Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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no comprendo, sus ojos dorados se suavizan. Veo lástima en ellos, pesar. No lo soporto.

      —Así que se le niega lo que quiere a causa de lo que es. De una decisión que nunca tomó, una pieza suya que no puede ni quiere cambiar.

      —Yo…

      —Menosprecie a mi país lo que le plazca —veo una sombra del carácter que se empeña en ocultar—, cuestione cómo son las cosas aquí; quizá las respuestas sean de su agrado —se aparta y recobra la imagen del político, un hombre ordinario con un encanto ordinario—. Espero que disfrute nuestra cena esta noche; Carmadon, mi esposo, ha puesto mucho empeño en prepararla para ustedes.

      ¿Qué? Apenas puedo pestañear. ¡Desde luego que no! Oí mal. Mis mejillas se inflaman de calor, se ponen grises de la vergüenza. No negaré que el corazón dio un salto en mi pecho y una descarga de adrenalina se apoderó de mí, sólo para apagarse en un soplo. Es inútil desear imposibles.

      Pero el primer ministro hace una leve inclinación.

      No escuché mal ni él cometió un error.

      —Ésta es otra minucia que permitimos en Montfort, princesa Evangeline.

      Suelta mi brazo sin ceremonia alguna y acelera el paso para poner un poco de distancia entre nosotros. Siento que el corazón me late con fuerza. ¿Miente? ¿Lo que dijo es posible siquiera? Para mi desconcierto, las lágrimas acuden a mis ojos y mi pecho se pone rígido.

      —La diplomacia nunca fue tu fuerte.

      Cal me fulmina con una mirada desde mi hombro, su abuela cuchichea a unos pasos con uno de los señores Iral.

      Oculto un momento el rostro bajo una cortina de cabello plateado, justo el tiempo indispensable para recuperar el control o aparentarlo. Por fortuna, él sigue ocupado en mirar a Mare, cuyos desplazamientos rastrea con una añoranza lastimera.

      —¿Por qué me elegiste entonces? —respingo al fin, con la esperanza de que sienta toda mi rabia y mi dolor—. ¿Por qué te obstinas en volver reina a alguien como yo cuando no seré para ti otra cosa que una espina?

      —Hacerte la tonta tampoco es tu fuerte, sabes cómo funciona esto.

      —Sé que pudiste escoger entre dos caminos, Calore, y elegiste el que pasa por mí.

      —Escoger —protesta—. A las mujeres les encanta esta palabra.

      Pongo los ojos en blanco.

      —Que al parecer desconoces, porque no haces más que culpar a todos y sólo por una decisión que tomaste.

      —Una decisión que tuve que tomar —me mira con ojos destellantes—. ¿Acaso crees que Anabel, tu padre y el resto se habrían aliado con los Rojos, sin recibir nada a cambio? ¿Piensas que no buscaron a otro que apoyar, alguien peor? Si soy yo, al menos puedo…

      Me paro frente a él, pecho contra pecho, y me enderezo preparándome para la batalla. Una vida de entrenamiento se solidifica bajo mi piel.

      —¿Qué, hacer mejor las cosas? ¿Crees que cuando acaben las hostilidades te sentarás en tu nuevo trono, atizarás tus absurdas flamas y cambiarás el mundo? —lo mido de pies a cabeza con un aire de desdén—. ¡No me hagas reír, Tiberias Calore! Eres un títere igual que yo, pero tú al menos tuviste la oportunidad de cortar tus hilos.

      —¿Y tú no?

      —Lo haría si pudiera —creo que hablo en serio. Si Elane estuviera aquí, si hubiera un modo de que permaneciéramos…

      —Cuando… cuando llegue el momento de que debamos casarnos… —se le atora la lengua, tartamudear no es digno de un Calore— trataré de facilitarte lo más posible las cosas, visitas de Estado, reuniones. Elane y tú podréis hacer lo que deseéis.

      Me recorre un escalofrío.

      —Siempre que cumpla mi parte del acuerdo…

      Esta perspectiva nos asquea a ambos y apartamos la mirada.

      —No haré nada sin tu consentimiento —susurra.

      Aunque esto no me convence, hace surgir un poco de alivio en mi corazón.

      —Te amputaría algo si lo intentaras.

      Ríe débilmente, es más que nada una expulsión de aire.

      —¡Qué horror! —sisea, con voz tan baja que quizá no se da cuenta de que lo escucho.

      Respiro con dificultad.

      —Puedes elegirla aún.

      Estas palabras flotan en el aire y nos torturan a los dos.

      No replica, se mira los pies dentro de las botas. En el jardín, Mare le da la espalda todavía y sigue a su hermana. Pese a que el cabello de ambas no es del mismo color, advierto el parecido: se mueven de la misma manera, cuidadosa, lenta, callada, como ratones. La hermana corta una flor, un capullo verde pálido de pétalos rozagantes, y la prende a su cabello. Mientras miro, el Rojo joven y larguirucho que Mare insiste en llevar consigo a todas partes hace lo mismo; la flor se ve ridícula detrás de su oreja y las hermanas Barrow se desternillan de risa. Su carcajada llega hasta nosotros, es una pulla más que otra cosa.

       Son Rojas e inferiores, y son felices. ¿Cómo es posible?

      —Deja de deprimirte, Calore —digo entre dientes; es un consejo para los dos—. Tú forjaste esta corona, úsala ahora, o no lo hagas jamás.

      SIETE

      Iris

      Las márgenes del Ohius son altas. Ésta fue una primavera húmeda; las granjas del sur de la comarca de los Lagos estuvieron a punto de inundarse varias veces. Tiora vino aquí, a la inestable zona fronteriza, hace apenas unas semanas, para contribuir al rescate de los nuevos cultivos y para sonreír y saludar. Sus tímidas y escasas sonrisas nos ganaron algo de favor en estos lares, aunque no el suficiente. Los informes dirigidos a la corona indican que los Rojos siguen en fuga y cruzan las colinas a la Fisura, hacia el este; son unos tontos si creen que el señor Plateado de ese reino les dará una vida mejor. Los más listos atraviesan el Ohius hacia los territorios en disputa, en los que no gobierna rey ni reina alguno, pero deben arriesgar el viaje y enfrentar a Rojos y Plateados por igual entre la comarca de los Lagos y el norte de las Tierras Bajas.

      La elevación desde el río ofrece una vista imponente del valle; es un buen sitio para esperar. Miro al sur, a los bosques dorados bajo la declinante luz de la tarde. El día de hoy fue fácil, se consumió en viajar por campos de trigo y maíz. Y Maven tuvo la gentileza de utilizar su transporte, con lo que me concedió largas horas de paz durante nuestro trayecto al sur. Este viaje fue casi un indulto, aun si significó separarme de mi madre y mi hermana, que se quedaron en la capital. No sé cuándo las veré otra vez, si acaso vuelvo a reunirme con ellas algún día.

      Pese a la grata brisa y el aire cálido, Maven decidió aguardar en su vehículo, por lo pronto. Hará sin duda una entrada triunfal cuando lleguen los representantes de las Tierras Bajas.

      —Va con retraso —susurra la anciana que se encuentra junto a mí.

      Aun en estas circunstancias, levanto una comisura de la boca.

      —Hay que tener paciencia, Jidansa.

      —¡Cuánto han cambiado las cosas, su majestad! —ríe y se le remarcan las arrugas en su moreno rostro—. Recuerdo que en más de una ocasión le di ese mismo consejo, casi siempre respecto a la comida.

      Interrumpo mi labor de vigilancia para mirarla.

      —En eso, las cosas no han cambiado en absoluto.

      Su risa gastada cobra fuerza y resuena al otro lado del río.

      Jidansa, del Linaje Merin, ha sido amiga de mi familia desde que tengo uso de razón, tan próxima