H.P. Lovecraft

Narrativa completa


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al viejo cementerio con el que limitaba la parte trasera de la casa. Al escucharme cerrar la puerta de golpe, West bajó y observó la caja. Tenía unos 50 centímetros cuadrados y llevaba el nombre completo de West y la actual dirección. También traía un remitente: “Eric Moreland Clapman-Lee, St. Clare. Eloi, Flandes”. Seis años atrás en Flandes, a causa de una bomba, el hospital había sido derribado sobre el tronco decapitado y reavivado del doctor Clapman-Lee y sobre su cabeza separada, la cual —tal vez— había llegado a emitir sonidos articulados. Ahora, West ni siquiera se inquietó. Su estado era más aterrador. Dijo rápidamente:

      —Es el fin… pero incineremos… esto.

      Llevamos la caja al laboratorio, con el oído atento. No recuerdo muchos de lo ocurrido —ya pueden imaginar mi estado mental—, pero es una mentira malintencionada decir que lo que lancé en el incinerador fue el cuerpo de Herbert West. Entre ambos introdujimos la caja sin abrir, cerramos la puerta y conectamos la corriente. Y no salió sonido alguno de aquella caja.

      Quien notó primero que se caía el yeso de una parte de la pared fue West, justo donde había sido revestida la antigua albañilería de la tumba. Yo iba a echar a correr, pero él me inmovilizó. Entonces observé una pequeña rendija negra, sentí una bocanada de viento frío y fétido y distinguí el olor de las repugnantes entrañas de una tierra descompuesta. No escuchamos ningún sonido, pero en ese preciso momento se apagaron las luces y vi dibujarse contra cierta luminiscencia del mundo inferior una banda de seres silenciosos que avanzaban difícilmente, resultado de la locura… o de algo peor. Sus formas eran humanas... semihumanas y se trataba de una horda terriblemente diversa. Quitaban las piedras en silencio, una a una, del antiguo muro. Luego, cuando la brecha fue lo bastante grande, entraron al laboratorio en línea uno a uno, orientados por el ser de paso sentencioso y cabeza de cera. Una especie de monstruo con los ojos desorbitados que avanzaba detrás del jefe agarró a Herbert West. Él no se opuso ni profirió grito alguno. Luego todos se arrojaron sobre él y lo desmembraron ante mis ojos, llevándose sus fragmentos a la cripta subterránea de terribles abominaciones. El jefe de cabeza de cera, que iba trajeado con su uniforme de oficial canadiense, se llevó la cabeza de West. Al desaparecer, vi que sus ojos azules detrás de las gafas, resplandecían espantosamente, mostrando por primera vez una delirante y perceptible emoción.

      Los criados me hallaron inconsciente por la mañana. West había desaparecido. El incinerador contenía únicamente ceniza inidentificable. Los detectives me han investigado, pero, ¿qué les puedo decir? No vincularán a West con el suceso de Sefton. Ni con eso, ni con los portadores de la caja, cuya existencia niegan. Les he hablado de la cripta, pero ellos me han mostrado el yeso impecable de la pared y se han burlado. Así que no les he mencionado nada más. Quieren hacer entender que estoy loco o que soy el asesino… posiblemente, es que estoy loco. Pero podría no ser así, si esas terribles hordas de las tumbas no estuviesen tan silenciosas.

       Herbert West:—Reanimator: escrito entre 1921 y 1922. Publicado en 1922.

      A propósito de los sueños, esa nefasta aventura de

      todas nuestras noches, podríamos decir que los hombres

      se van a la cama diariamente con una osadía extraña,

      si no supiéramos que es a causa de la ignorancia del peligro.

      Baudelaire

      ¡Ojalá los dioses llenos de compasión, si es que efectivamente están ahí, resguarden esos momentos en que ningún poder del carácter, ni las drogas concebidas por el ingenio del hombre, pueden mantenerme apartado del precipicio del sueño! La muerte es compasiva, ya que de ella no hay regreso; pero para aquel que de las cámaras más hondas de la oscuridad retorna desorientado y despierto, no vuelve a existir paz. Fui un loco al hundirme con tan desenfrenado ímpetu en secretos que nadie ha intentado comprender; y fue un loco, o un dios, este único amigo mío que me guio y fue delante de mí, ¡y entró al fin en miedos que pueden llegar a ser los míos!

      Recuerdo que nos conocimos en una estación de tren, donde era el centro de atención de una afluencia de transeúntes curiosos. Estaba inconsciente, y había caído en una especie de temblor que había sumido su flaco cuerpo y vestido de negro en un extraño rigor. Creo que por entonces llegaba a los cuarenta, ya que había hondas arrugas en su cara pálida y gastada —aunque oval y realmente hermosa—, grises estrías en su cabello ondulado y tupido, y una barba corta y ancha que en otra época fue azabache como un ala de cuervo. Tenía la frente nívea como el mármol de Pentélico, y alta y amplia casi como la de un dios.

      Pensé enseguida, con todo mi ardor de artista, que este hombre era la imagen de un fauno sacada de la antigua Hélade, exhumada de entre las ruinas de un templo, y vuelta a la vida de alguna forma en nuestro tiempo asfixiante, solo para que sintiese el frío y la dureza de los años catastróficos. Y cuando abrió sus enormes, deprimidos, confundidos ojos negros, supe que a partir de entonces sería mi único amigo —el único amigo de quien nunca había tenido compañero alguno—; porque me di cuenta de que aquellos ojos habían visto absolutamente la grandeza y el susto de regiones que estaban más allá de la conciencia ordinaria y de la realidad; regiones que yo había amado en mi imaginación, aunque buscaba sin conseguirlo. Así que aparté a la multitud y le dije que debía venir conmigo a casa, y ser mi guía y maestro por los misterios inescrutables; y él asintió sin decir una sola palabra. Después, descubrí que su voz era melodía: una melodía de profundas violas y de esferas traslúcidas. Hablamos regularmente por la noche y durante el día, mientras yo esculpía bustos suyos y tallaba en marfil miniaturas de su cabeza para perpetuar sus diversas expresiones.

      No es posible hablar de nuestras tertulias, ya que no tenían nada que ver con las cosas de la realidad que los hombres conocen. Se referían a ese cosmos grandioso e impresionante, de nebulosa entidad y conocimiento, que está por debajo de la materia, el espacio y el tiempo, y cuya existencia entrevemos tan solo en algunos sueños... en esos sueños extraños que están más allá de los sueños que nunca visitan a los hombres comunes, y tan solo una o un par de veces en la vida a los hombres con imaginación. El universo de nuestra conciencia despierta nace de ese cosmos como nace una pompa de la pipa de un bromista: lo toca como puede tocar la pompa su irónica fuente al ser reabsorbida por el bromista indeciso. Los científicos sospechan algo sobre esa realidad, pero lo ignoran casi todo. Los sabios descifran los sueños, y los dioses se burlan. Un hombre de ojos asiáticos ha dicho que todo espacio y tiempo son relativos, y los hombres se han reído. Pero incluso ese hombre de ojos asiáticos no ha llegado más que a sospechar. Yo había querido y deseado ir más allá; en cuanto a mi amigo, lo había intentado y conseguido en parte. Así que lo intentamos juntos; y con drogas desconocidas buscamos aterradores y vedados sueños en el estudio que yo tenía en la torre de la casa ancestral del viejo Kent.

      Entre las preocupaciones de los días que siguieron está el mayor de los tormentos: la inefabilidad. Jamás podré explicar lo que vi y conocí durante esas horas de irreverente investigación, por falta de emblemas y capacidad de sugerencia de los idiomas. Digo esto porque de principio a fin, nuestros hallazgos solo provenían de la naturaleza de las sensaciones; sensaciones que nada tenían que ver con ninguno de los estímulos que el sistema nervioso del ser humano normal es capaz de absorber. Eran sensaciones; pero dentro de ellas había elementos increíbles de espacio y de tiempo... cosas que en el fondo poseen una presencia precisa y concreta. Los términos que mejor pueden sugerir el carácter general de nuestras aventuras son los de inmersiones o ascensiones; pues en cada descubrimiento, una parte de nuestra mente se separaba de cuanto es real y actual, y se precipitaban etéreamente en aterradores, lóbregos y espeluznantes abismos, traspasando a veces ciertos obstáculos delimitados y particulares que solo podría describir como pegajosas e imperfectas nubes de vapor.

      Estos vuelos oscuros e incorpóreos los hacíamos algunas veces en solitario, y otras veces juntos. Cuando lo hacíamos juntos, mi amigo iba siempre muy delante de mí; podía percibir su presencia a pesar de nuestra estado incorpóreo, por una especie de recuerdo visual mediante el cual se me plasmaba su rostro, dorado por una misteriosa luz y de una belleza inquietante, con sus mejillas extraordinariamente juveniles, sus