H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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como si fuese a lanzar un grito desgarrador.

      Aquel rostro aterrorizante y flexible, brillando incorpóreo, luminoso y vigorizado en la oscuridad, reflejó un horror más puro, enloquecedor y asfixiante que nada de cuanto ha presenciado jamás en el cielo y en la tierra.

      No sonó palabra alguna en medio de aquel murmullo distante que se acercaba cada vez más; pero perseguir la mirada delirante del rostro-recuerdo a lo largo del detestable túnel de luz hacia su origen, del que también procedía el gemido, observé algo velozmente y, con un silbido en los oídos, caí en el ataque de epilepsia y gritos que llamó la atención de los inquilinos y la policía. Jamás he podido explicar, por mucho que lo he pretendido, qué fue realmente lo que presencié; ni ha podido explicarlo tampoco aquel rostro inanimado; porque si bien debió de contemplar bastantes más cosas que yo, jamás volverá a dialogar. Pero estaré siempre en guardia contra el ambicioso y bromista Hipnos, señor del sueño, contra el cielo nocturno, y contra los locos anhelos del saber y la filosofía.

      No se sabe exactamente qué ocurrió, pues no solo mi cabeza, enloquecida por el ser horripilante y misterioso, sino también otras quedaron contaminadas por una desmemoria que no puede significar otra cosa que la demencia. Dicen, no sé por qué razón, que yo nunca he tenido ningún amigo; y que el arte, la filosofía y la locura han colmado siempre mi desdichada existencia. Los inquilinos y la policía me calmaron esa noche, y el doctor me administró algo para tranquilizarme; pero nadie se dio cuenta del aterrador suceso que ocurrió. No les inspiró ninguna compasión mi amigo muerto; lo que hallaron en la cama del estudio les movió a ensalzarme de una forma que me produjo arcadas, y que ahora me hace partícipe de una fama que desprecio violentamente, mientras sigo aquí, sentado por horas, calvo, con la barba cana, agotado, paralítico, trastornado por las drogas, vencido y en perenne idolatría al objeto que hallaron.

      Pues aseguran que no vendí la última de mis estatuas, y me dicen extasiados lo que el resplandeciente haz de luz congeló, endureció e hizo callar. Eso es todo lo que queda de mi compañero; del amigo que me condujo a la demencia y la destrucción: una cabeza sublime —de un mármol como solo la vieja Hélade pudo producir— y joven, con una rozagante juventud que no conoce del tiempo y un rostro de perfección y con barba, oval, divina frente, de labios alegres, impenetrables mechones ondulados, y coronado de amapolas. Comentan que ese obsesivo rostro-recuerdo está tallado a imagen y semejanza del mío, igual a mí a los veinticinco años de edad; en el pedestal de mármol hay tallado en caracteres antiguos un sencillo nombre: HIPNOS.

       Hypnos: escrito en 1922 y publicado en 1923.

      Yo, detesto a la luna. También me da miedo, porque cuando ilumina algunas escenas familiares y amadas hay veces que las transforma en escenas desconocidas e infames.

      Fue durante un sombrío verano cuando el brillo de la Luna iluminó el viejo jardín por el que yo caminaba, un sombrío verano de aletargantes flores y acuosos mares de follajes que causan sueños extraños y polícromos. Mientras vagaba cerca de la poca profunda fuente de cristal, vi ondas imprevisibles, rematadas en luz amarilla, como si esas tranquilas aguas se vieran movidas por irresistibles corrientes camino a insólitos océanos que no conciernen a este mundo. Calladas y resplandecientes, deslumbrantes y funestas, esas condenadas aguas se movían hacia no se sabe dónde, mientras que en las orillas verdes, blancas flores de loto se abrían una tras otra frente a la opiácea brisa nocturna y caían sin esperanza en la corriente, agrupándose horriblemente, avanzando hacia delante, bajo el puente de arco tallado y mirando hacia atrás con la espantosa resignación de las energías plácidas y muertas.

      Mientras marchaba por la orilla, pisoteando flores dormidas con pasos descuidados, trastornado en todo momento por el terror a seres desconocidos y la sugestión de las caras muertas, percibí que el jardín bajo la luz de la luna no tenía fin, porque allí donde se hallaban los muros durante el día, ahora se prolongaban solamente nuevas imágenes de árboles y senderos, flores y arbustos, templos y dioses de piedra y ángulos de corriente irradiada de amarillo, pasando orillas de hierba y bajo extravagantes puentes de mármol. Y los labios de los rostros muertos de loto murmuraban con tristeza y me incitaban a seguir, así que no me paré hasta que la corriente llegó hasta el río y desembocó entre lodazales de ondulantes cañas y playas de arena radiante, en la orilla de un extraordinario mar sin nombre.

      La temible luna resplandecía sobre ese mar y sobre sus confusas olas flotaban extraños perfumes. Y cuando en sus profundidades vi desvanecerse las caras de loto, lamenté no poseer redes para poder capturarlas y asimilar de ellas los secretos que la luna había llevado con ella a través de la noche. Pero, cuando la luna giró hacia el oeste y la callada marea bajó de la sombría costa, observé bajo esa luz viejos capiteles que estaban casi cubiertos por las olas, así como blancas columnas con remates de algas verdes. Y notando que ese lugar estaba absolutamente hechizado por la muerte, palpité y no quise hablar de nuevo con los rostros de loto.

      Entonces, vi a lo lejos sobre el mar, un gran cóndor negro que bajaba del cielo para encontrar descanso en el gran arrecife y de buena gana le hubiera hablado, para preguntarle sobre aquellos que había conocido cuando estaba vivo. Lo hubiera hecho de no estar tan lejos, pero lo estaba y mucho, y se esfumó totalmente cuando estuve demasiado cerca de ese gigante arrecife.

      Así que vi cómo la marea se retiraba bajo esa luna menguante y vi relucir los capiteles, las torres y los techos de esa ciudad muerta y húmeda.

      Mientras veía, mi nariz tuvo que combatir contra el espeluznante olor de los muertos del mundo, ya que en verdad, en ese lugar desconocido e ignorado se hallaba toda la carne de los cementerios reunida por gordos gusanos marinos que la carcomen y se saturan de ella.

      La vil luna ya estaba muy baja sobre esas infamias, pero los gruesos gusanos no necesitan la luna para poder comer. Y, mientras veía las ondas que revelaban el movimiento de los gusanos abajo, sentí un escalofrío nuevo que venía de muy lejos y que me señaló que el cóndor había levantado su vuelo, como si mi carne hubiera descubierto el horror antes de que mis ojos pudieran advertirlo.

      Mi carne no se estremeció sin razón, ya que cuando levanté la vista, vi que las aguas se habían retirado lejísimo dejando ver mucho del grandísimo arrecife cuyo borde había visto antes. Y cuando noté que ese arrecife no era más que la negra aureola basáltica que coronaba a un terrible ser monstruoso, cuya espantosa frente ahora relucía frente a la sutil luz de la luna y cuyas horrendas pezuñas debían horadar el fango del infierno situado a kilómetros de profundidad, grité y grité hasta que el escondido rostro emergió de las aguas y hasta que sus escondidos ojos me observaron después de la desaparición de esa obscena y traidora luna.

      Y para escapar de ese despiadado ser, me sumergí contento y sin titubear en las fétidas profundidades donde, entre muros plagados de algas y calles arruinadas, los gordos gusanos de mar carcomen los cadáveres de los hombres.

       What the Moon Brings: escrito en 1922 y publicado en 1923.

      El ceremonial42

      Efficiunt Daemones,

      ut quae non sunt, sic tamen quasi sint,

      conspicienda hominibus exbibeant.

      Me hallaba alejado de casa y caminaba encantado por la belleza de la mar oriental. Empezaba a atardecer, cuando la escuché por primera vez, chocando contra las rocas. Entonces me percaté de lo cerca que la tenía. Estaba al otro lado del monte, donde los retorcidos árboles recortaban sus siluetas sobre un cielo lleno de tempranas estrellas. Y porque mis padres me habían solicitado que fuese a la vieja ciudad que ahora tenía cerca, continué la marcha en medio de aquel barranco de nieve recién caída por un camino —sinuoso entre los árboles— que parecía llegar únicamente hasta Aldebarán, para luego bajar a esa viejísima ciudad en la que nunca había estado, pero con la que tantas veces había soñado durante mi vida. Era el día del invierno, ese día que ahora los hombres llaman Navidad, aunque en su interior sepan que ya se celebraba cuando aún no existían ni Belén ni Babilonia ni Menfis ni aun la propia