Bessel van der Kolk

El cuerpo lleva la cuenta


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que estuvo bajo mi cuidado. También formé parte del primer equipo de investigación de Estados Unidos que probó el fármaco antipsicótico Clozaril en pacientes crónicos que estaban aparcados en las unidades de la parte de atrás de viejos manicomios.6 Algunas de sus respuestas eran milagrosas: gente que había pasado gran parte de su vida encerrada en sus propias realidades aterradoras era capaz de volver a su familia y a su comunidad; pacientes atrapados en la oscuridad y en la desesperación empezaban a responder ante la belleza del contacto humano y los placeres del trabajo y del juego. Estos increíbles resultados hicieron que fuéramos optimistas y creyéramos que finalmente podríamos conquistar la miseria humana.

      Los fármacos antipsicóticos fueron importantes en la reducción del número de personas que vivían en hospitales psiquiátricos en Estados Unidos, que pasaron de más de 500.000 en 1955 a menos de 100.000 en 1996.7 Para la gente joven que no conoció el mundo antes de la llegada de estos tratamientos, el cambio es casi inimaginable. Cuando estaba en el primer curso de Medicina, visité el Kankakee State Hospital de Illinois y vi cómo un corpulento auxiliar de una unidad duchaba a docenas de pacientes sucios, desnudos e incoherentes en una sala de día sin amueblar llena de canaletas para evacuar el agua. Este recuerdo ahora me parece más una pesadilla que algo que haya visto con mis propios ojos. Mi primer empleo después de terminar mi residencia en 1974 fue como penúltimo director de una institución antiguamente venerable, el Boston State Hospital, que anteriormente había acogido a miles de pacientes y se había ampliado en centenares de acres con docenas de edificios, incluyendo invernaderos, jardines y talleres, la mayoría de los cuales ya en ruinas por entonces. Durante mi estancia allí, los pacientes fueron dispersándose gradualmente hacia la «comunidad», término que servía para denominar las casas de acogida y residencias anónimas a las que la mayoría terminaba yendo. (Irónicamente, el hospital empezó llamándose asylum manicomio], una palabra que significa también «santuario», y que poco a poco fue adoptando una connotación siniestra. En realidad, ofrecía una comunidad de refugio en la que todo el mundo conocía el nombre y las idiosincrasias de cada paciente). En 1979, poco después de que fuera a trabajar a la clínica de la VA, las puertas del Boston State Hospital se cerraron para siempre, y se convirtió en una ciudad fantasma.

      Durante mi época en el Hospital Estatal de Boston, seguí trabajando en el laboratorio de psicofarmacología del MMHC, que en aquella época estaba orientando su investigación en otra dirección. En los años sesenta, científicos de los Institutos Nacionales de Salud empezaron a desarrollar técnicas para aislar y medir las hormonas y los neurotransmisores en la sangre y en el cerebro. Los neurotransmisores son mensajeros químicos que transportan información entre las neuronas, permitiéndonos relacionarnos de un modo efectivo con el mundo.

      Ahora que los científicos estaban encontrando pruebas sobre la asociación entre los niveles anómalos de norepinefrina y la depresión, y entre los niveles anómalos de dopamina y la esquizofrenia, había esperanza de que pudiéramos desarrollar fármacos orientados a anomalías cerebrales específicas. Esta esperanza nunca se cumplió por completo, pero nuestros esfuerzos por medir cómo los fármacos podían afectar a los síntomas mentales provocaron otro cambio profundo en la profesión. La necesidad de los investigadores de disponer de un modo preciso y sistemático para comunicar sus hallazgos dio como resultado el desarrollo de los llamados Criterios diagnósticos para la investigación, a los que contribuí como modesto ayudante de investigación. A la larga, estos criterios se convirtieron en la base del primer sistema para diagnosticar problemas psiquiátricos de manera sistemática, el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales (DSM) de la Asociación Americana de Psiquiatría, habitualmente conocido como la «biblia de la psiquiatría». El prólogo del emblemático DSM-III de 1980 era apropiadamente modesto y reconocía que ese sistema de diagnóstico era impreciso, tan impreciso que no debía usarse nunca con fines forenses o para los seguros.8 Como veremos, esta modestia resultó trágicamente efímera.

      SHOCK INELUDIBLE

      Preocupado por tantas cuestiones que quedaban pendientes sobre el estrés traumático, me intrigaba la idea de si el emergente campo de la neurociencia podría aportar respuestas, así que empecé a asistir a las reuniones del Colegio Americano de Neuropsicofarmacología (ACNP). En 1984, el ACNP ofreció muchas conferencias interesantes sobre el desarrollo farmacológico. Unas horas antes de tomar mi vuelo de regreso a Boston, escuché la presentación de Steven Maier de la Universidad de Colorado, que había colaborado con Martin Seligman de la Universidad de Pennsylvania. El tema era la impotencia aprendida en animales. Maier y Seligman habían administrado repetidamente dolorosas descargas eléctricas a perros encerrados en jaulas. Lo llamaban «descargas eléctricas ineludibles».9 Como amante de los perros que soy, enseguida supe que yo nunca habría podido realizar ese estudio, pero sentía curiosidad sobre cómo habría afectado aquella crueldad a los animales.

      Después de administrar varios ciclos de descargas eléctricas, los investigadores abrían las puertas de las jaulas y luego volvían a aplicar descargas a los perros. El grupo de perros control que no las habían recibido inmediatamente salían corriendo, pero los que habían sido sometidos a las descargas sin poder escapar no hicieron ningún intento por salir, aunque la puerta estuviera bien abierta; simplemente permanecían allí, gimiendo y defecando. La mera oportunidad de escapar no hace que los animales traumatizados, o las personas traumatizadas, tomen necesariamente el camino hacia la libertad. Como los perros de Maier y Seligman, muchas personas traumatizadas simplemente se rinden. En lugar de experimentar el riesgo con nuevas opciones, permanecen bloqueadas en el miedo que ya conocen.

      El relato de Maier me impresionó. Lo que habían hecho a esos pobres perros era exactamente lo que había sucedido a mis pacientes humanos traumatizados. Ellos también habían sido expuestos a alguien (o a algo) que les infligió un dolor terrible, un dolor del que no tenían forma de escapar. Hice un rápido repaso mental a los pacientes que había tratado. Casi todos habían estado atrapados o inmovilizados de un modo u otro, incapaces de actuar para evitar lo inevitable. Su respuesta de luchar o escapar había quedado desbaratada, y el resultado era una agitación o un colapso extremos.

      Maier y Seligman también descubrieron que los perros traumatizados secretaban mayores cantidades de hormonas del estrés de lo normal. Ello confirmaba lo que estábamos empezando a saber sobre la base biológica del estrés traumático. Un grupo de jóvenes investigadores, entre los cuales se encontraban Steve Southwick y John Krystal –de Yale–, Arieh Shalev –de la Hadassah Medical School de Jerusalem–, Frank Putnam –del National Institute of Mental Health (NIMH)– y Roger Pitman –posteriormente de Harvard–, estaban descubriendo también que las personas traumatizadas seguían secretando grandes cantidades de hormonas del estrés mucho tiempo después del peligro real, y Rachel Yehuda –del Mount Sinai de Nueva York– nos confrontó con hallazgos aparentemente paradójicos, en el sentido de que los niveles de cortisol de las hormonas del estrés son bajos en el TEPT. Sus hallazgos solo empezaron a tener sentido cuando su investigación aclaró que el cortisol pone fin a la respuesta de estrés enviando una señal de seguridad y que, en el TEPT, las hormonas del estrés del cuerpo en realidad no vuelven al nivel basal una vez que la amenaza ha finalizado.

      Idealmente, nuestro sistema de hormonas del estrés debería proporcionar una respuesta sumamente rápida a la amenaza, y luego devolvernos inmediatamente a una situación de equilibrio. En los pacientes con TEPT, sin embargo, el sistema de las hormonas del estrés no puede realizar este equilibrado. Las señales de lucha, huida o paralización siguen una vez ha pasado el peligro y, como en el caso de los perros, no vuelven a la situación normal. En lugar de eso, la secreción continuada de hormonas del estrés se expresa en forma de agitación y pánico y, a largo plazo, causa estragos en la salud.

      Perdí el avión ese día porque tenía que hablar con Steve Meier. Su taller ofrecía pistas no solo sobre los problemas subyacentes de mis pacientes, sino también potenciales claves para su resolución. Por ejemplo, él y Seligman descubrieron que el único modo de tratar a los perros traumatizados para que salieran de los barrotes eléctricos cuando las puertas estaban abiertas era arrastrándolos repetidamente de las jaulas para que pudieran experimentar físicamente cómo salir. Me preguntaba si también podríamos ayudar