Bessel van der Kolk

El cuerpo lleva la cuenta


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acallar estos sentimientos mediante la paralización y la disociación.11

      ¿Cómo recuperan el control las personas cuando su cerebro animal se encuentra atascado en una lucha por la supervivencia? Si lo que sucede en lo más profundo de nuestro cerebro animal dicta cómo nos sentimos, y si nuestras sensaciones corporales están orquestadas por las estructuras cerebrales subcorticales (subconscientes), ¿cuánto control sobre ellas podemos tener realmente?

      AGENCIA: SER DUEÑOS DE NUESTRA VIDA

      Agencia es el término técnico para describir la sensación de estar a cargo de nuestra vida: saber dónde estamos, saber que tenemos mucho que decir sobre lo que nos sucede, saber que tenemos la capacidad de modelar nuestras circunstancias. Los veteranos que pegaban puñetazos en las paredes de la clínica de la VA estaban intentando aseverar su agencia, hacer que pasara algo. Pero terminaron sintiéndose aún más fuera de control, y muchos de estos hombres tan seguros de sí mismos en el pasado quedaron atrapados en el ciclo entre una actividad frenética y la inmovilidad.

      La agencia empieza con lo que los científicos llaman interocepción, el conocimiento de nuestras sensaciones sensoriales corporales sutiles: cuanto mayor sea este conocimiento, más potencial tendremos de controlar nuestra vida. Saber qué sentimos es el primer paso para saber por qué nos sentimos así. Si somos conscientes de los cambios constantes en nuestro entorno interior y exterior, podemos movilizarnos para manejarlos. Pero no podemos hacerlo a menos que nuestra torre de vigilancia, la CPFM, aprenda a observar qué sucede en nuestro interior. Por eso la práctica consciente, que refuerza la CPFM, es una piedra angular en la superación del trauma.12

      Después de ver la maravillosa película El viaje del emperador, me encontré pensando en algunos de mis pacientes. Los pingüinos son estoicos y adorables, y es trágico ver cómo, desde tiempos inmemoriales, caminan arduamente setenta millas tierras adentro desde el mar soportando unas adversidades indescriptibles para llegar a zona de reproducción, perdiendo muchos huevos viables para luego, casi muertos de hambre, volver al océano. Si los pingüinos tuvieran nuestros lóbulos frontales, habrían usado sus pequeñas aletas para construir iglús, habrían ideado una mejor división de las tareas y habrían reorganizado su suministro de alimentos. Muchos de mis pacientes han sobrevivido a un trauma con un valor y una persistencia enorme, solo para volver a sufrir los mismos problemas una y otra vez. El trauma ha averiado su brújula interior y les ha arrebatado la imaginación que necesitan para crear algo mejor.

      La neurociencia de la yoidad y de la agencia valida el tipo de terapias somáticas que han desarrollado mis amigos Peter Levine13 y Pat Ogden.14 Comentaré estos y otros enfoques sensoriomotores con más detalle en la parte 5, pero básicamente su objetivo es triple:

      • sacar la información sensorial que está bloqueada y paralizada por el trauma;

      • ayudar a los pacientes a aceptar (en lugar de suprimir) las energías liberadas por esta experiencia interior;

      • completar las acciones físicas de autopreservación que quedaron desbaratadas mientras estuvieron atrapados, contenidos o paralizados por el terror.

      Nuestros presentimientos nos indican qué es seguro, qué es vital o amenazante, aunque no podamos explicar por qué nos sentimos de un modo en especial. Nuestra interioridad sensorial nos manda continuamente mensajes sutiles sobre las necesidades de nuestro organismo. Los presentimientos también nos ayudan a evaluar lo que sucede a nuestro alrededor. Nos avisan de que el tipo que se nos está acercando parece espeluznante, pero también nos transmiten que una sala orientada al oeste rodeada de lirios nos hace sentir tranquilos. Cuando tenemos una conexión cómoda con nuestras sensaciones interiores (si confiamos en que nos den informaciones exactas) sentimos que tenemos el control de nuestro cuerpo, nuestros sentimientos y nuestro yo.

      Sin embargo, las personas traumatizadas se sienten crónicamente inseguras dentro de su cuerpo: el pasado está vivo en forma de incomodidad interior constante. Su cuerpo se ve continuamente bombardeado por señales de alarma viscerales y, en un intento de controlar estos procesos, suelen volverse expertos en ignorar sus instintos y en adormecer la conciencia de lo que está pasando en su interior. Aprenden a esconderse de sí mismos.

      Cuanto más intenta la gente perder de vista e ignorar las señales internas de aviso, más probable es que se apoderen del control y les dejen desconcertados, confusos y avergonzados. Las personas que no pueden sentir cómodamente lo que les sucede por dentro se vuelven vulnerables a responder ante cualquier cambio sensorial, ya sea desconectándose o con ataques de pánico: desarrollan miedo al propio miedo.

      Sabemos que estos síntomas de pánico se mantienen en gran parte porque el individuo desarrolla un miedo a las sensaciones corporales asociadas con los ataques de pánico. El ataque puede ser desencadenado por algo que la persona sabe que es irracional, pero el miedo a las sensaciones hace que escalen hasta una situación de emergencia en todo el cuerpo. «Muerto de miedo» y «paralizado por el miedo» (colapsarse y quedarse paralizado) describen precisamente cómo se perciben el terror y el trauma. Son su base visceral. La experiencia del miedo se deriva de las respuestas primitivas a la amenaza, donde la huida queda de algún modo frustrada. La gente se convierte en rehén del miedo hasta que esta experiencia visceral cambia.

      El precio de ignorar y distorsionar los mensajes del cuerpo es ser incapaz de detectar qué es realmente peligroso o dañino para nosotros e, igual de malo, qué es seguro o fortalecedor. La autorregulación depende de mantener una relación cordial con nuestro cuerpo. Sin ella, tenemos que depender de la regulación exterior (la medicación, drogas como el alcohol, la reafirmación constante o el cumplimiento compulsivo de los deseos de los demás).

      Muchos de mis pacientes no responden al estrés reconociéndolo y nombrándolo, sino desarrollando cefaleas con migrañas y ataques de asma.15 Sandy, una enfermera de mediana edad, me dijo que de niña se sentía aterrorizada y sola, debido a que sus padres alcohólicos no la veían. Lidió con ello volviéndose obediente con todas las personas de las que dependía (incluido yo, su terapeuta). Cuando su esposo hacía un comentario desconsiderado, a ella le daba un ataque de asma. Para cuando se daba cuenta de que no podía respirar, era demasiado tarde para que el inhalador le hiciera efecto, y tenían que llevarla a urgencias.

      Eliminar nuestros gritos internos pidiendo ayuda no impide que nuestras hormonas del estrés movilicen nuestro cuerpo. Aunque Sandy hubiera aprendido a ignorar sus problemas relacionales y a bloquear sus señales de aflicción físicas, hacían acto de aparición a través de síntomas que requerían su atención. Su terapia se centraba en identificar el vínculo entre sus sensaciones físicas y sus emociones, y también la animé a apuntarse a un curso de kickboxing. No tuvo que ir ningún día a urgencias durante los tres años en los que fue paciente mía.

      Los niños y los adultos traumatizados tienen muchos síntomas somáticos para los que no se encuentra ninguna base física clara. Pueden incluir dolores crónicos de espalda y de nuca, fibromialgia, migrañas, problemas digestivos, colon espástico o síndrome del intestino irritable, fatiga crónica y ciertas formas de asma.16 Los niños traumatizados presentan una tasa de asma cincuenta veces superior que sus semejantes no traumatizados.17 Varios estudios han demostrado que muchos niños y adultos con ataques de asma fatales no eran conscientes de haber tenido problemas respiratorios antes de los ataques.

      ALEXITIMIA: INCAPACIDAD

      DE PONER PALABRAS A LOS SENTIMIENTOS

      Tuve una tía viuda con un doloroso historial traumático que se convirtió en abuela honoraria de nuestros hijos. Solía venir a visitarnos con frecuencia, unas visitas siempre marcadas por mucha actividad (hacer cortinas, arreglar los estantes de la cocina, coser la ropa de los niños) y muy poca conversación. Siempre estaba dispuesta a complacer, pero costaba adivinar qué le gustaba hacer. Después de varios días compartiendo comentarios amables, la conversación cesaba y a mí me costaba mucho trabajo rellenar los largos silencios. El último día de una de sus visitas, la llevé al aeropuerto y allí me dio un seco abrazo de