Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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si quisiera, pasar mis enjoyadas zarpas por las nubes y hacer al cielo sangrar una roja luz de estrellas. En cambio, mantengo las manos en mis costados, y ocultas mis numerosas pulseras y sortijas bajo los pliegues de la falda y las mangas, meros adornos, cosas bonitas, inútiles y mudas, justo como mis padres querrían que yo fuese.

      Al otro extremo de la pista, la superficie se precipita en un peñasco. Los filos tallados de las laderas enmarcan el horizonte como una ventana lo haría. Cal se levanta de perfil y mira al este, donde la noche cae entre matices de un púrpura brumoso. La cordillera proyecta sus sombras y el mundo entero se desvanece en una oscuridad propia de Montfort.

      Cal no está solo: lo acompaña su tío, el peculiar Lord Jacos, quien anota algo en una libreta con la nerviosa y agitada energía de un pajarillo. Dos agentes, uno con los colores de Lerolan, rojo y naranja, y el otro con el amarillo de Laris, los flanquean a respetuosa distancia. El príncipe exiliado fija la mirada a lo lejos, inmóvil salvo por el viento que hace ondear su capa carmesí. Invertir los colores de su casa fue una decisión inteligente, para distanciarse de todo lo que el rey Maven representa.

      Tiemblo al recordar ese rostro blanco, esos ojos azules, la forma en que cada parte de él parecía arder con una llama que lo consumía todo. En Maven no hay ninguna otra cosa que apetito.

      Cal no se gira hasta que Mare ha bajado del jet con su familia y se acerca a una escolta de asistentes de Montfort. Las voces de los Barrow resuenan en las rocosas paredes del alto valle montañoso. Es una familia muy… ruidosa. Y para alguien tan baja y compacta, los hermanos de Mare son sorprendentemente altos. Ver a su hermana menor me revuelve el estómago. Es pelirroja, de un tono más oscuro que el de Elane y sin el pulido lustre de mi amada. Su piel no brilla por una habilidad ni por un encanto interno inexplicable; tampoco es pálida ni atractiva. Su rostro es bonito a secas, más dorado, dotado de una belleza promedio, común, Rojo. Elane es singular de mente y apariencia, no tiene igual a mis ojos. Aun así, la chica Barrow me recuerda a quien más quiero, la persona a la que en realidad no podré tener nunca.

      Elane no está aquí, ni mi hermano. Tal es el precio a pagar por la seguridad de él, por su vida. La general Farley no perderá la oportunidad de matarlo y yo no permitiré que la tenga, ni siquiera a cambio de mi corazón.

      Cal se vuelve para ver partir a Mare con los ojos pegados a su espalda mientras sus escoltas se la llevan con su familia. Tanta idiotez me hace torcer la boca. La tiene enfrente y aun así la hace a un lado con las dos manos, por algo tan frágil y trivial como una corona. Lo envidio de todos modos. Podría elegirla todavía si quisiera; me gustaría tener la oportunidad de hacer lo mismo.

      —Piensas que mi nieto es un bruto, ¿cierto?

      Cuando me doy la vuelta, me encuentro con los ojos de Anabel Lerolan, sus dedos letales que entrelaza al frente y una diadema de oro rosa que reluce en su cabeza. Como el resto de nosotros, se esmeró en vestir sus mejores galas.

      Aprieto los dientes y hago una leve pero perfecta reverencia.

      —Ignoro a qué se refiere, su majestad —no me molesto en resultar persuasiva, veo poca importancia en eso, para bien o para mal. Me da lo mismo lo que ella piense de mí; controla mi vida de todas formas.

      —Sientes algo por la chica de Haven, ¿cierto?, la hija de Jerald —da un atrevido paso adelante y yo quisiera arrancarle de la mente el rostro de Elane—. Si no me equivoco, está casada con tu hermano, es una futura reina como tú.

      La amenaza resbala por sus palabras como una de las serpientes de mi madre.

      Fuerzo una carcajada.

      —Mis caprichos pasajeros no son de su incumbencia.

      Bate un dedo contra un nudillo arrugado. Frunce los labios y las arrugas en torno a su boca se ahondan.

      —¡Por supuesto que lo son! Sobre todo cuando mientes con tanta presteza para impedir cualquier escrutinio sobre Elane Haven. ¿Un gusto pasajero? ¡Por favor, Evangeline! Es obvio que estás locamente enamorada —entrecierra los ojos—. Descubrirás que tú y yo tenemos en común más de lo que crees.

      Le dedico una sonrisa de suficiencia y muestro los dientes junto con un gruñido velado.

      —Estoy al tanto de las habladurías de la corte, como todos. Se rumorea de consortes; su esposo tuvo uno, un caballero llamado Robert, ¿y cree usted que eso nos iguala?

      —Me casé con un rey Calore y me senté a su lado mientras él amaba a otro; creo saber cómo… —bailotea dos dedos ante mí— funciona esto. Y déjame decirte que sale mejor cuando los involucrados están de acuerdo y en el entendimiento. Te guste o no, mi nieto y tú tendréis que ser aliados en todo, es la mejor manera de sobrevivir.

      —Sobrevivir a la sombra de él, querrá decir —no puedo contenerme.

      Parpadea, presa de una rara confusión, y después sonríe y frunce el ceño.

      —Las reinas proyectan sombras también —cambia de actitud en un instante—. ¡Ah, primer ministro! —se vuelve a mi izquierda, hacia el hombre que está a mis espaldas.

      Hago lo mismo y veo que Davidson da un paso y asiente en dirección a nosotras sin dejar de mirarnos a ambas; sus ojos angulosos, de un especial color dorado, vuelan de Anabel a mí. Son la única parte de él que tiene vida; el resto, desde sus expresiones huecas e insulsas hasta sus inmóviles dedos, parece haber sido adiestrado por la moderación.

      —Su majestad, su alteza —agita la cabeza de nuevo y más allá de él veo a sus vigilantes de Montfort, ataviados de verde, y a sus oficiales y soldados con sus insignias. Hay docenas de ellos; aunque algunos lo acompañaron desde las Tierras Bajas, la mayoría ya estaba aquí y esperaba su arribo.

      ¿Ha tenido siempre tantos guardias a sus espaldas, tantas armas? Siento las balas en sus recámaras. Las cuento por costumbre y aumento las reservas de hierro de mi vestido, que protege mis órganos más delicados.

      El primer ministro hace un amplio movimiento con el brazo.

      —Confiaba en que podría acompañarlas hasta nuestra capital y ser el primero en darles la bienvenida a la República Libre de Montfort —pese a su intención de mostrarse ecuánime, advierto orgullo en él, por su país, por su patria; comprendo eso, al menos.

      Anabel lo examina con ojos que les bajarían los humos a Plateados nobles, hombres y mujeres de inmenso poder y mayor arrogancia todavía. Él no se inmuta.

      —¿Ésta —inquiere ella con desdén y mira los acantilados que nos rodean— es su República?

      —Es una pista privada —contesta Davidson.

      Hago girar un anillo en mi dedo para distraerme con el cordel de joyas y no reír.

      En los contornos de mi visión brillan unos botones de pesado y bien labrado hierro, forjado a semejanza de una llama. Se aproximan, asegurados a las ropas de mi prometido. Él se detiene junto a mí e irradia un calor leve pero constante.

      No me dice nada y eso me alegra. No hemos hablado en meses, desde que escapó de la muerte en el Cuenco de los Huesos. Antes, cuando fue mi prometido por primera ocasión, nuestras conversaciones eran escasas y aburridas. No piensa más que en la batalla y Mare Barrow; ninguna de las dos me interesa gran cosa.

      Lanzo una mirada furtiva y noto que su abuela se ha hecho cargo de su apariencia. El cabello de corte irregular y la barba dispareja se han esfumado; sus mejillas están lampiñas y su negro cabello, pulcro y lustroso, ha sido cepillado hacia atrás. Se diría que acaba de salir del Fuego Blanco y está listo para su coronación, no que descendió apenas de un vuelo de seis horas tras haber sitiado una ciudad. Con todo, sus ojos son de un bronce duro y apagado, y no lleva puesta su corona. Anabel no pudo conseguirle una o él se negó a usarla; opto por esto último como respuesta.

      —¿Una pista privada? —mira a Davidson desde su gran altura.

      El primer ministro no muestra ninguna incomodidad a causa de la discrepancia de estatura. Tal vez carece de la muy masculina obsesión por las dimensiones.

      —Sí