cosa (drogas, alcohol, bulimia o cortes) que te aporte algún tipo de alivio.
Aunque Sherry acudía obedientemente a cada visita y respondía a mis preguntas con gran sinceridad, yo no sentía que tuviéramos el tipo de conexión vital que es necesaria para que la terapia funcione. Le sugerí que viera a Liz, una terapeuta masajista con la que yo había trabajado anteriormente. Durante la primera visita, Liz colocó a Sherry en la camilla de masajes, y luego se puso al extremo de la camilla sujetando suavemente los pies de Sherry. Allí echada con los ojos cerrados, Sherry de repente se puso a gritar en pánico: «¿Dónde estás?». De algún modo, Sherry había perdido la pista de Liz, aunque Liz estaba justo allí, sujetando con las manos los pies de Sherry.
Sherry fue una de las primeras pacientes que me enseñaron la extrema desconexión del cuerpo que experimentan tantas personas con historias de traumas y de abandono. Descubrí que mi formación profesional, centrada en la comprensión y en la percepción, había pasado por alto la importancia del cuerpo vivo y que respira, el fundamento de nuestro yo. Sherry sabía que pellizcarse la piel era algo destructivo y que tenía que ver con el abandono de su madre, pero comprender el origen del impulso no le ayudaba a controlarlo.
PERDER EL CUERPO
Una vez estuve al corriente de ello, me sorprendió descubrir cuántos pacientes me decían que no podían sentir áreas enteras de su cuerpo. En ocasiones, les pedía que cerraran los ojos y me dijeran qué había puesto en sus manos extendidas. Ya fuera la llave de un coche, una moneda de veinticinco céntimos o un abrelatas, a menudo no podían adivinar qué tenían en la mano: sus percepciones sensoriales no funcionaban.
Se lo comenté a mi amigo Alexander McFarlane, de Australia, que había observado el mismo fenómeno. En su laboratorio de Adelaida, había estudiado la siguiente pregunta: ¿cómo sabemos que estamos sosteniendo la llave de un coche sin mirarla? Reconocer un objeto en la palma de la mano requiere percibir su forma, peso, temperatura, textura y posición. Cada una de estas experiencias sensoriales diferentes se transmite a una parte diferente del cerebro, que luego debe reintegrarlas en una única percepción. McFarlane descubrió que a las personas con TEPT solía costarles reconstruir la imagen.2 Cuando tenemos los sentidos amortiguados, dejamos de sentirnos totalmente vivos. En un artículo titulado «What is an Emotion?» (¿Qué es una emoción?) de 1884,3 William James, el padre de la psicología americana, describía un sorprendente caso de «insensibilidad sensorial» en una mujer a la que entrevistó: «No tengo sensaciones humanas–le dijo–. Estoy] rodeada de todo lo que me podría hacer la vida feliz y agradable, pero no tengo suficiente facultad de disfrute y de sentimiento… Todos mis sentidos, cada parte de mi propio yo, es como si estuvieran separados de mí y no pudiera permitirme ningún sentimiento; esta imposibilidad parece depender de un vacío que siento en la parte frontal de mi cabeza y estar debida a la disminución de la sensibilidad por toda la superficie de mi cuerpo, ya que me parece que en realidad nunca alcanzo los objetos que toco. Todo esto puede parecer poco importante, pero da como resultado aterrador, que es la imposibilidad de tener cualquier sentimiento y cualquier tipo de disfrute, aunque experimento la necesidad y el deseo de tenerlos, lo cual convierte mi vida en una incomprensible tortura».
Esta respuesta al trauma suscita una pregunta importante: ¿cómo puede la gente traumatizada aprender a integrar las experiencias sensoriales ordinarias para poder vivir con el flujo natural de sus sentimientos y sentirse segura y completa en su cuerpo?
¿CÓMO SABEMOS QUE ESTAMOS VIVOS?
Muchos de los primeros estudios de neuroimagen en personas traumatizadas eran como los que hemos visto en el capítulo 3: se centraban en cómo reaccionaban los sujetos a recordatorios específicos del trauma. Más adelante, mi compañera Ruth Lanius, que realizó los escáneres cerebrales a Stan y Ute Lawrence, planteó una nueva pregunta: ¿qué sucede en el cerebro de los supervivientes de traumas cuando no están pensando en el pasado? Sus estudios sobre el cerebro en reposo, la «red neuronal por defecto» (RND), abrió todo un nuevo capítulo en la comprensión de cómo el trauma afecta la conciencia de uno mismo, específicamente la conciencia sensorial de uno mismo.4
La doctora Lanius seleccionó a un grupo de dieciséis canadienses «normales» para hacerles un escáner cerebral mientras no pensaban en nada en particular. Esto no es fácil de lograr (mientras estamos despiertos, nuestro cerebro no para) pero les pidió que centraran la atención en su respiración y que intentaran vaciar la mente al máximo. Luego, repitió el mismo experimento con dieciocho personas que habían tenido historias de maltrato crónico grave durante la infancia.
¿Qué está haciendo nuestro cerebro cuando no tenemos nada concreto en la mente? Resulta que prestamos atención a nosotros mismos. El estado por defecto activa las áreas cerebrales que trabajan conjuntamente para crear nuestra percepción del «yo».
Cuando Ruth analizó los escáneres de los sujetos normales, observó la activación de regiones de la RND que anteriores investigadores habían descrito. Me gusta llamarlo la «cresta» de la autoconcienciación, las estructuras de la línea media del cerebro, que empiezan justo sobre los ojos, discurren por el centro del cerebro hasta la nuca. Todas estas estructuras de la línea media están implicadas en nuestra percepción del «yo». La región más brillante en la parte posterior del cerebro es el cíngulo posterior, que nos da la percepción física de dónde estamos (nuestro GPS interno). Está fuertemente conectado con la corteza prefrontal medial (CPFM), la torre de vigilancia que mencioné en el capítulo 4 (esta conexión no aparece en el escáner porque la RMf no puede medirla). También está conectado con las áreas cerebrales que registran las sensaciones procedentes del resto del cuerpo: la ínsula, que transmite los mensajes de las vísceras a los centros emocionales; los lóbulos parietales, que integran la información sensorial; y el cíngulo anterior, que coordina las emociones y el pensamiento. Todas estas áreas contribuyen a la conciencia.
La diferencia con los escáneres de los dieciocho pacientes de TEPT crónico con traumas graves vividos en la primera infancia era llamativa. Prácticamente no había activación de ninguna de las áreas de autopercepción del cerebro. La CPFM, el cíngulo anterior, la corteza parietal y la ínsula no estaban en absoluto iluminados; la única área que mostraba una ligera activación era el cíngulo posterior, que es el responsable de la orientación espacial básica.
Solo podía haber una explicación para estos resultados: en respuesta al propio trauma, y para manejar el miedo que persistió mucho tiempo después, estos pacientes habían aprendido a desconectar las áreas del cerebro que transmiten los sentimientos viscerales y las emociones que acompañan y definen el terror. Sin embargo, en nuestra vida diaria, estas mismas áreas cerebrales son responsables de registrar todo el abanico de emociones y sensaciones que forman los cimientos de nuestra autoconcienciación, la percepción de quiénes somos. Lo que estábamos viendo era una adaptación trágica: en un esfuerzo para desconectar unas sensaciones aterradoras, también adormecieron su capacidad de sentirse totalmente vivos.
Localización del yo. La cresta de la autoconcienciación. Empezando desde la parte delantera del cerebro (a la derecha), está compuesta por la corteza prefrontal orbital, la corteza prefrontal medial, el cíngulo anterior, el cíngulo posterior y la ínsula. En las personas con historias de trauma crónico, las mismas regiones muestran una actividad claramente reducida, haciendo que sea difícil registrar los estados internos y evaluar la relevancia personal de la información entrante.
La desaparición de la activación prefrontal medial podría explicar por qué tantas personas traumatizadas pierden la noción de propósito y de dirección. Solía sorprenderme la frecuencia con la que mis pacientes me pedían consejo sobre las cosas más ordinarias, y luego qué pocas veces los seguían. Ahora comprendo que la relación con su propia realidad interior estaba deteriorada. ¿Cómo podían tomar decisiones, o poner ningún plan en marcha, si no podían definir qué querían o, más precisamente, qué intentaban decirles las sensaciones de su cuerpo, que son la base de todas