H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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posibilidad de conquistarla artificialmente. Sus opiniones, seriamente ridiculizadas por el profesorado y los compañeros, se movían en torno a la naturaleza esencialmente mecanicista de la vida y se referían a la manera de poner a funcionar la maquinaria orgánica del ser humano por medio de una acción química calculada después de fallar los mecanismos naturales.

      Con el fin de experimentar diversas sustancias reanimadoras, había matado y sometido a tratamiento a infinidad de conejos, cobayas, gatos, perros y monos, hasta transformarse en la persona más irritante de la Facultad. En varias oportunidades había logrado obtener signos de vida en animales teóricamente muertos. En muchos casos, signos violentos de vida. Pero se dio cuenta pronto de que, de ser efectivamente posible, la perfección lo obligaría, necesariamente, a toda una vida dedicada a la investigación. Igualmente vio con claridad que, como la misma solución no obraba del mismo modo en diferentes especies orgánicas, precisaba disponer de seres humanos si quería obtener nuevos y más especializados progresos. Aquí es donde se enfrentó con las autoridades universitarias y le fue retirado el permiso para realizar experimentos, nada menos que por el propio decano de la Facultad de Medicina, el culto y compasivo doctor Allan Hales, cuyo trabajo a favor de los enfermos es recordada por todos los viejos vecinos de Arkham.

      Yo siempre había sido extraordinariamente tolerante con las investigaciones de West, y con frecuencia hablábamos de sus teorías, cuyas desviaciones y consecuencias eran casi infinitas. Sosteniendo con Haeckel que toda vida es un proceso químico y físico y que la supuesta “alma” es un mito, mi amigo pensaba que la reanimación artificial de los muertos podía depender solo de la condición de los tejidos y que, a menos que se hubiese iniciado una verdadera descomposición, todo cuerpo totalmente dotado de órganos era apto para recibir mediante un tratamiento adecuado, esa particular condición que conocemos como vida. West comprendía perfectamente que el más leve deterioro de las células cerebrales causado por un instante letal, incluso fugaz, podía perjudicar la vida intelectual y psíquica.

      Al comienzo, tenía esperanzas de encontrar un químico capaz de devolver la vitalidad antes de la definitiva aparición de la muerte y solo los infinitos fracasos en animales le habían mostrado que eran incompatibles los movimientos vitales naturales y los artificiales. Entonces adquirió ejemplares extremadamente frescos y les inyectó sus reactivos en la sangre —inmediatamente después de la extinción de la vida—. Este hecho volvió considerablemente más incrédulos a los profesores, ya que dedujeron que en ningún caso se había producido una muerte verdadera. No se detuvieron a considerar el asunto detenida y razonablemente.

      Poco después de que el profesorado le impidiese continuar con sus trabajos, West me confió su intención de conseguir ejemplares frescos de una u otra manera y de retomar en secreto los experimentos que no podía efectuar abiertamente. Era terrible escucharle hablar sobre el medio y la forma de conseguirlos. En la Facultad, nosotros nunca habíamos tenido que ocuparnos de reunir ejemplares para las prácticas de anatomía. Cada vez que disminuía el depósito, dos negros de la zona se encargaban de corregir esta deficiencia sin que se les interrogase jamás su origen. West era por entonces joven, delgado y con gafas, de fisionomía delicada, pelo amarillo, ojos azul pálido y voz suave, y era extraño escucharlo explicar cómo la fosa común era comparativamente más interesante que el cementerio perteneciente a la Iglesia de Cristo, ya que casi todos los cuerpos de la Iglesia de Cristo estaban momificados, lo cual evidentemente, hacía improbables las investigaciones de West.

      Para entonces yo era su vehemente y hechizado auxiliar, y lo ayudé en todas sus disposiciones. No solo en las que concernían a la fuente de provisión de cadáveres, sino también en las referentes al lugar más idóneo para nuestro repugnante trabajo. Fui yo quien sugirió la granja deshabitada de Chapman, al otro lado de Meadow Hill. Allí, equipamos una habitación de la planta baja como sala de operaciones y otra como laboratorio, cubriéndolas con gruesas cortinas a fin de ocultar nuestras labores nocturnas. El lugar estaba alejado de la carretera y no había casas a la vista. De todas maneras, había que exagerar las precauciones, ya que el más pequeño chisme sobre luces extrañas, que cualquier caminante nocturno hiciera circular, podía resultar desastroso para nuestra labor. Si llegaban a sorprendernos, convenimos decir que se trataba de un laboratorio químico.

      Poco a poco equipamos nuestra fatídica guarida científica con equipos comprados en Boston o extraídos a escondidas de la facultad —herramientas cuidadosamente camufladas, a fin de hacerlas irreconocibles, salvo para ojos expertos— y nos equipamos con picos y palas para los abundantes enterramientos que tendríamos que realizar en el sótano. En la facultad había un crematorio, pero un aparato de ese tipo era demasiado oneroso para un laboratorio secreto como el nuestro. Los cuerpos eran siempre un problema… hasta los pequeños cadáveres de cobaya de los ensayos secretos que West efectuaba en el cuarto de la pensión donde vivía.

      Como vampiros seguíamos las noticias necrológicas locales, ya que nuestros ejemplares demandaban determinadas condiciones. Lo que necesitábamos eran cadáveres enterrados muy poco después de morir y sin preservación artificial de ningún tipo, preferiblemente, libres de insanas malformaciones y, desde luego, con todos sus órganos. Nuestras mayores esperanzas residían en las víctimas de accidentes. Durante algunas semanas no tuvimos noticias de ningún caso adecuado, aunque conversábamos con las autoridades del depósito y del hospital, aparentando representar los intereses de la facultad. Quizá necesitaríamos permanecer en Arkham durante las vacaciones, en que solo se impartían las limitadas clases de los cursos de verano. Pero finalmente nos sonrió la suerte, pues un día supimos que iban a enterrar en la fosa común un caso prácticamente idóneo: un joven y fornido obrero que se había ahogado el día antes en Summer’s Pond y que había sido enterrado sin dilaciones ni embalsamamientos por cuenta de la ciudad. Esa misma tarde encontramos la nueva sepultura y decidimos comenzar a trabajar poco después de la medianoche.

      Fue una labor asquerosa la que emprendimos en la oscuridad de las primeras horas de la madrugada, aunque en aquella época no teníamos ese miedo particular a los cementerios que nuestras prácticas posteriores nos despertó. Llevamos palas y lámparas de petróleo porque, aunque ya entonces había linternas eléctricas, no eran tan cómodas como esos aparatos de tungsteno de hoy día. El trabajo de exhumación fue lento y miserable —podía haber sido terriblemente poético si en vez de científicos hubiéramos sido artistas— y sentimos consuelo cuando nuestras palas chocaron con la madera. Una vez que la caja de pino quedó totalmente descubierta, West bajó, quitó la tapa, sacó el cuerpo y lo dejó apoyado. Me incliné, lo agarré, y entre los dos lo sacamos de la fosa. A continuación trabajamos esforzadamente para dejar el lugar igual que antes. La tarea nos había puesto algo nerviosos. Sobre todo, el cuerpo rígido y la cara imperturbable de nuestro primer botín, pero nos las ingeniamos para borrar todas las marcas de nuestra visita. Cuando quedó plana la última paletada de tierra, guardamos el cuerpo en un saco de tela y comenzamos el regreso hacia la granja del viejo Chapman, al otro lado de Meadow Hill.

      En una improvisada mesa de disección situada en la vieja granja y bajo la luz de una potente lámpara de acetileno, el cuerpo no ofrecía un semblante demasiado espectral. Había sido un joven fuerte y poco imaginativo, al parecer un tipo vigoroso y popular —complexión ancha, ojos grises y cabello castaño—, un animal saludable, sin complicaciones sicológicas y, probablemente, con unos procesos vitales de lo más sencillos y sanos. Claro está, con los ojos cerrados parecía más dormido que muerto, sin embargo, la versada comprobación de mi amigo borró de inmediato toda duda al respecto. Al fin teníamos lo que West siempre había deseado, un muerto verdaderamente ideal, idóneo para la solución que habíamos preparado con meticulosos cálculos y teorías a fin de utilizarla en el organismo humano. Nuestro nerviosismo era enorme. Sabíamos que las oportunidades de lograr un éxito definitivo eran muy lejanas y no podíamos contener un miedo espantoso a las terribles consecuencias de una viable animación parcial. Nos sentíamos especialmente recelosos con lo que estaba relacionado con la mente y a los impulsos de la criatura, ya que podía haber sufrido un daño en las sutiles células cerebrales con posterioridad a la muerte. En lo personal, yo aún poseía una acostumbrada noción del concepto del “alma” humana y sentía cierto temor frente a los secretos que podía descubrir alguien que retornaba del reino de los muertos. Me preguntaba qué miradas podía haber experimentado este apacible joven, si regresaba plenamente