tenía tan cerca de mí, sentí un nuevo sobresalto de horror. Las asociaciones de la mente son siempre extrañas; y me empequeñecí ante la idea de que, salvo el pobre hombre primitivo despedazado de la última pintura, la mía era la única forma humana, en medio de las numerosas reliquias y símbolos de vida primitiva.
Pero en mi errante y extraña existencia, el asombro siempre se imponía a mis miedos; pues el abismo luminoso y lo que podía contener planteaban un problema valiosísimo para el más grande explorador. No había la menor duda de que al pie de aquella escalera de peldaños singularmente pequeños había un mundo extraño y misterioso, y esperaba encontrar allí los vestigios humanos que las pinturas del corredor no me habían podido ofrecer. Los frescos representaban ciudades y valles increíbles de esta región baja, y mi imaginación se demoraba en las ricas ruinas que me esperaban.
Mis temores, en efecto, se relacionaban más con el pasado que con el futuro. Ni siquiera el terror físico de mi situación en aquel angosto corredor de reptiles muertos y frescos milenarios, millas por debajo del mundo que yo conocía, y ante ese otro mundo de luces y brumas espectrales, podía compararse con el temor que sentía ante la antigüedad abismal del escenario y de su espíritu. Una antigüedad tan inmensa que empequeñecía todo cálculo parecía mirar de soslayo desde las rocas primordiales y los templos tallados de la ciudad sin nombre, mientras que los últimos mapas asombrosos de los frescos mostraban océanos y continentes que el hombre ha olvidado, cuyos contornos eran vagamente familiares. Nadie sabía qué podía haber sucedido en las edades geológicas ya que las pinturas se interrumpían, y la resentida y rencorosa raza había sucumbido a la decadencia. En otro tiempo, estas cavernas y la luminosa región que se abría más allá habían hervido de vida; ahora, me encontraba solo entre estas reliquias, y temblaba al pensar en los incontables siglos durante los cuales dichas reliquias habían mantenido una vigilia abandonada y muda.
De pronto, me invadió nuevamente aquel agudo horror que me asaltaba de vez en cuando desde que había visto el terrible valle y la ciudad sin nombre bajo la luna fría; y a pesar de mi cansancio, me sorprendí a mí mismo incorporándome frenéticamente, y mirando hacia el oscuro corredor, hacia los túneles que subían al mundo exterior. Me dominó el mismo sentimiento que me había hecho abandonar la ciudad sin nombre por la noche, y que era tan inexplicable como urgente. Un momento después, sin embargo, sufrí una impresión aún mayor en forma de un ruido definido: el primero que quebraba el absoluto silencio de estas profundidades funerarias. Fue un gemido bajo, profundo, como de una multitud lejana de espíritus condenados; y provenía del lugar hacia donde yo miraba. El rumor fue creciendo velozmente, y no tardó en resonar de forma espantosa por el bajo pasadizo. Al mismo tiempo, tuve conciencia de una corriente de aire frío, cada vez más fuerte, idéntica a la que brotaba de los túneles y barría la ciudad. El contacto de ese viento pareció devolverme el equilibrio, porque en ese instante recordé las ráfagas súbitas que se levantaban en torno a la entrada del abismo en el amanecer y el crepúsculo, una de las cuales, efectivamente, me había revelado los túneles secretos. Consulté mi reloj y vi que faltaba poco para amanecer, así que me preparé para resistir la ventisca que regresaba a su caverna, del mismo modo que había salido al atardecer. Mi temor disminuyó otra vez, ya que un fenómeno natural tiende a disipar las conjeturas sobre lo desconocido.
Cada vez entraba con más fuerza el aullante y quejumbroso viento nocturno, precipitándose en el abismo subterráneo. Me dejé caer boca abajo de nuevo, y me agarré vanamente al suelo, temiendo que me arrastrara por la puerta y me precipitara en el abismo fosforescente. No me había esperado una furia semejante; y al darme cuenta de que, en efecto, me iba deslizando por el suelo hacia el abismo, me asaltaron miles de nuevos terrores imaginarios. La malignidad de aquella corriente despertó en mí increíbles figuraciones; una vez más me comparé, con un estremecimiento, a la única imagen humana del espantoso corredor, al hombre despedazado por la desconocida raza; porque los zarpazos demoníacos de los torbellinos parecían contener una furia vengativa tanto más fuerte cuanto que me sentía casi impotente. Cerca del final, creo que grité de pavor —casi enloquecido—; si fue así, mis gritos se perdieron en aquella babel infernal de aulladores espíritus. Traté de retroceder arrastrándome contra el torrente invisible y homicida, pero no podía afianzarme siquiera, y seguía siendo arrastrado lenta e inevitablemente hacia el mundo desconocido. Por último, se me debió de trastornar la razón, y empecé a balbucear, una y otra vez, aquel inexplicable dístico del árabe loco Abdul Alhazred, que soñó con la ciudad sin nombre:
«Que no está muerto lo que yace eternamente,
Y con el paso de los evos, aun la muerte puede morir».
Solo los toscos y severos dioses del desierto saben lo que ocurrió de verdad; qué forcejeos y luchas sostuve en la oscuridad, o qué Abaddón me guió de nuevo a la vida, donde siempre habré de recordar, y estremecerme, cuando sopla el viento de la noche, hasta que el olvido o algo peor me reclame. Fue inmenso, antinatural, monstruoso... muy lejos de cuanto el hombre pueda imaginar, salvo en las primeras horas silenciosas y detestables de la madrugada, cuando uno no puede dormir.
He dicho que la furia del viento era infernal —cacodemoníaca—, y que sus voces eran horrorosas a causa de una perversidad reprimida durante una desolación eterna. Luego, estas voces, aunque delante de mí seguían siendo desordenadas, imaginó mi cerebro delirante que asumían forma articulada detrás; y allá en la tumba de unas antigüedades muertas hacía innumerables eras, leguas debajo del mundo diurno del ser humano, oí horribles gruñidos de demonios y maldiciones de extrañas lenguas. Al volverme, vi recortarse contra el vacío luminoso del abismo lo que no podía verse en la oscuridad del corredor: una horda horrenda de seres que se precipitaban, de distorsionados demonios semitransparentes por el odio, grotescamente vestidos, y pertenecientes a una raza que nadie habría podido confundir jamás: la de las criaturas reptiles de la ciudad sin nombre.
Cuando se detuvo la ventisca, me rodeó la negrura más absoluta del interior de la tierra; porque detrás de la última de las criaturas, la enorme puerta de bronce se cerró de golpe con un ensordecedor estruendo de música metálica cuyos ecos subieron hasta el mundo distante para saludar al sol que salía, como lo saluda Memnón desde las orillas del Nilo.
The Nameless City: escrito y publicado en 1921.
La música de Erich Zann34
He revisado con mucho cuidado varios planos de la ciudad, aunque no he vuelto a ver la Rue d’Auseil. No solo he revisado planos modernos, porque con el paso del tiempo los nombres cambian. Por eso, me he adentrado en las antigüedades del lugar y he verificado en persona todos los rincones de la ciudad, cual sea que fuera el nombre, respondiera a la calle que en otro tiempo conocí como Rue d’Auseil. A pesar de todos mis esfuerzos, ha sido frustrante que no pudiera conseguir la casa, la calle o aunque sea el distrito en donde pasé mis últimos meses de depauperada vida como estudiante de metafísica en la universidad, y escuché la música de Erich Zann.
Que me falle la memoria no me sorprende lo más mínimo, pues mi salud, tanto física como mental, se vio gravemente trastornada durante el período de mi estancia en la Rue d’Auseil y no recuerdo haber llevado allí a ninguna de mis escasas amistades. Pero que no pueda volver a encontrar el lugar resulta extraño a la vez que me deja perplejo, pues estaba a menos de media hora andando de la universidad y se distinguía por unos rasgos característicos que difícilmente podría olvidar quien hubiese pasado por allí. Lo cierto es que jamás he encontrado a nadie que haya estado en la Rue d’Auseil.
La Rue d’Auseil quedaba al otro lado de un oscuro río bordeado de empinados almacenes de ladrillo con los cristales de las ventanas empañados, y se accedía a ella por un macizo puente de piedra ennegrecida. Estaba siempre lóbrego el curso de aquel río, como si el humo procedente de las fábricas vecinas impidiera el paso de los rayos del sol a perpetuidad. Las aguas despedían, asimismo, un hedor que no he vuelto a percibir en ninguna otra parte y que quizás algún día me ayude a dar con el lugar que busco, pues estoy seguro de que reconocería ese olor al instante. Al otro lado del puente podían verse una serie de calles adoquinadas y con raíles; luego venía la subida, gradual al principio, pero de una pendiente increíble a la altura de la Rue d’Auseil.