Victoria Aveyard

Tormenta de guerra


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en la que sopesa algo.

      —Estoy de acuerdo —dice—. Cuanto más pronto podamos regresar, mejor.

      Regresar a alguien, quiere decir.

      —Eso no depende de nosotros, ¿cierto? Con su permiso —añade Farley y se inclina sobre la mesa mientras los ojos de Anabel casi se desorbitan al ver que una rebelde Roja toma su plato y vierte las sobras en el suyo propio, para rebanar con mano segura y cuchillo danzarín otro corte de bisonte; la he visto hacer peores cosas con carne humana—. Depende del gobierno de Montfort —agrega—, de si decide darnos o no más soldados, ¿no es así, primer ministro?

      —En efecto —responde este último—. Las guerras no se ganan solamente con caras conocidas, por radiante que sea su bandera y alto que llegue su estandarte —desplaza su mirada de Tiberias a mí y la alusión es clara—. Necesitamos ejércitos.

      Tiberias asiente.

      —Y los tendremos; si no de Montfort, de dondequiera que podamos. Aún es posible persuadir a las Grandes Casas de Norta.

      —La de Samos intentó hacerlo. —Evangeline pide a señas más vino con lento y familiar giro de sus dedos—. Atrajimos a todos los que pudimos, pero ¿el resto? Yo no dependería de ellos.

      Tiberias palidece.

      —¿Piensas que mantendrán su lealtad a Maven cuando…?

      —¿Cuando puedan optar por ti? —se burla y lo interrumpe con una mirada imperiosa—. ¡Mi querido Tiberias!, ¡ellos podrían haberte escogido hace meses! Pero a ojos de muchos, eres todavía un traidor.

      Farley frunce el ceño ante mí.

      —¿Sus nobles son tan tontos para creer aún que Tiberias mató a su padre?

      Sacudo la cabeza, cuchillo en mano.

      —Se refiere a que él está con nosotros, se ha aliado con Rojos —el filo rebana el resto de la carne y corto con una fuerza salvaje para contrarrestar mi mal sabor de boca—. Está empeñado en encontrar el equilibrio entre nuestros pueblos.

      —Eso es lo que espero hacer —dice él con voz demasiado apagada.

      Dejo de mirar la carne para observarlo. Sus ojos se cruzan con los míos, amplios y asquerosamente amables. Me resisto a sus encantos.

      —Tienes una interesante manera de demostrarlo —digo en son de burla.

      Anabel reacciona con rapidez.

      —¡Basta ya ustedes dos!

      Mi mandíbula se tensa y más allá de Tiberias veo a su abuela, quien me mira ahora. Enfrento sus ojos con igual fogosidad.

      —Ésa es justo la fortaleza de Maven, una de tantas —digo—: divide con extrema facilidad, sin siquiera proponérselo. Lo hace con sus enemigos y sus aliados.

      En la cabecera de la mesa, Davidson chasquea los dedos y me contempla por encima de sus nudillos sin pestañear.

      —Continúe.

      —Como dijo Evangeline, hay familias nobles que nunca lo abandonarán porque él no hará cambio alguno. Y es muy bueno para gobernar: se gana a sus súbditos al tiempo que mantiene satisfechos a los nobles. El fin de la Guerra Lacustre le granjeó el respeto de la gente —recuerdo cómo hasta los Rojos lo vitorearon en su gira por el campo y esto todavía me revuelve el estómago—. Explota ese amor, tanto como el temor. Cuando fui su prisionera, procuraba tener numerosos jóvenes en la corte, herederos de diversas Casas, rehenes en todo menos en el nombre. Ésa es una fácil manera de controlar a una persona, arrebatarle lo que más quiere —lo sé por experiencia—. Y por si fuera poco —añado con un nudo en la garganta—, Maven Calore es por completo impredecible. Su madre murmura aún en su cabeza, tira de sus hilos, pese a ser ya sólo una difunta.

      Una ligera corriente de calor ondula a mi lado. Tiberias mira el tablero de la mesa como si fuese capaz de agujerearlo por debajo de su plato. Sus mejillas pierden el color, pálidas como un hueso.

      Sin quitarme los ojos de encima mientras devoro los últimos trozos de mi carne, Anabel tuerce la boca.

      —El príncipe Bracken de las Tierras Bajas está bajo nuestro control —dice—. Él nos dará todo lo que necesitemos.

      Bracken, otro de los ardides de Montfort. El príncipe reinante de las Tierras Bajas se halla bajo nuestro dominio siempre que Montfort mantenga cautivos a sus hijos. Me pregunto dónde estarán, cómo son. ¿Son jóvenes, o unos niños apenas? ¿Son inocentes en todo esto?

      La temperatura comienza a subir, poco pero constante. Tiberias se tensa a mi lado y fija la mirada en su abuela.

      —No quiero soldados que no hayan aceptado pelear por mí, en particular los Plateados de Bracken. No son de fiar, tampoco él.

      —Tenemos a sus hijos —dice Farley—. Eso debería bastar.

      —Montfort tiene a sus hijos —replica él con voz grave.

      Antes, en la base, era fácil ignorar el precio que alguien pagaba, los males que se infligían por buenas razones. Miro a Davidson, quien consulta la hora. Así es la guerra, dijo en una ocasión, para justificar lo que debía hacerse.

      —Si los devolviéramos, ¿podríamos convencer a las Tierras Bajas de que se hagan a un lado? —inquiero—. ¿De que se mantengan neutrales?

      El primer ministro juega en sus manos con su copa vacía, cuyas incontables caras reflejan la suave luz de las linternas. Creo ver pesadumbre en él.

      —Lo dudo mucho.

      —¿Los hijos de Bracken están aquí? —pregunta Anabel con una calma tan forzada que supongo que una vena le saltará en el cuello.

      Davidson no contesta, sólo se mueve para llenar su copa de nuevo.

      La vieja reina dobla un dedo, con ojos refulgentes.

      —¡Ah, sí están! —ensancha su sonrisa—. ¡Qué buena arma de presión! Podemos exigirle a Bracken más soldados, un ejército entero si queremos.

      Miro la servilleta en mi regazo, manchada con huellas de grasa y pintalabios. Ellos podrían estar en este palacio, mirarnos justo ahora, unos niños asomados a una ventana detrás de una puerta cerrada con llave. ¿Son tan fuertes que requieren guardias silenciosos o incluso la tortura de las cadenas como a la que yo fui sometida? Sé cómo es una cárcel así. Me toco las muñecas bajo la mesa, siento la piel vacía, carne en lugar de esposas, electricidad en vez de silencio.

      Tiberias azota un puño sobre la mesa y hace saltar platos y copas. Me sobresalto, sorprendida.

      —¡No haremos eso! —gruñe—. Tenemos recursos suficientes.

      Su abuela frunce el entrecejo, lo que ahonda las líneas de su rostro.

      —Necesitas soldados para ganar guerras, Tiberias.

      —La conversación sobre Bracken ha terminado —es todo lo que dice en respuesta y, tajante, corta en dos la última pieza de su filete, que sierra con el cuchillo. Anabel lo mira con sorna, muestra los dientes, pero no dice nada. Aunque es su nieto, es también un rey, proclamado por ella misma. Rebasó desde hace mucho la línea de lo que es un debate correcto con un soberano.

      —Así que mañana tendremos que rogar —susurro—. Es la única opción que nos queda.

      Frustrada, pido una copa de vino y me apresuro a beberla hasta el fondo. La entintada dulzura me relaja tanto que casi ignoro la sensación de unos ojos sobre mi rostro, unos ojos broncíneos.

      —Pienso que podría decirse así —Davidson tiende la vista a lo lejos, mira su reloj otra vez y después de soslayo a Carmadon. La mirada que intercambian dice cosas que no puedo imaginar. Me da envidia, y de nuevo desearía que las cosas fueran distintas.

      —¿Qué posibilidades tenemos? —Tiberias se muestra brusco, enérgico y directo, todo