Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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misma encabezaré el equipo —fijo en Bracken una mirada de gran resolución. No parpadea, firme como una estatua; me sopesa, me examina. Vestir con sencillez fue una buena decisión de mi parte; mi aspecto es el de una guerrera antes que el de una reina—. Usaré soldados de Norta y los Lagos, una fuerza pequeña y suficiente que pasará inadvertida. Puedo asegurarle que desde el día de ayer nos hemos consagrado por entero a este trabajo.

      Pese a que me pone los pelos de punta, poso una mano en el brazo de Maven. Su piel es fría bajo su manga. Aunque no puedo verla, siento un ligerísimo temblor en él y mi sonrisa se ensancha.

      —Maven concibió un plan muy brillante.

      Desliza su mano sobre la mía, con dedos helados; es una amenaza tan clara como el día.

      —En efecto —esboza una sonrisa salvaje que rivaliza con la mía.

      Bracken ve solamente el ofrecimiento y la posibilidad de rescatar a sus hijos. No lo culpo. Puedo imaginar lo que mi madre haría si Tiora y yo estuviéramos en la misma posición.

      El príncipe emite un largo suspiro de alivio.

      —¡Magnífico! —inclina la cabeza de nuevo—. A cambio, me comprometo a preservar la alianza que sostuvimos durante décadas, hasta que esos monstruos decidieron intervenir —endurece el gesto—. ¡Ya fue suficiente! La marea cambiará a partir de hoy.

      Siento sus palabras tan vivamente como el río que fluye en su cauce a nuestros pies, imparables, inquebrantables.

      —La marea cambiará a partir de hoy —repito y aprieto el libro en mi mano.

      Esta vez Maven sube a mi transporte después de mí y siento la tentación de devolverlo al prado a patadas. En cambio, me refugio en la esquina más apartada de mi asiento, con la información de inteligencia de Bracken sobre las rodillas. No me quita los ojos de encima mientras se sienta; su sosiego casi me hace sudar.

      Espero a que hable e igualo su gélida mirada con la mía. Maldigo su presencia para mis adentros. Ya ansío sumergirme en esos papeles y llenar los huecos de mi plan de rescate, pero no puedo hacerlo bajo la desdeñosa mirada de Maven y él lo sabe. Lo disfruta, como siempre disfruta molestar al prójimo. Barrunto que producir demonios para los demás hace que se sienta mejor con los suyos propios.

      Tan pronto como el transporte se aleja a toda prisa de esta zona de frontera, habla.

      —¿Qué te propones? —pregunta con voz llana y sin emoción; no dar ningún indicio de su estado de ánimo es su táctica preferida. Resulta inútil buscar algún sentimiento en sus ojos o su cara, intentar descifrarlo como lo haría yo con cualquier otra persona; es demasiado hábil para eso.

      Respondo simplemente, con la cabeza en alto:

      —Deseo ganar las Tierras Bajas para nosotros.

      Para nosotros.

      Emite un zumbido grave y gutural antes de acomodarse en previsión del largo recorrido.

      —Muy bien —dice y no vuelve a abrir la boca.

      OCHO

      Mare

      La escolta de Montfort nos lleva al compuesto palaciego situado en lo alto en una cresta que domina el valle central, donde el resto de Ascendente se sujeta de las estribaciones. Estandartes de color verde oscuro ondean por doquier bajo la suave brisa de la noche, con el símbolo del triángulo blanco. Es una montaña, comprendo, y me siento una tonta por no haber descifrado antes el emblema. Los uniformes de Montfort tienen esa misma marca.

      Mi ropa es sencilla, ni siquiera un uniforme, apenas prendas reunidas en tiendas de Corvium y las Tierras Bajas. Quizá fueron propiedad de algún Plateado, a juzgar por el fino diseño de la chaqueta, los pantalones, las botas y la camisa. Farley avanza a trompicones cubierta con su versión de un uniforme y lleva a Clara apoyada en la cadera. Viste por completo de rojo con tres cuadrados de metal en el cuello, que la señalan como una general de la comandancia.

      Los Plateados que nos siguen son más ostentosos, como era de esperar. Ofrecen un arcoíris de colores vivaces e intensos contra los blancos caminos peatonales de Ascendente que ondulan a través de la ciudad. Cal es difícil de ignorar con su capa de un rojo encendido, aunque desde luego intento hacerlo. Avanza al lado de Evangeline y casi podría asegurar que en algún momento ella va a empujarlo por una de las escaleras o terrazas más peligrosas.

      Permanezco junto a mi padre, a quien oigo respirar. Hay demasiados escalones en Ascendente y él es un hombre mayor con una pierna regenerada, por no hablar de su remendado pulmón. El aire enrarecido no le ayuda tampoco.

      Se empeña en no tropezar y su cara enrojecida es el único indicio de la magnitud de su esfuerzo. Mamá marcha a su izquierda y comparte mis pensamientos. Lo persigue con las manos, extiende los dedos para ayudarle si se tambalea.

      Si papá lo pidiese, yo demandaría la ayuda de un coloso, o incluso de Bree y Tramy, pero sé que no lo hará. Sigue adelante, toca una o dos veces mi brazo y así agradece mi presencia y mi discreción.

      Los peldaños se allanan por fin y desembocan en un pasillo abovedado con hojas y troncos tallados en las paredes. Llegamos a una plaza central cuya mampostería es una espiral ajedrezada de granito verde pulido y lechosa piedra caliza. Pinos de toda índole flanquean los arcos que delimitan el lugar y algunos de ellos son tan altos como torres e igual de gruesos. Me impresiona de inmediato el coro abrumador de las aves, que gorjean contra el cielo púrpura.

      Detrás de mí, Kilorn suelta un débil silbido. Ve al otro lado de los árboles un edificio largo y con columnas que se tiende sobre la empinada ladera. Es una extraña mezcla de piedra lisa, como la del cauce de un río, y madera laqueada con detalles de mármol. Sus numerosas alas están salpicadas de balcones, algunos de ellos repletos de flores silvestres. Todos dan al valle, así que tienen vista a Ascendente.

      Es la casa del primer ministro, estoy segura, un palacio en todo menos en el nombre. Esto hace que me sienta incómoda, mientras que a mi familia le deslumbra, no sin razón. He estado ya en suficientes palacios para saber que no debo confiar en lo que se encuentra detrás de bellas esculturas y ventanas relucientes.

      El palacio no está rodeado por murallas ni puertas, como tampoco Ascendente lo está, o no son visibles al menos. Tengo la impresión de que las fronteras de esta ciudad, de este país, están determinadas por su geografía. Montfort es tan fuerte que no necesita murallas, o tan imprudente que no las construye. A juzgar por Davidson, dudo mucho de esto último.

      Seguro que Farley piensa lo mismo. Pasa los ojos por los arcos, los pinos y el palacio, en cada uno de los cuales repara con concentrada precisión. Después mira a los Plateados que entran en tropel a nuestras espaldas y que fingen indiferencia ante la casa de Davidson.

      El primer ministro sólo nos hace señas para que prosigamos, cada vez más dentro del corazón de su país.

      Al igual que en las Tierras Bajas, la familia Barrow recibe habitaciones mucho más hermosas de las que acostumbra. Los aposentos de la residencia de Davidson son vastos, tan grandes que cada uno de nosotros tiene una habitación propia. Kilorn y Gisa se ocupan de explorar y husmean en los diversos recintos. Menos proclive a moverse, Bree se apodera de uno de los sillones de terciopelo en el gran salón. Lo escucho roncar ahora desde nuestra terraza. Este alojamiento es pasajero, hasta que sea posible conseguir uno más permanente en la ciudad.

      Me dejan sola, a propósito o no; no me importa.

      Ascendente fulgura a mis pies como una constelación sobre la cuesta. Siento que su electricidad constante y remota titila en sus profusas luces. Todo tiene la apariencia de un reflejo del cielo. Las estrellas son de una claridad increíble, tan cercanas que se diría que se pueden tocar. Respiro hondo, absorbo la natural frescura de las montañas. Éste es un buen sitio en el cual dejar a mi familia, el mejor que habría podido pedir.

      Los bordes del balcón están cubiertos de flores de todos