se escucharon unos enérgicos golpes en la puerta de atrás. Permanecí inmóvil, un poco distraído y poco después escuché a West llamar a mi puerta. Estaba en bata y zapatillas y tenía en sus manos un revólver y una linterna eléctrica. Al ver el revólver advertí que pensaba más en el trastornado italiano que en la policía.
—Será mejor que bajemos los dos —susurró—. No estaría bien no contestar, tal vez sea un paciente… sería muy típico de uno de esos tontos llamar por la puerta de atrás.
Así que bajamos los dos silenciosamente, con un temor por una parte justificado y por otra debido solo al misterio de las primeras horas de la madrugada. Volvieron a llamar un poco más fuerte. Al llegar a la puerta, cautelosamente corrí el cerrojo y abrí de par en par. Al mostrarnos la luz de la luna la figura que teníamos delante, West hizo algo muy raro. A pesar del indiscutible peligro de atraer sobre nuestras cabezas una temida investigación policial (cosa que afortunadamente evitamos por el relativo aislamiento de nuestra casa), mi amigo, repentina, agitada e innecesariamente, disparó las seis recámaras de su revólver sobre nuestro nocturno visitante, porque no se trataba del italiano ni del policía. Dibujándose horriblemente contra la luna espectral había un ser gigantesco y deforme, inimaginable salvo en las pesadillas. Era una aparición de ojos vidriosos, negra, y casi a cuatro patas, cubierta de hojas y ramas y barro, y sucia de sangre coagulada, la cual exhibía entre sus dientes relucientes una cosa cilíndrica, terrible, blanca como la nieve, que terminaba en una pequeña mano.
Reanimador 4: El grito del muerto
Lo que me hizo concebir aquel intenso terror hacia el doctor Herbert West fue el alarido de un muerto, terror que empañó los últimos años de nuestra vida en común. Es normal que algo como el grito de un muerto produzca pánico, ya que evidentemente, no se trata de un hecho agradable ni normal. Pero yo estaba habituado a este tipo de experiencias, por lo que, en esta ocasión, me afectó una cierta situación en particular. Es decir, lo que me asustó no fue el muerto.
Yo era el compañero y ayudante de Herbert West, quien tenía intereses científicos muy alejados de la rutina tradicional de un médico de pueblo. Esa era la causa por la que, al establecer su consulta en Bolton, habíamos escogido una casa cercana al cementerio. Dicho brevemente y sin atenuantes, el único estudio fascinante para West residía en el estudio secreto de los fenómenos de la vida y de su culminación, y estaban orientados a reanimar a los muertos inyectándoles una solución vivificante. Para realizar estos macabros experimentos era preciso estar permanentemente provistos de cadáveres humanos muy frescos, porque la más minúscula descomposición inutiliza la estructura del cerebro humano. Y descubrimos que la sustancia necesitaba una composición específica, de acuerdo a los diferentes tipos de organismos. Matamos docenas de conejos y cobayas para experimentar, pero estas pruebas no nos llevaron a ninguna parte. West nunca había conseguido su objetivo completamente porque nunca había podido obtener un cadáver suficientemente fresco. Necesitaba cuerpos cuya vida hubiera cesado muy poco tiempo antes, cuerpos con todas sus células intactas, capaces de recibir de nuevo el impulso hacia esa forma de agitación llamada vida. Mediante repetidas inyecciones, surgían esperanzas de hacer eterna esta segunda vida artificial, pero habíamos investigado que la vida natural ordinaria no respondía a esta acción. Para infundir la vida artificial, la vida nocturna debía quedar extinguida. Los cuerpos debían ser muy frescos, pero estar verdaderamente muertos.
West y yo, habíamos comenzado la terrible investigación siendo estudiantes de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic, de Arkham, intensamente convencidos desde el principio del carácter totalmente mecanicista de la vida. Eso fue hace siete años, sin embargo, él no parecía haber envejecido ni un día: era bajo, rubio, de cara afeitada, voz suave, y con gafas; a veces, efecto de sus espantosas investigaciones, mostraba algún resplandor en sus fríos ojos azules que descubría el rígido y creciente fanatismo de su carácter. Frecuentemente, nuestras experiencias habían sido espantosas en extremo, a causa de alguna reanimación defectuosa al revestir aquellos trozos de barro de cementerio en un movimiento nocivo, insano y anormal, consecuencia de las diversas variaciones de la solución vital.
Uno de los ejemplares había articulado un alarido escalofriante, otro, se había levantado bruscamente, nos había empujado dejándonos sin consciencia y había huido enloquecido antes de que lograran atraparlo y encerrarlo tras las barras del manicomio, y un tercero, una aberración nauseabunda y africana, había emergido de su poco profunda sepultura y había cometido una barbaridad… West había tenido que asesinarlo a tiros. No lográbamos conseguir cadáveres lo bastante frescos como para que mostrasen algún rasgo de inteligencia al ser reanimados, de manera que inevitablemente creábamos monstruos innombrables. Era terrible pensar que uno de esos monstruos, o tal vez dos, aun vivían… tal pensamiento nos estuvo inquietando vagamente, hasta que finalmente West desapareció en pavorosas circunstancias.
Pero en el momento del alarido en el laboratorio del sótano de la solitaria casa de Bolton, nuestros temores estaban sometidos al ansia de conseguir ejemplares extremadamente frescos. West se mostraba más ansioso que yo, de manera que casi me parecía que miraba con avidez el cuerpo de cualquier persona viva y saludable. Fue en julio de 1910 cuando comenzó a mejorar nuestra suerte en lo que a ejemplares se refiere. Yo había viajado a Illinois para hacer una visita larga a mis padres y a mi regreso encontré a West en un estado de particular euforia. Me dijo emocionado que casi con toda probabilidad había resuelto el problema de la frescura de los cadáveres planteándolo desde un ángulo enteramente distinto, el de la conservación artificial. Yo sabía que trabajaba en un nuevo compuesto sumamente original, así que no me asombró que hubiera obtenido resultados, pero me tuvo un poco desorientado sobre cómo podía ayudarnos la nueva mezcla en nuestro trabajo hasta que me relató los detalles, ya que el terrible deterioro de los ejemplares era consecuencia, ante todo, del tiempo transcurrido hasta que llegaban a nuestras manos. Según me daba cuenta ahora, West había visto esto claramente cuando creó un reactivo embalsamador para uso futuro —más que inmediato—, por si la suerte le suministraba un cadáver muy reciente y sin enterrar, como nos había ocurrido con el negro aquel de Bolton tras el combate de boxeo, unos años antes. Al final, el destino se nos mostró favorable, de forma que en esta oportunidad alcanzamos a tener en el laboratorio secreto del sótano un cadáver cuya descomposición no había tenido posibilidad de comenzar aún. West no se atrevía a pronosticar qué ocurriría en el momento de la reanimación, tampoco si podíamos esperar una revivificación del cerebro y la razón. El experimento marcaría un hito en nuestras carreras, por lo que él había conservado este cuerpo nuevo hasta mi regreso con la finalidad de que ambos compartiésemos el resultado de la manera acostumbrada.
West me relató cómo había conseguido el ejemplar. Había sido un hombre fuerte, un extranjero bien vestido que se acababa de bajar del tren y que se dirigía a las Fábricas Textiles de Bolton a solucionar unos asuntos. Había dado un extenso paseo por el pueblo y al pararse en nuestra casa para preguntar el camino hacia las fábricas, había sufrido un ataque al corazón. Se negó a tomar un trago y repentinamente cayó muerto un instante más tarde. Como era de esperar, el cadáver le pareció a West como caído del cielo. En su breve conversación el forastero le había dicho que no conocía a nadie en Bolton y después de registrarle los bolsillos, averiguó que se trataba de un tal Robert Leavitt, de St. Louis, al parecer sin familiares que pudiera hacer indagaciones sobre su desaparición. Si no lograba devolverlo a la vida, nadie sabría de nuestro experimento. Solíamos sepultar los despojos en una espesa franja de bosque que había entre nuestra casa y el cementerio de sepulturas anónimas. En cambio, si teníamos éxito nuestra gloria quedaría radiante y perpetuamente establecida. De forma que West había inyectado sin retraso, en la muñeca del cadáver, la sustancia que lo mantendría fresco hasta mi llegada. La posible debilidad del corazón, que a mi parecer haría peligrar el triunfo de nuestro experimento, no parecía inquietar demasiado a West. Esperaba conseguir finalmente lo que no había logrado hasta ahora, reanimar la chispa de la razón y, quizá, devolverle la vida a un ser normal. De manera que Herbert West y yo, nos encontrábamos la noche del 18 de julio de 1910 en el laboratorio del sótano, observando la figura blanca e inmóvil bajo la perturbadora luz de la lámpara. El compuesto embalsamador había dado un resultado asombrosamente positivo, pues al verificar —fascinado— el robusto cuerpo que tenía dos semanas sin que sobreviniese la rigidez, le pedí