Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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las tórridas Tierras Bajas. Él no contesta, se vuelve hacia Kilorn y levanta una ceja en una interrogación silenciosa—. Kilorn está bien —respondo sin darle la oportunidad de preguntar—, habla antes de que nos ahoguemos.

      Mi tono se aviva y él también. No es ningún tonto; el rostro se le desencaja cuando advierte la desilusión grabada en el mío.

      —Sé que te sientes abandonada —elige sus palabras con un esmero exasperante.

      Es inevitable que me crispe.

      —¡Apégate a los hechos! No toleraré que me sermonees acerca de lo que tengo permitido sentir.

      Parpadea sin detenerse en mi respuesta. La nueva pausa que hace es tan larga que una gota le rueda por su recta nariz. Julian aprovecha este momento para calarme, estudiarme, medirme. De repente, su parsimonia casi me empuja a agarrarlo de los hombros para arrancarle algunas palabras vehementes.

      —¡De acuerdo! —dice con voz baja y dolida—. En beneficio de los hechos, o de lo que muy pronto será historia, acompaño a mi sobrino en su viaje al oeste. Quiero ver por mí mismo la República Libre y pienso que puedo ser de utilidad a Cal en ese sitio —hace el amago de dar un paso al frente; lo piensa mejor y mantiene su distancia.

      —¿Tiberias posee un interés en la historia remota desconocido para mí? —pregunto con más aspereza que de costumbre.

      Mis palabras lo trastornan visiblemente; apenas puede mirarme a los ojos. La lluvia le adhiere el cabello a la frente, cuelga de sus pestañas, lo acaricia con dedos sutiles. Esto lo calma de algún modo, como si aligerara sus días. Le da un aspecto más jovial que cuando lo conocí hace casi un año: menos seguro de sí, más lleno de dudas y preocupaciones.

      —No —admite—. Aunque suelo insistirle en que persiga todo el conocimiento posible, hay cosas de las que preferiría que se alejara, piedras que no debería perder tiempo en volcar.

      Elevo una ceja.

      —¿A qué te refieres?

      Frunce el ceño.

      —Supongo que te mencionó sus esperanzas respecto a Maven. Antes.

      Antes de que optara por la corona sobre mí.

      —Así es —murmuro con un hilo de voz.

      —Cree que es factible remediar la situación de su hermano, curar las heridas que Elara Merandus le infligió —sacude despacio el cabello—, pero es imposible montar un rompecabezas del que no se tienen todas las piezas o volver a unir un cristal roto.

      Mi estómago se tensa con lo que ya sé, lo que he visto con mis propios ojos.

      —Es imposible, en efecto.

      —E inútil —confirma—, una causa perdida que no hará más que romper el corazón de mi muchacho.

      —¿Qué te hace pensar que su corazón me importa todavía? —inquiero con desdén y siento en mi boca el sabor amargo de la mentira.

      Da al frente un paso cauteloso.

      —No seas tan dura con él —balbucea.

      Respondo sin pestañear:

      —¿Cómo te atreves a pedirme eso?

      —¿Recuerdas lo que descubriste en aquellos libros, Mare —tira de su túnica y su voz adopta un tono suplicante—, recuerdas sus palabras?

      Tiemblo y no es a causa de la lluvia.

      —No fuimos elegidos sino condenados por un dios.

      —Sí —asiente con el fervor con que me instruía antes y me preparo para un sermón—. No es un concepto nuevo, Mare: hombres y mujeres de toda laya se han sentido así desde hace miles de años, elegidos o condenados, predestinados o malditos; sospecho que desde el despertar de la conciencia, mucho antes de los Rojos, Plateados o cualquier otro con habilidades. ¿Sabías que reyes, políticos y gobernantes de todo tipo creían haber sido bendecidos por los dioses, predestinados a ocupar el lugar que tenían en el mundo? Muchos se creían elegidos, aunque también algunos veían su deber como un castigo.

      A mi lado, Kilorn suelta una risita; yo soy más obvia y entorno los ojos hacia Julian. Cuando me muevo, lo mismo ocurre con el cuello de mi blusa; me entra agua por la espalda y cierro los puños para no estremecerme.

      —¿Insinúas que tu sobrino está condenado a su corona? —pregunto con sarcasmo, él se endurece y lamento en el acto mi crueldad. Sacude la cabeza hacia mí como si fuera una niña reprensible—. ¿Que se vio forzado a elegir entre la mujer que ama y lo que considera correcto, lo que cree que debe hacer en virtud de todo lo que se le enseñó? ¿De qué otra forma llamarías a eso?

      —Yo lo llamaría una salida fácil —reclama Kilorn.

      Me muerdo la mejilla para tragarme una docena de respuestas insolentes.

      —¿En verdad viniste aquí a justificar lo que él hizo? ¡Porque no estoy de humor para eso!

      —Por supuesto que no, Mare —replica—. Vine a explicar, si tal cosa me es posible.

      Se me retuerce el estómago por la idea de que sea nada menos que Julian quien me explique el corazón de su sobrino, con sus análisis y reflexiones. ¿Lo reducirá todo a simple ciencia? ¿A una ecuación que demuestre que la corona y yo no somos iguales a ojos del príncipe? No lo soporto.

      —No gastes saliva, Julian —escupo—. Vuelve junto a tu rey, plántate a su lado —lo miro directo a los ojos para que sepa que no miento—. Y mantenlo a salvo.

      Ve esta propuesta como lo que es: lo único que puedo hacer.

      Hace una profunda reverencia y ondea su empapada túnica en forma supuestamente cortés. Tengo por un segundo la impresión de que estamos de vuelta en Summerton, él y yo solos en un aula repleta de libros. Yo vivía aterrada entonces, obligada a hacerme pasar por otra persona. Julian era uno de mis únicos refugios ahí, junto con Cal y Maven, mis únicos santuarios. Los hermanos Calore ya no están a mi favor; pienso que es probable que Julian tampoco lo esté.

      —Lo haré, Mare —dice—; con mi vida de ser necesario.

      —Confío en que las cosas no lleguen a esos extremos.

      —Yo también.

      Son advertencias mutuas. Y su voz tiene el sonido de las despedidas.

      Creo que Bree no ha abierto los ojos durante todo el vuelo. No porque haya dormido, sino porque aborrece tanto volar que apenas puede verse los pies, y menos todavía asomarse a la ventana. Ni siquiera responde a las inocentes burlas de Tramy y Gisa, quienes, sentados a sus flancos, se complacen en fastidiarlo. Gisa se inclina sobre Bree para susurrarle algo a Tramy sobre accidentes de aviación y fallo de motores. No me sumo a ellos: sé lo que es padecer un accidente aéreo o algo muy parecido a ello, pero tampoco echaré a perder su diversión. ¡Tenemos tan pocos motivos de júbilo en estos tiempos! Bree permanece inmóvil en su asiento, con los brazos cruzados y los párpados tensos. Por fin la cabeza le cuelga, apoya la barbilla en el pecho y duerme durante el resto de la travesía.

      No es proeza menor si se considera que la ruta desde la base de las Tierras Bajas hasta la República Libre de Montfort es uno de los vuelos más prolongados que he hecho, de seis horas por lo menos. Como se trata de un viaje demasiado largo para un jet de asalto, volamos en una nave más grande, parecida al Blackrun, no por fortuna ese mismo aparato; aquél fue destruido el año pasado por un contingente de guerreros de Samos y la furia de Maven.

      Miro por el fuselaje hasta las siluetas de los dos pilotos que manejan el jet. Son hombres de Montfort y no conozco a ninguno. A sus espaldas, Kilorn los observa maniobrar.

      Como Bree, mamá no es afecta a volar; en cambio, papá se retuerce con la frente pegada al cristal y los ojos puestos en el terreno que se extiende a nuestros pies. El resto de la escolta de Montfort —Davidson y sus asesores— dedica su tiempo a dormir; seguro tendrán mucho que hacer cuando lleguen a casa. Farley