Antonio Vélez

Homo sapiens


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se van quedando rezagados en inteligencia, en parte debido a su dieta fundamentalmente vegetal. Se ha observado que un chimpancé adulto dedica un promedio de siete horas por día a la labor de alimentarse, y lo mismo sucede con el gorila. El elefante gasta cerca del 75% de su jornada diaria en la búsqueda y el consumo de alimentos, mientras que al león le basta un modesto 15%. Los vegetarianos, en consecuencia, deben vivir para comer, mientras el prehombre, al volverse omnívoro, empieza a comer para vivir.

      Los primates vegetarianos, aquellos que se alimentan de hojas o folívoros, son los que tienen un encéfalo, en relación con el peso corporal, de menor tamaño (Sommer, 1995) y muestran un nivel de inteligencia inferior. La razón es que aquellos que se ganan la vida de una manera tan fácil no requieren mayores dotes intelectuales, en contraste con los omnívoros, cuyas fuentes de alimentos se encuentran dispersas y son difíciles de encontrar, lo que obliga a buscar los frutos en determinados árboles, justo en la época en que maduran, y a buscar y cazar las presas que les sirven de alimento. En consecuencia, estos últimos necesitan una memoria de gran extensión para recordar los sitios precisos donde se encuentra la comida y para conocer los hábitos de las presas que les sirven de sustento. Por tanto, las exigencias cerebrales son mucho mayores. Los folívoros, en cambio, tienen siempre el alimento al alcance de la mano. Rodolfo Llinás (2003) lo confirma: “El examen del desarrollo del manto cortical en diversas especies indica que los animales con los circuitos nerviosos más sofisticado son los carnívoros, y no los que pastan, los herbívoros”. La vida regalada conduce a la pobreza intelectual. Los hijos de príncipes y reyes nos dan la razón.

      Hay otro aspecto adicional que vale la pena destacar: la atención y la capacidad de concentración, requisitos indispensables para el aprendizaje superior; son virtudes básicas del buen cazador y, por tanto, posibles consecuencias de la etapa cinegética. Los primates no humanos, incluyendo al chimpancé, no son capaces de concentrarse en una tarea que exija más de un cuarto de hora de atención. Los carnívoros cazadores, por el contrario, son capaces de permanecer largos periodos de tiempo en perfecto estado de silencio, quietud y concentración.

      Los carnívoros, al disponer de armas naturales eficientes, no tuvieron necesidad de evolucionar cerebralmente más allá de ciertos límites modestos, salvo lobos, hienas y licaones, animales que cazan, en equipo, exigentes presas mucho más grandes que ellos. El prehombre, por el contrario, al no disponer de ninguna clase de arma natural, tomó la ruta evolutiva que conduce a la astucia y la inteligencia, esta última la más mortífera de todas las armas. El pequeño David de cerebro grande quedó así mejor armado que todos los Goliats del mundo animal. Aclaremos que el tamaño bruto del cerebro no implica una mayor inteligencia: se requiere también cierta complejidad en las conexiones neuronales. Bien sabemos que el cerebro del delfín puede llegar a pesar cerca de dos kilogramos, el del elefante más de cinco y el de la ballena de esperma supera los ocho kilogramos, y, sin embargo, sus inteligencias no son por ningún motivo comparables con la humana.

      El cambio de recolector a cazador-recolector debió darle un gran impulso a la evolución del cerebro humano. La recolección de alimentos es una actividad pasiva y poco selectiva. Las exigencias intelectuales se reducen al simple reconocimiento de plantas y frutos, de tal modo que cualquier individuo es capaz de realizarlas con eficacia; en consecuencia, el inteligente no le saca mayor ventaja al tonto, por lo cual la recolección no actúa como factor importante de selección de la inteligencia. Asimismo, la recolección exige herramientas muy sencillas y no requiere mayor cooperación. Las plantas son estáticas y se renuevan con periodicidades fáciles de recordar. La caza, en cambio, es activa y necesita una gama amplia de conocimientos y destrezas. Deben dominarse las técnicas de ataque y defensa, hay que saber leer las huellas de las presas, conocer sus costumbres y la forma de no alejarlas, o de atraerlas. Es indispensable conocerlas a fondo: anatómica, fisiológica y sicológicamente. Es importante saber construir y utilizar trampas. Si la presa es grande, debe descuartizarse, transportarse y conservarse. El cazador debe conocer el uso particular de las distintas partes de la presa: piel, carne, vísceras y huesos. En resumen, los conocimientos exigidos por la cacería deben asimilarse, acumularse y transmitirse a los descendientes.

      División del trabajo

      Para extraerle el máximo beneficio al nicho prehumano de caza y recolección se hizo necesario cambiar la estructura familiar y crear la división del trabajo según el sexo, paso inicial hacia el establecimiento de los roles genéricos o sexuales. Al no practicarse la cacería, entre primates recolectores no existe y tampoco es necesaria la división del trabajo. Jóvenes y adultos, sin depender del sexo, recorren el terreno en busca de alimento. Entre carnívoros que cazan en grupo, como leones, hienas, chacales y licaones, existe apenas una débil división de labores. Cuando los licaones salen de caza, algunos de ellos permanecen en sus cubiles cuidando los pequeños. Los leones colaboran con las leonas en actividades de encierro o desvío de las presas, para que las hembras, más hábiles y veloces, sean las que finalmente capturen la presa.

      Para los prehomínidos las cosas tuvieron que ser diferentes. La infancia prolongada de los retoños los incapacita por mucho tiempo para participar en una actividad tan demandante y riesgosa como la cacería. Tampoco poseen los pequeños la paciencia, la capacidad de permanecer en silencio y la concentración que esa actividad requiere. Asimismo, la infancia prolongada de los hijos inmoviliza a las madres, encargadas de cuidarlos. Para estas existen impedimentos adicionales: el incómodo y largo periodo de gestación y la exigente lactancia. A una madre en embarazo o con lactante a bordo le es prácticamente imposible involucrarse en una partida de caza, aventura que podía durar varios días y que implicaba recorrer grandes distancias. La hembra debe pagar el costo del bipedismo. Este sistema de locomoción, que le brindó al hombre la gran oportunidad de expandir su cerebro, por otro lado aumentó de manera considerable las incomodidades del embarazo. Contrasta esto con lo que ocurre entre los cuadrúpedos, que aun en las etapas más avanzadas de la preñez parecen no sentir ninguna incomodidad.

      Al dividirse el trabajo, las hembras se dedican a las labores relacionadas con la maternidad, el cuidado de ancianos y enfermos, más la recolección; los niños, al lado de sus madres, alternan el juego con alguna pequeña labor de ayuda a sus mayores; y los machos adultos se dedican a la caza (a veces al carroñeo). Lo anterior se convirtió en una estrategia altamente adaptativa, que le confirió a la especie de los diminutos prehombres una fuerza no conocida hasta ese momento en el mundo animal, y de tal intensidad que les permitiría propagarse en pocos siglos por todo el continente africano.

      La división de las labores permite explotar de forma óptima la caza y la recolección, nicho que, como ya vimos, le asegura al prehombre una dieta muy estable, al margen de las fluctuaciones ambientales. Si escasean las presas habituales, la recolección puede bastar; si esta resulta pobre, la cacería resuelve los problemas. Dado que las probabilidades de que falten simultáneamente las dos cosas son muy bajas, el prehombre se encuentra así equipado a la perfección para enfrentar, con seguridad y confianza, las inevitables contingencias alimentarias. El hecho de dividir el trabajo según el sexo permite también que cada uno se especialice y aprenda únicamente la mitad de las tareas. Si solo se debe aprender la mitad del repertorio, el periodo de aprendizaje será más corto, y más eficiente el desempeño de los respectivos oficios. En síntesis, dividirse el trabajo significa hacer el doble en la mitad del tiempo.

      La cacería crea y demanda, al mismo tiempo, cooperación. Cuando es grande la presa, esta puede compartirse entre varias familias. Muchos carnívoros comparten con otros miembros de su familia todo lo que cazan; los vegetarianos, en cambio, y los primates recolectores, aunque vivan en estrecho contacto social, nunca comparten. Jamás se ha visto una madre chimpancé separando un trozo de comida para su hijo, aseguran los etólogos. La vida social tuvo que intensificarse hasta aparecer como complemento directo la división del trabajo: las hembras, naturalmente, tenían que alimentar y cuidar a sus crías, dejando que la labor de caza recayera principalmente sobre los machos (la mayor fuerza física y resistencia a la marcha del varón no es un resultado gratuito). El calor intenso de las sabanas africanas durante el seco Plioceno probablemente causó la desaparición del vello. El mono peludo se convirtió en homo desnudo, y así se promovió el desarrollo evolutivo del potente sistema de enfriamiento mediado por el sudor. No sin razón el hombre moderno posee entre dos y cinco millones de glándulas sudoríparas.

      Otra