de lo perturbadas que estaban. Pero si las historias que yo había escuchado a altas horas de la madrugada eran ciertas, ¿podía ser que esas «alucinaciones» fueran en realidad recuerdos fragmentados de experiencias reales? ¿Eran simplemente invenciones de un cerebro enfermo? ¿Existía una línea clara entre la creatividad y la imaginación patológica? ¿Entre el recuerdo y la imaginación? Ese día, estas preguntas todavía no tenían respuesta, pero la investigación ha demostrado que las personas que han sido maltratadas en la infancia suelen sentir sensaciones (como dolor abdominal) que carecen de una causa física, escuchan voces que les avisan de un peligro o les acusan de crímenes atroces.
No había duda de que muchos pacientes de la unidad incurrían en comportamientos violentos, extraños y autodestructivos especialmente cuando se sentían frustrados, confundidos o incomprendidos. Tenían rabietas, arrojaban platos, rompían las ventanas y se cortaban con vidrios rotos. En esa época, yo no tenía ni idea de por qué alguien podía reaccionar a una petición simple («Déjame limpiarte eso que tienes en el pelo») con rabia o terror. Yo seguía las indicaciones de las enfermeras más experimentadas, que me indicaban cuándo dejarles solos o, si eso no funcionaba, contener a los pacientes. Me sorprendía y me alarmaba al mismo tiempo la satisfacción que sentía a veces después de lograr sujetar a un paciente en el suelo para que una enfermera pudiera suministrarle una inyección, y poco a poco me fui dando cuenta de que gran parte de nuestra formación profesional estaba orientada a ayudarnos a mantener el control ante realidades aterradoras o confusas.
Sylvia era una hermosa estudiante de la Universidad de Boston de diecinueve años que solía sentarse sola en la esquina de la unidad, mirando muerta de miedo y prácticamente muda, pero cuya reputación como novia de un importante mafioso de Boston la dotaba de un aura de misterio. Después de negarse a comer durante más de una semana y de empezar rápidamente a perder peso, los médicos decidieron alimentarla a la fuerza. Fueron necesarias tres personas para sujetarla, otra para colocarle la sonda de goma en la garganta y una enfermera para introducirle los alimentos líquidos en el estómago. Más tarde, durante una confesión de medianoche, Sylvia habló tímida y vacilantemente sobre sus abusos sexuales de niña por parte de su hermano y de su tío. Entonces me di cuenta de que nuestra muestra de «atención» seguramente para ella era más parecida a una violación en grupo. Esta experiencia, y otras como esta, me ayudaron a formular esta regla para mis estudiantes: si le haces algo a un paciente que no harías a tus amigos o a tus hijos, considera que quizás inconscientemente puedes estar reproduciendo un trauma de su pasado.
En mi función como responsable recreativo observé otras cosas: como grupo, los pacientes eran sorprendentemente patosos y físicamente descoordinados. Cuando íbamos de acampada, la mayoría permanecía sin hacer nada a medida que yo iba montando las tiendas. En una ocasión, casi volcamos durante una tormenta en el río Charles porque todos se apiñaron bajo el sotavento, incapaces de comprender que debían cambiar de posición para equilibrar el barco. En los partidos de voleibol, los miembros del personal siempre estaban mucho mejor coordinados que los pacientes. Otra característica que compartían era que incluso sus conversaciones más relajadas parecían poco naturales, carecían del flujo natural de gestos y de expresiones faciales típicas entre amigos. La importancia de estas observaciones no me pareció evidente hasta que conocí a los terapeutas corporales Peter Levine y Pat Ogden. En capítulos posteriores comentaré extensamente cómo se mantiene el trauma en el cuerpo de la gente.
COMPRENDER EL SUFRIMIENTO
Después de ese año en la unidad de investigación, volví a la facultad de medicina y luego, como médico recién licenciado, volví al MMHC para formarme como psiquiatra, una especialidad en la que esperaba ser aceptado. Muchos psiquiatras famosos habían estudiado allí, como Eric Kandel, que más tarde ganó el Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Allan Hobson descubrió las células cerebrales responsables de la generación de sueños en un laboratorio del sótano del hospital mientras yo estudiaba allí, y los primeros estudios sobre las bases químicas de la depresión también se realizaron en el MMHC. Pero para muchos de los residentes, la principal atracción eran los pacientes. Pasábamos seis horas al día con ellos y luego nos reuníamos en grupo con los psiquiatras más experimentados para compartir nuestras observaciones, plantear preguntas y competir para hacer las observaciones más ocurrentes.
Nuestro gran profesor Elvin Semrad nos desaconsejaba activamente que leyéramos los manuales de psiquiatría durante el primer año. (Esta dieta de inanición intelectual seguramente explica por qué la mayoría de nosotros nos convertimos después en voraces lectores y prolíficos escritores). Semrad no quería que nuestras percepciones de la realidad quedaran oscurecidas por las pseudocertezas de los diagnósticos psiquiátricos. Recuerdo haberle preguntado una vez: «¿Cómo llamaría a este paciente, esquizofrénico o esquizoafectivo?». Hizo una pausa y, tocándose la barbilla, como si estuviera reflexionando profundamente, me dijo: «Creo que le llamaría Michael McIntyre».
Semrad nos enseñó que la mayor parte del sufrimiento del ser humano está relacionado con el amor y la pérdida, y que el trabajo de los terapeutas es ayudar a las personas a «reconocer, experimentar y soportar» la realidad de la vida, con todos sus placeres y sufrimientos. «La principal fuente de sufrimiento son las mentiras que nos contamos a nosotros mismos», decía, invitándonos a ser honestos con nosotros mismos con cada faceta de nuestra experiencia. Solía decir que la gente nunca puede mejorar sin saber lo que ya sabe y sin sentir lo que ya siente.
Recuerdo mi sorpresa al escuchar a este distinguido y anciano profesor de Harvard confesar lo confortado que se sentía al notar el trasero de su esposa contra él al acostarse por la noche. Revelándonos estas simples necesidades humanas suyas, nos ayudó a reconocer lo básicas que son en nuestra vida. La incapacidad de satisfacerlas genera una existencia atrofiada, por muy elevadas que sean nuestras ideas o grandes nuestros logros. La curación, nos dijo, depende del conocimiento de la experiencia: solo podemos estar totalmente al cargo de nuestra vida si somos capaces de reconocer la realidad de nuestro cuerpo, en todas sus dimensiones viscerales.
Nuestra profesión, sin embargo, estaba yendo hacia otra dirección. En 1968, el American Journal of Psychiatry había publicado los resultados del estudio de la unidad en la que trabajé como auxiliar. Demostraban inequívocamente que los pacientes esquizofrénicos a los que se había administrado solamente fármacos presentaban mejores resultados que aquellos que habían hablado tres veces por semana con los mejores terapeutas de Boston.3 Este estudio fue uno de los varios peldaños en una vía que gradualmente cambiaba el modo en que la medicina y la psiquiatría abordaban los problemas psicológicos: de unas expresiones infinitamente variables de sentimientos intolerables a un modelo de patología cerebral de discretos «trastornos».
El modo en que la medicina aborda el sufrimiento humano siempre ha sido determinado por la tecnología disponible en un momento determinado. Antes de la Ilustración, los comportamientos aberrantes se atribuían a Dios, al pecado, a la magia, a las brujas y a los espíritus diabólicos. No fue hasta el siglo XIX cuando científicos franceses y alemanes empezaron a investigar el comportamiento como una adaptación a las complejidades del mundo. Así emergió un nuevo paradigma: la ira, la lujuria, el orgullo, la codicia, la avaricia y la pereza (así como el resto de los problemas que los seres humanos hemos intentado desde siempre manejar) pasaron a considerarse «trastornos» que podían resolverse con la administración de las sustancias químicas adecuadas.4 Muchos psiquiatras se sintieron aliviados y encantados de convertirse en «científicos de verdad», igual que sus compañeros de la facultad de medicina que tenían laboratorios, experimentos con animales, unos equipos caros y pruebas diagnósticas complicadas, dejando de lado las teorías vagas de filósofos como Freud y Jung. Un importante manual de psiquiatría llegó a decir: «La causa de la enfermedad mental se considera actualmente una aberración del cerebro, un desequilibrio químico».5
Como mis compañeros, yo acepté con entusiasmo la revolución farmacológica. En 1973, me convertí en el primer residente jefe de psicofarmacología del MMHC. Puede que también fuera el primer psiquiatra de Boston en administrar litio a un paciente maníaco depresivo. (Leí el trabajo de John Cade con litio en Australia y un comité del hospital me autorizó a probarlo). Con el litio,