No me atrevo a mencionar sus métodos durante los siguientes cinco años. Me mantuve a su lado por puro miedo y observé escenas que el habla humana no podría repetir. Gradualmente, alcancé a darme cuenta de que el propio Herbert West era más espantoso que todo lo que hacía… fue entonces cuando entendí rotundamente que su interés científico, en otro tiempo normal, por prolongar la vida había degenerado agudamente en una curiosidad totalmente morbosa y sombría, y en una secreta satisfacción en la visión de los cadáveres. Su interés se transformó en siniestra afición por lo repugnante y lo diabólicamente anormal. Se recreaba con serenidad en aberraciones artificiales ante las que cualquier persona en su sano juicio caería palidecida de asco y de horror. Detrás de su frío intelectualismo, se transformó en un exigente Baudelaire de los experimentos físicos, en un fatigado Heliogábalo de las tumbas. Desafiaba inalterable los peligros y ejecutaba crímenes con impasibilidad. Creo que el momento crítico llegó cuando demostró que podía restituir la vida racional y buscó nuevos espacios que conquistar experimentando en la reanimación de partes amputadas de los cuerpos. Tenía pensamientos extravagantes y originales sobre las características vitales independientes de las células orgánicas y los tejidos nerviosos apartados de sus sistemas psíquicos naturales, y obtuvo algunos resultados preliminares aterradores, en forma de tejidos perpetuos, nutridos artificialmente a partir de huevos semiincubados de un lagarto tropical indescriptible. Había dos planteamientos biológicos que deseaba terriblemente establecer: primero, si podía existir algún tipo de conciencia o acción racional sin cerebro, en la médula espinal y en los diversos centros nerviosos, y segundo, si había alguna clase de relación impalpable, inmaterial, distinta de las células físicas, que articulase las partes quirúrgicamente separadas que anteriormente habían formado un solo organismo vivo. Toda esta labor científica demandaba una pasmosa provisión de carne humana recién muerta… y esa fue el motivo por el que Herbert West participó en la Gran Guerra.
El espantoso y abominable hecho ocurrió una medianoche, a finales de marzo de 1915, en un hospital de campaña detrás de las líneas de St. Eloi. Aún hoy me pregunto si no fue solamente la diabólica ficción de una alucinación. West había levantado un laboratorio particular en el lado este de la residencia que se le había asignado provisionalmente, justificando que deseaba poner en práctica nuevos y substanciales métodos para tratar los casos de mutilación hasta ahora sin solución. Allí trabajaba como un carnicero, en medio de su sangrienta mercadería. Jamás pude acostumbrarme a la indiferencia con que él manejaba y clasificaba cierto material. A veces lograba asombrosas maravillas de cirugía en los soldados, pero sus principales complacencias eran de carácter menos público y humanitario y se vio obligado a dar muchas justificaciones sobre los extraños ruidos, aún en medio de aquel revoltijo de condenados, entre los que se escuchaban frecuentes disparos de revólver… cosa común en un campo de batalla, pero completamente anormal en un hospital. Los seres reanimados por el doctor West no tenían las condiciones para gozar de una larga existencia ni ser vistos por un amplio número de espectadores. Además del humano, West usaba mucha cantidad de tejido embrionario de reptiles que él cultivaba con resultados únicos. Era superior que el material humano para mantener con vida los fragmentos privados de órganos, y ahora, esa era la principal labor de mi amigo. En un rincón oscuro del laboratorio, sobre un extraño mechero de incubación, tenía un gran recipiente tapado, lleno de esa masa celular de reptiles que se multiplicaba y aumentaba de forma espumante y repulsiva.
La noche que estoy narrando teníamos un ejemplar nuevo y espléndido: un hombre robusto físicamente y al mismo tiempo de inteligencia tan elevada, que nos garantizaba un sistema nervioso sensible. Resultaba irónico, porque era el oficial que había contribuido a que se le otorgase a West su destino y que en este momento tenía que haber sido nuestro aliado. Es más, en el pasado había estudiado secretamente la teoría de la reanimación bajo la dirección de West. El comandante Eric Moreland Clapman-Lee, D.S.O., era el mejor cirujano de nuestra división, y había sido asignado apresuradamente al sector de St. Eloi cuando llegaron al cuartel general noticias de la intensificación de la lucha. Hizo el viaje en un avión dirigido por el intrépido teniente Ronald Hill, solo para ser derribado justamente en el punto de su destino. La caída fue tremenda y catastrófica y Hill quedó irreconocible. En cuanto al gran cirujano, el accidente le fragmentó el cerebro casi por completo, aunque el resto de su cuerpo estaba intacto. West se adueño ansiosamente de aquel cadáver inerte que había sido su amigo y compañero de estudios. Me estremecí al observarlo terminar de separar la cabeza, ponerla en el diabólico recipiente de pulposo tejido de reptiles con el fin de conservarla para futuros experimentos, y seguir manejando el cuerpo decapitado sobre la mesa de operaciones. Inyectó sangre nueva, unió ciertas venas, arterias y nervios del cuello sin cabeza y cerró la espantosa abertura colocando piel de un ejemplar no identificado que había usado uniforme de oficial. Yo sabía lo que intentaba, comprobar si este cuerpo seriamente organizado podía dar, sin cabeza, alguna muestra de la vida mental que había caracterizado a Eric Moreland Clapman-Lee, en otro tiempo estudioso de la reanimación. Su tronco mudo ahora era espantosamente utilizado para servir como ejemplo.
Aún puedo ver a Herbert West bajo la aterradora luz de la lámpara, inyectando la sustancia reanimadora en el brazo del cuerpo decapitado. No puedo detallar la escena, desfallecería si lo intentara, ya que era espeluznante aquella habitación abarrotada de horribles cuerpos clasificados, con el suelo viscoso por causa de la sangre y otros desechos —menos humanos— que constituían un barro cuyo grosor llegaba casi hasta el tobillo, y aquellas espantosas anormalidades de reptiles salpicando, burbujeando y cocinándose sobre la sombra azulada y vibrante del fuego ubicado en un rincón de oscuras sombras. West comentó repetidas veces que el ejemplar poseía un sistema nervioso estupendo. Esperaba mucho de él y cuando comenzó a mostrar ligeros movimientos de contracción, pude ver el inquieto interés reflejado en el rostro de West. Creo que estaba dispuesto a observar la prueba de su —cada vez más firme— creencia de que la conciencia, la razón y la personalidad pueden continuar independientemente del cerebro… de que el ser humano no ostenta un espíritu central conectivo, sino que es únicamente una máquina de masa nerviosa en la que cada unidad se halla más o menos completa en sí misma. En una gloriosa demostración, West estaba a punto de transformar el misterio de la vida a la categoría de mito. Ahora, el cuerpo convulsionaba más vigorosamente y bajo nuestros ávidos ojos, comenzó a jadear de forma espantosa. Movió los brazos con zozobra, levantó las piernas y contrajo varios músculos en una especie de convulsión desagradable. Luego, aquel tronco sin cabeza alzó los brazos en un gesto de indudable desesperación… de una desesperación inteligente, que era suficiente para reafirmar todas las teorías de Herbert West. Indudablemente, los nervios recordaban el último instante en vida del hombre, su intento por librarse del aparato que se iba a estrellar.
No recuerdo exactamente qué fue lo que siguió. Tal vez fue solo una alucinación causada por la sacudida que sufrí en ese instante al comenzar el ataque alemán que destruyó el edificio… ¿Quién sabe? West y yo fuimos los únicos supervivientes. West, antes de su reciente desaparición, quería pensar que así fue, pero había momentos en que no lo lograba, porque era anormal que ambos sufriéramos la misma alucinación. El espantoso incidente fue insignificante en sí mismo, pero excepcional por sus implicaciones.
El cuerpo de la mesa se alzó con un movimiento ciego, indeterminado y terrible, y escuchamos un sonido gutural. No me aventuro a decir que se trataba de una voz, porque fue extremadamente espantoso. Sin embargo, lo más terrible no fue su cavernosidad, ni tampoco lo que dijo, ya que exclamó tan solo:
—¡Salta, Ronald, por Dios! ¡Salta!
Lo terrible fue su origen, porque ese grito brotó del gran recipiente cubierto en aquel rincón sombrío de sombras oscuras.
Reanimador 6: Las legiones de la tumba
Hace un año, cuando desapareció el doctor Herbert West, la policía de Boston me sometió a un escrupuloso interrogatorio. Presumían que me callaba cosas, o algo peor, pero no podía narrarles la verdad porque no me habrían creído. Estaban al tanto, evidentemente, de que West había estado implicado en trabajos que iban más allá de la capacidad de crédito de los hombres normales, ya que sus horrendos experimentos sobre la reanimación de cadáveres habían sido excesivos como para poder mantener un absoluto secreto