está bien.
—Ellos están de acuerdo —murmura.
Mamá, e incluso papá.
Algo en mí se suelta, me quita un gran peso de encima. Pero ¿es un ancla que tira de mí o que me mantiene estable? Podría ser ambas cosas. Sin mis padres o hermanos en juego, ¿en quién me convertiré?
En lo que debo ser.
Con la cabeza apoyada en el hombro de Gisa, es difícil no ver a Kilorn detrás. Su rostro es oscuro, como una nube de tormenta, y nos mira a ambas. Nuestros ojos se cruzan cuando siente los míos y veo determinación en él. Se afilió a la Guardia hace mucho y no incumplirá su compromiso, ni siquiera para quedarse aquí, a salvo, con la única familia que conoce.
—Ahora — Gisa se aparta—, vamos a prepararte para esa espantosa cena.
Varios meses de vivir en bases rebeldes no han hecho más que aguzar el buen ojo de mi hermana para el color, la tela y la moda. No sé cómo se agencia en el palacio de varios vestidos para que yo elija entre ellos, todos desenfadados pero formales y de gran variedad de estilos; nada semejante a los horrores con gemas que usan las Plateadas de Norta, por supuesto, aunque todos adecuados para una mesa de reyes y líderes. Debo admitir que me gusta vestir de este modo, pasar los dedos por el algodón o la seda, decidir cómo peinarme; es una distracción buena y necesaria.
No cabe duda de que Tiberias se sentará a la mesa conmigo, radiante en sus ropas carmesíes. Y que hará mohínes porque me atengo a mis principios mientras él escupe en ellos. Que vea a qué exactamente le volvió la espalda, y a quién. Esta idea me produce un placer satisfactorio pese a su carácter enfermizo.
Aunque Gisa está a favor de los atuendos complicados, al final nos quedamos con un vestido que nos gusta a ambas. Es sencillo, de un rojo ciruela profundo, mangas largas y falda con cola. Por toda joya me pongo mis pendientes, el rosa de Bree, el rojo de Tramy, el violeta de Shade, el verde de Kilorn. La piedra roja final, granate como la sangre fresca, está guardada entre mis cosas. A pesar de que no uso el pendiente que me regaló Tiberias, tampoco puedo desecharlo. Permanece sin tocar pero no olvidado.
Gisa cose a toda prisa un galón de oro, una intrincada pieza de encaje, en los puños de cada manga. Ignoro de dónde sacó un costurero o si el personal de Davidson se lo dejó a propósito. Sus dinámicos dedos son igual de hábiles para peinarme, hasta que da a mis rizos, de un castaño cenizo, la forma de una corona. Esconde bien mis abundantes puntas grises. Es un hecho que la tensión diaria me ha impuesto un precio muy elevado, que no paso por alto en el espejo. Luzco agotada, con las mejillas hundidas y los ojos rodeados por sombras similares a contusiones. Tengo toda clase de cicatrices: de la marca de Maven, de heridas que no se han curado del todo, de mi relámpago. Pero no soy una ruina. Todavía no.
Pese a la inmensidad del palacio del primer ministro, su distribución es muy simple y tardo poco en descender a la planta baja, donde están las salas públicas. Al final puedo confiar únicamente en el aroma de los platos, para que me lleve uno tras otro por suntuosos salones y galerías. Paso por un comedor del tamaño de un salón de baile con una mesa en la que cabrían cuarenta comensales y una enorme chimenea de piedra. La mesa está vacía y en el hogar no crepita llama alguna.
—Usted es la señorita Barrow, ¿verdad?
Cuando me doy la vuelta hacia esa amable voz, me encuentro con un rostro más amable todavía. Un hombre me hace señas desde uno de los muchos pasillos abovedados que comunican a otra terraza. Exhibe una calvicie completa, su piel oscura es de un matiz casi morado y su sonrisa destella como una media luna sobre un traje de seda más blanco aún.
—Sí —contesto llanamente.
Su sonrisa se ensancha.
—Cenaremos aquí, bajo las estrellas. Pensé que sería mejor hacerlo de ese modo en su primera visita.
Me hace señas y cruzo el grandioso comedor para alcanzarlo. Toma mi brazo con suavidad, entrechoca su codo con el mío y me saca al aire fresco de la noche. El aroma del menú es tan intenso ahora que se me hace la boca agua.
—¡Qué tensa está! —ríe y agita un brazo para contrastarlo con mis músculos contraídos. Su talante es tan desenfadado que querría desconfiar de él—. Soy Carmadon, yo preparé la cena, así que si tiene alguna queja, guárdesela.
Me muerdo el labio para disimular una sonrisa.
—Haré lo que pueda.
Se toca la nariz en respuesta.
Sus arañas vasculares son grises y se ramifican por el blanco de sus ojos. Es de sangre plateada. Siento