Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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pronuncia esta palabra con cariño y sin el menor dejo de escarnio, me desagrada. Y no porque ella sea la heredera, la mayor, la hija destinada a gobernar, sino porque ese término revela su preocupación y que está dispuesta a hacer grandes sacrificios por mí, y no quiero esto de ella ni de mi madre. Mi familia ya ha dado suficiente.

      —Tú debes rescatar a los hijos de Bracken —dice la reina con una voz tan gélida y sombría como sus ojos—, una hija de Cygnet. Maven no lo hará, enviará a sus Plateados; no tiene habilidad ni humor para esas cosas. En cambio, si tú acudes con sus soldados, si vuelves junto al príncipe Bracken con sus hijos en tus brazos…

      Trago saliva. No soy un perro que juega a buscar cosas. Se lo dije hace unos minutos a Maven y ahora estuve a punto de decírselo a mi ilustre madre.

      —Es demasiado peligroso —dice Tiora y casi se interpone entre nosotras.

      Mamá no cede, inquebrantable como siempre.

      — no puedes traspasar nuestras fronteras, Ti. Y si deseamos inclinar a Bracken a nuestro lado, debemos ayudarlo; así es como se estila en las Tierras Bajas —aprieta los dientes—. ¿O preferirías que lo hiciera Maven y consiguiese de esta forma un firme aliado? Solo, ese joven es muy peligroso, no le des otra espada para que la empuñe.

      A pesar de que estas palabras hieren mi orgullo y resolución, advierto su buen juicio. Si Maven encabeza u ordena el rescate de los chicos de Bracken, sin duda se ganará su lealtad. Esto es algo que no debemos permitir.

      —¡Desde luego que no! —contesto—. Tengo que hacerlo yo, a toda costa.

      Tiora lo acepta también, da la impresión de que se empequeñece.

      —Haré que mis embajadores establezcan contacto con Bracken lo más discretamente posible. ¿Qué otra cosa necesitas?

      Inclino la cabeza y siento que los dedos se me entumecen. Rescatar a los vástagos del príncipe. Ni siquiera sé por dónde empezar.

      Los segundos se prolongan tanto que es difícil ignorarlos. Si permanecemos más tiempo aquí, despertaremos sospechas en Norta, pienso y me muerdo el labio; sobre todo en Maven, si es que no las tiene ya. Mis piernas pesan como plomo cuando me aparto de mi madre y mis manos se enfrían sin su calor.

      Al pasar junto a la fuente meto los dedos en el arco del agua y me mojo las puntas, que me llevo a los párpados para que el rímel se corra. Lágrimas falsas ruedan por mis mejillas, negras como las flores de duelo.

      —Reza, Ti —le digo—. Si no crees en la suerte, confía en los dioses.

      —Mi confianza en ellos es absoluta —repone en forma automática—. Pediré por nosotras.

      Me entretengo en la puerta, con una mano en el pomo.

      —Yo también lo haré —abro, rompo la burbuja en la que estábamos, pongo fin a los que podrían ser nuestros últimos momentos de seguridad en varios años y balbuceo para mí—: ¿Dará resultado?

      Mi madre me escucha, se vuelve y no puedo ignorar sus ojos mientras me retiro.

      —Sólo los dioses lo saben.

      CINCO

      Mare

      El jet de asalto es lento en el aire, más pesado que de costumbre. Me aferro a los cinturones de seguridad con los ojos cerrados. El movimiento de la nave en conjunción con el reconfortante zumbido de la electricidad me ha puesto soñolienta. Los motores marchan sin complicaciones, a pesar del peso extra. Más cargamento, lo sé. La bodega del avión está llena hasta el tope del botín de Corvium: municiones, revólveres, explosivos, armamento de toda clase; uniformes militares, víveres, combustible, baterías e incluso cordones para las botas. La mitad de eso viaja ahora en dirección a las Tierras Bajas y el resto está en otro jet, rumbo a las montañas de Davidson.

      Montfort y la Guardia Escarlata no son abusivos en su proceder. Hicieron lo mismo tras el ataque al Palacio del Fuego Blanco, del que tomaron lo que pudieron en un periodo muy corto, más que nada dinero del Tesoro en cuanto resultó claro que Maven estaba fuera de su alcance. Igual sucedió en las Tierras Bajas, y por ello esa base del sur ofrece una apariencia de vacuidad, en viviendas y edificios administrativos alguna vez destinados a aparatosos consejos de guerra: nada de pinturas, esculturas ni vajillas o cubiertos finos; ninguno de los accesorios que los fastuosos Plateados requieren, sólo lo estrictamente necesario. El resto fue apartado, vendido o reciclado. Las guerras no son económicas; sólo podemos conservar lo útil.

      A ello se debe que Corvium se desmorone a nuestras espaldas: ya no nos sirve.

      Davidson alegó que dejar ahí una guarnición era una tontería y un desperdicio. La ciudad-fortaleza fue construida para canalizar hacia el Obturador soldados que combatieran a los lacustres. Concluida la guerra, ese lugar no tiene más sentido. No posee ningún río ni recursos estratégicos que resguardar, es apenas un camino de muchos a la comarca de los Lagos; se había convertido en poco menos que una distracción. Y pese a que lo tomamos, estaba rodeado por territorio de Maven y demasiado cerca de la frontera. La comarca de los Lagos podría invadir sin previo aviso, o las fuerzas de Maven retornar en gran número. Aunque quizás habríamos ganado de nuevo, eso habría impuesto un alto coste de vidas a cambio de unos simples muros en medio de la nada.

      Como era de esperar, los Plateados se opusieron. Supongo que se toman a honra discrepar de todo lo que dice alguien por cuyas venas corre sangre roja. Anabel alegó el decoro.

      —¿Después de tantos muertos, de tanta sangre derramada en esas murallas, queréis renunciar a esta ciudad? ¡Se nos tendrá por idiotas redomados! —rio mientras paseaba la vista por la sala del consejo y miraba a Davidson como si tuviera dos cabezas—. La primera victoria de Cal, el izamiento de su bandera…

      —Yo no la veo por ningún lado —la interrumpió Farley con manifiesta mordacidad.

      Anabel la ignoró e insistió, daba la impresión de que destruiría la mesa bajo sus dedos. Cal permaneció en silencio a su lado, con los encendidos ojos fijos en sus manos.

      —Abandonar esta plaza parecerá una debilidad —aseguró la vieja reina.

      —A mí no me importan las apariencias sino lo verdadero, su majestad —replicó Davidson—. Si lo desea, deje una guarnición a cargo de Corvium, pero ningún soldado de Montfort ni de la Guardia se quedará aquí.

      Ella torció la boca y no dijo nada; no tenía intención de desperdiciar así su ejército. Se arrellanó en su silla y miró a Volo Samos, quien no ofreció tampoco a sus soldados y calló.

      —Si abandonamos la ciudad, la dejaremos en ruinas —Tiberias cerró el puño sobre la mesa; recuerdo con claridad el blanco de sus nudillos bajo la piel: aún tenía tierra en las uñas y sangre también, quizá. Presté atención a sus manos para no tener que mirar su rostro; es fácil adivinar sus emociones y no quiero formar parte de ellas todavía—. Necesitaremos contingentes especiales de cada ejército —agregó—: olvidos Lerolan, gravitrones y bombarderos nuevasangre, todo aquél con destrezas para destruir. Que dejen esta ciudad sin sus recursos, la reduzcan a cenizas y arrasen con lo que reste. Que no quede nada útil para Maven o la comarca de los Lagos.

      No levantó la vista mientras hablaba, incapaz de sostener la mirada de nadie. Sin duda le fue difícil ordenar la destrucción de una de sus ciudades. La conocía, su padre la había protegido y su abuelo antes que él. Tiberias valora la tradición tanto como el deber, ambos son ideales que tiene muy arraigados. Pese a todo, en su momento apenas sentí lástima por él y siento menos ahora, en nuestro trayecto a las Tierras Bajas.

      Corvium no fue más que la puerta a un cementerio Rojo. Me alegra que haya terminado.

      Aun así, siento malestar en la boca del estómago. Esa urbe arde todavía en mi mente cuando cierro los ojos: sus murallas desmoronándose, destruidas por explosiones; los edificios destrozados