H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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a su paso. Su discurso era ese hasta que abruptamente guardó silencio. El fuego de la locura desapareció de sus ojos y con un turbio asombro vio a sus interrogadores y les preguntó por qué estaba inmovilizado. El doctor Barnard le retiró la camisa de fuerza y no se la colocó hasta la noche, cuando consiguió convencerlo de que la aceptara voluntariamente por su propio bien. Slater ya había admitido que, aunque no sabía por qué, a veces hablaba de forma muy extraña.

      Otros dos ataques se desencadenaron en el transcurso de una semana, pero los doctores no pudieron aprender mucho de ellos. Ampliamente especularon sobre el origen de las visiones de Slater, ya que al no saber ni leer ni escribir y, aparentemente, no habiendo escuchado nunca leyendas o cuentos de hadas, su prodigiosa imaginación resultaba inexplicable. Quedaba especialmente de manifiesto que esta no procedía de ningún mito o leyenda, ya que aquel desdichado hombre se expresaba acerca de sí mismo tan solo en su simple lenguaje. Alucinaba sobre temas que no entendía y no podía interpretar, y sobre situaciones que pretendía haber experimentado, pero que no podía haber aprendido por medio de alguna narración coherente o normal. Pronto, los médicos decidieron que la clave del problema estaba en esos sueños anormales. Sueños tan vívidos que durante algunos lapsos de tiempo podían dominar por completo la mente despierta de este ser humano, que era básicamente inferior. Siguiendo las debidas formalidades, Slater fue enjuiciado por homicidio, fue absuelto debido a su locura y recluido en la institución donde yo prestaba mis modestos servicios.

      Anteriormente, admití ser un incansable especulador acerca de la vida onírica, y eso puede dar una idea del nivel de impaciencia con que me arrojé al estudio del nuevo paciente apenas supe los hechos que rodeaban el caso. Slater parecía sentir algún tipo de simpatía hacia mí, sin duda estimulada por el interés que yo no podía ocultar, así como por la manera amable en que yo lo interrogaba. Nunca llegó a reconocerme en el transcurso de sus ataques, en los que yo lograba verme suspendido sin aliento sobre sus caóticas y cósmicas descripciones de su mundo. Él solo me reconocía en sus horas tranquilas, cuando solía sentarse junto a su ventana enrejada, mientras tejía cestos de paja y sauce, extrañando tal vez, la libertad en las montañas que nunca recobraría. Su familia jamás vino a verlo. Seguramente, según sus degeneradas costumbres, aquellos montañeses ya habían encontrado otro cabeza de familia.

      Poco a poco, las locas y fantásticas creaciones de Joe Slater, comenzaron a subyugarme y a despertar mi admiración. En sí mismo, él era un personaje patéticamente inferior, tanto en su forma de expresarse como su intelecto, pero tan magníficas y titánicas visiones, a pesar de ser explicadas en una jerga tan primitiva y bárbara, solo podían ser concebidas por una mente superior e inclusive excepcional. Yo me preguntaba a menudo ¿cómo podía la torpe imaginación de un degenerado de Catskill invocar tales visiones, cuya sola existencia indicaba que existía una chispa de genialidad oculta? ¿Cómo podía aquel ser primitivo de las lejanías tener siquiera una mísera idea de lugares como esos, resplandecientes de brillos y espacios sobrehumanos, sobre los que Slater hablaba durante sus arrebatados delirios? Cada día, iba haciéndome más a la idea de que en el interior de ese miserable individuo que se acurrucaba frente a mis ojos, estaba escondido el núcleo trastornado de algo que trascendía mi capacidad de comprensión. Era algo que estaba, definitivamente, más allá de la comprensión de mis colegas médicos y científicos, que eran más experimentados que yo pero menos imaginativos.

      Tampoco yo lograba obtener algo definitivo de aquel personaje. Toda mi investigación residía en que en un estado de vida onírica semiincorpórea, Slater viajaba o flotaba a través de resplandecientes y prodigiosos valles, jardines, praderas, ciudades y palacios de luz en una región desconocida y prohibida para el ser humano. En ese lugar, Slater, ya no era un labriego y un degenerado, sino un hombre de vida importante y activa que se movía de manera orgullosa y fuerte, y que tan solo se preocupaba por un enemigo mortal que daba la impresión de tratarse de un ser visible pero de estructura etérea, y que además, no parecía tener forma humana, ya que Slater jamás se refería a ese enemigo como un hombre, sino como un “ser”. Este ser le había causado a Slater algún daño terrible del que el maníaco, si es que podía llamarse maníaco, había jurado vengarse.

      Por la forma en que Slater se refería a su relación con ese ser, podría apostar a que el ser luminoso y el mismo Slater se habían encontrado en igualdad de condiciones y que en esa vida onírica el hombre era un ser luminoso de la misma especie que su enemigo. Las frecuentes referencias a viajes por el espacio y a calcinar todo aquello que se opusiera a su avance sustentaban esta impresión. Más estos conceptos eran expresados por medio de palabras torpes, totalmente inadecuadas para explicarlos, algo que me hizo deducir que, si realmente existía un mundo onírico, el lenguaje oral no era el mejor medio para transmitir esas ideas. ¿Podría pasar que el alma de algún ser durmiente que habitaba en ese primitivo cuerpo estuviera luchando desesperadamente, tratando de decir cosas que la simple y torpe lengua de los hombres no podía expresar? ¿Estaríamos, tal vez, frente a una cierta manifestación intelectual capaz de explicar tal misterio, a condición de ser capaces de aprender a descubrirlas e interpretarlas? No mencioné estas cosas con mis viejos colegas médicos, ya que la madurez puede resultar escéptica, cínica y poco predispuesta a las nuevas ideas. Por otro lado, el director de la institución, con sus maneras paternales, me había llamado la atención últimamente, diciéndome que yo estaba trabajando demasiado y que mi mente necesitaba reposo.

      Durante largo tiempo, yo había sostenido la creencia de que el pensamiento humano consistía fundamentalmente en movimientos atómicos y moleculares que se transformaban en ondas de energía etérea radiante, tales como el calor, la luz y la electricidad. Dicho postulado me había llevado a considerar muy pronto la posibilidad de una comunicación mental o telepática a través de los aparatos adecuados. Ya en mis días de Universidad, yo había preparado un grupo de instrumentos de transmisión y recepción, parecidos en cierta forma a los complejos mecanismos que utilizaba la telegrafía sin hilos durante aquel rústico periodo antes del nacimiento de la radio. En aquel entonces, los había probado con un compañero de estudios, pero al no lograr ningún resultado, los arrinconé en compañía de otras extravagancias científicas con el propósito de un posible uso futuro. Ahora, motivado por mi fuerte deseo de penetrar en la vida onírica de Joe Slater, retomé de nuevo dichos instrumentos y trabajé varios días poniéndolos a punto. Cuando estuvieron operativos de nuevo, no perdí la oportunidad de probarlos. En cada violento ataque de Slater, yo acoplaba el transmisor en su frente y el receptor en la mía, realizando pequeños ajustes para las varias —e hipotéticas— longitudes de onda de la energía intelectual. Yo no tenía ninguna idea de en qué forma las impresiones mentales, si ocurría la comunicación, despertarían alguna respuesta inteligente en mi cerebro, pero sí tenía la certeza de que lograría detectarlas e interpretarlas. Por lo que proseguí con mis experimentos, pero sin informar a nadie de la naturaleza de los mismos.

      Finalmente, todo ocurrió el 21 de febrero de 1901. Aquella terrible noche yo me encontraba sumamente perturbado y agitado, ya que a pesar de los excelentes cuidados dispensados, Joe Slater agonizaba sin remedio. Años más tarde, cuando miro hacia atrás, entiendo cuán irreal puede parecer todo aquello y me pregunto a veces, si el anciano doctor Fenton no estaría en lo cierto cuando achacó todo el relato a mi imaginación sobreexcitada. Recuerdo que escuchó muy amablemente y con gran paciencia todo lo que le conté, pero inmediatamente me hizo tomar unos sedantes y dispuso para mí unas vacaciones de seis meses que comencé a disfrutar la siguiente semana. Tal vez, era la pérdida de libertad del montañés, o tal vez que el desorden de su cerebro se había vuelto excesivamente grave para su organismo ya demasiado perezoso, en todo caso, el fuego de la vida se extinguía de aquel cuerpo degradado. Hacia el final, Slater se encontraba como dormido y al caer la oscuridad se sumió en un sueño muy inquieto. Esta vez no le puse camisa de fuerza, tal como solía hacer cuando iba a dormir, ya que se encontraba demasiado débil como para resultar peligroso, aun si recaía otra vez en su caos mental antes de morir. Sin embargo, coloqué en nuestras cabezas los dos terminales de mi radio cósmica tratando, contra toda esperanza, de lograr un primero y último mensaje de su mundo onírico en el corto tiempo que restaba. En aquella habitación con nosotros se encontraba un enfermero, un tipo muy mediocre que no lograba entender el propósito del aparato y que tampoco pensó en cuestionar mis movimientos. Al pasar las horas, vi cómo la cabeza de Slater caía desmayadamente en