Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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como yo, se valió de su tormenta, un furioso relámpago azul que rajó la piedra. Ninfos de Montfort, nuevasangre dotados de enorme poder, usaron los arroyos próximos y aun el río para acarrear los escombros hasta la laguna. Nada de Corvium quedó a salvo; una parte se desplomó incluso sobre los túneles subterráneos. El resto se dejó como escarmiento, a la manera de los antiguos monolitos que sufrían el desgaste de un millar de años, no de unas horas.

      ¿Cuántas otras ciudades compartirán ese destino?

      Pienso antes que nada en Los Pilares.

      No he visto el lugar en que crecí desde hace casi un año, cuando respondía al nombre de Mareena y vi desde la cubierta de un suntuoso barco las márgenes del río Capital acompañada de un fantasma. Elara vivía aún, lo mismo que el rey. Ambos me obligaron a mirar mi aldea, la gente reunida junto al río con la expresa amenaza de un latigazo o una celda. Mi familia estaba ahí; me concentré en sus rostros, no en el paisaje: Los Pilares no fueron nunca mi hogar, ella lo es.

      ¿Me importaría ahora que la aldea desapareciera, que todo el daño lo padeciesen las casas construidas sobre pilares, el mercado, la escuela, el redondel; que todo eso fuera destruido o quemado, se inundara o sencillamente se desvaneciera?

      No lo sé.

      Pero sin duda hay lugares que deberían unirse a Corvium en ruinas. Nombro los que quisiera destruir, los maldigo.

      Ciudad Gris, Ciudad Alegre, Ciudad Nueva y todas las demás ratoneras de su calaña.

      Las barriadas de los tecnos me hacen recordar a Cameron, quien duerme frente a mí enredada en su cinturón de seguridad. Cabecea y su ronquido es casi imperceptible bajo el ruido de los motores del aeroplano. Su tatuaje asoma bajo el cuello de la blusa, un manchón de tinta oscura contra la piel morena. Se le marcó con su profesión, o su prisión, hace mucho tiempo. Pese a que vi sólo una ciudad tecno a lo lejos, su recuerdo me produce náuseas todavía; no me puedo imaginar lo que es crecer en una de ellas, atada a una vida bajo el humo.

      Las barriadas Rojas deben ser aniquiladas.

      También sus muros tienen que arder.

      Aterrizamos en la base de las Tierras Bajas en medio de un aguacero de última hora en la mañana. Me basta con dar tres pasos sobre la pista hacia la fila de transportes en espera para empaparme. Farley me rebasa sin esfuerzo, ansía estar de vuelta con Clara; no piensa en otra cosa y evita al coronel y los demás soldados que nos reciben. Me empeño en seguirle el paso, me fuerza a avanzar a un trote incómodo. Intento no mirar el otro jet, el Plateado; por encima del estrépito de la lluvia oigo que sus ocupantes bajan en tropel a la pavimentada pista con sus aspavientos habituales. La lluvia ensucia sus colores: enloda el naranja de Lerolan, el amarillo de Jacos, el rojo de Calore y el plata de Samos. Evangeline tuvo el acierto de quitarse la armadura; las prendas de metal no son precisamente inofensivas en una tormenta eléctrica.

      Al menos el rey Volo y el resto de sus caballeros Plateados no se nos unieron. Van de regreso al reino de la Fisura, donde quizás estén ya. A las Tierras Bajas viajaron sólo los Plateados que continuarán mañana la travesía hasta Montfort: Anabel, Julian y sus agentes y consejeros, así como Evangeline y Tiberias, desde luego.

      Tan pronto como subo a mi transporte para guarecerme alcanzo a verlo, inquietante como una nube de tormenta. Se mantiene aparte, es el único de ellos que conoce la base de las Tierras Bajas. Seguro que Anabel le consiguió ropa elegante; ésa es la única explicación de su larga capa y botas lustradas, así como de sus galas interiores. Desde aquí no distingo si porta una corona. Pese a su atuendo señorial, nadie lo confundiría con Maven; ha invertido sus colores: la capa es de color rojo sangre, lo mismo que las demás prendas, todas ellas con ribetes de color negro y plata imperial. Tiberias fulgura bajo la lluvia, brillante como una flama, y mira con la frente arrugada, inmóvil mientras la tormenta se desata sobre nosotros.

      Siento el primer estruendo del relámpago antes de que cruce el cielo. La electricona Ella lo contuvo para que aterrizaran los jets. Es un hecho que lo ha soltado ya.

      Miro al frente y me apoyo en el cristal de la ventana. Al momento de arrancar, también intento soltar algo.

      La casa que ocupa mi familia está igual que cuando me marché hace unos días, pese a la lluvia que azota las ventanas y ahoga las macetas. Esto no le gustará nada a Tramy; adora sus flores.

      En Montfort podrá cultivar todas las que quiera. Podrá sembrar un jardín entero y dedicar su vida a verlo florecer.

      Farley baja del transporte antes de que se detenga y salta sobre un charco. Yo titubeo por muchas razones.

      Claro que debo hablar con mi familia acerca de Montfort. Espero que esté de acuerdo en quedarse ahí, por más que yo tenga que volver a marcharme. Aunque ya deberíamos estar acostumbrados a esto, partir nunca es fácil. Mi familia no puede impedir que lo haga y yo tampoco. Si se niega a ir allá… Tiemblo ante esta idea; saber que ella está a salvo es el único consuelo que me queda.

      Esa controversia inevitable es un sueño en comparación con lo demás que debo admitir.

      Cal eligió la corona, no a mí, no a nosotros.

      Decir esto lo hace realidad.

      El charco a un lado del vehículo es más hondo de lo que imaginé y cuando lo cruzo moja los lados de mis botas cortas y un escalofrío sube por mis piernas. Esta distracción me agrada y sigo a Farley escalones arriba, hasta una puerta que se abre.

      Una masa indistinta de miembros de la familia Barrow me absorbe; mamá, Gisa, Tramy y Bree se arremolinan a mi alrededor. Mi viejo amigo Kilorn se les suma y avanza para darme un breve pero firme apretón de manos. Siento un alivio inmenso al verlo; no estaba preparado para combatir en Corvium y todavía me alegra que haya aceptado quedarse aquí.

      Papá permanece al fondo, a la espera de abrazarme apropiadamente sin que nadie se nos cruce. Quizá deba aguardar mucho, porque mamá no parece dispuesta a soltarme y rodea mis hombros con un brazo para tenerme cerca; su ropa huele a limpio, a jabón y rocío de la mañana, en contraste con Los Pilares. Mi prestigio en el ejército, cualquiera que sea, hace posible que mi familia disfrute de un nivel de vida al que no estaba acostumbrada. La casa misma, antigua vivienda de un oficial, es opulenta en comparación con nuestra vieja casa sobre los pilares. Pese a que la decoración es exigua, el mobiliario básico es fino y está bien cuidado.

      Farley sólo tiene ojos para Clara. Mientras atravieso la puerta, la carga ya contra su pecho y permite que pose la cabeza en su hombro. La bebé bosteza y se acurruca con la intención de reanudar la siesta. Cuando Farley cree que nadie la mira, flexiona el cuello y aplasta la nariz contra la cabecita castaña de Clara. Cierra los ojos y aspira.

      Entretanto, mamá me planta otra docena de besos en la sien y sonríe.

      —¡Estás en casa de nuevo! —musita.

      —Así que lo lograsteis —dice papá—: Corvium ha dejado de existir —me aparto de mamá un instante para darle un fuerte abrazo. Aún no nos acostumbramos a estrecharnos de este modo, sin que él esté encogido en su silla de ruedas. Pese a sus largos meses de recuperación con la ayuda de Sara Skonos y los curanderos y enfermeras del ejército de Montfort, nada puede borrar los años que todos recordamos. El dolor continúa ahí, asentado en su cerebro. Y supongo que así debe ser; no es bueno olvidar.

      Se apoya en mí, menos pesadamente que antes, y mientras lo conduzco a la sala compartimos una amarga sonrisa secreta. Él también fue soldado alguna vez, durante más tiempo que cualquiera de nosotros. Sabe lo que es mirar la muerte a los ojos y vivir para contarlo. Debajo de las arrugas y sus ralos mechones entrecanos, detrás de sus ojos, intento imaginar cómo era. En casa teníamos algunas fotografías; no sé cuántas de ellas acabaron en el refugio de la isla de Tuck, a la otra base en la comarca de los Lagos y por fin aquí. Una sobresale en mi memoria, una antigua foto, desgastada en las puntas y con la imagen desvanecida y borrosa. Mis padres posaron para ella hace mucho tiempo, antes de que Bree naciera; eran unos adolescentes, chicos de Los Pilares como lo fui yo. Seguramente papá no tenía entonces más de dieciocho años, no lo habían reclutado todavía,