para nosotros en una mera ilusión. Solo sé que había en todo ello algo muy peculiar, dado que finalmente comprobamos extasiados que no envejecíamos. Nuestras conversaciones eran ateas y siempre tremendamente ambiciosas: ningún dios ni demonio podía haber aspirado a revelaciones y capturas como los que nosotros proyectábamos en voz baja. Me estremezco al hablar de ellos, y no soy capaz de afinarlos; aunque sí quiero decir aquí que mi amigo escribió sobre papel un deseo que no se atrevió a expresar con palabras; después me hizo incendiar el papel, y se asomó atemorizado a la ventana para contemplar el cielo adornado de la noche. Pero quiero mencionar —mencionar tan solo— que sus planes implicaban el gobierno del cosmos y mucho más; planes en los que la tierra y las estrellas se moverían a su capricho, y serían suyos los destinos de todos los seres vivos. Afirmo —juro— que yo no compartí tan exageradas aspiraciones. Cualquier cosa que haya proferido o escrito mi amigo en sentido contrario, debe ser vista como un error, pues no soy un hombre tan poderoso como para exponerme a las inconfesables esferas, ya que sería la única manera de conseguirlo.
Hubo una noche en que los vientos de los espacios olvidados nos hicieron girar de forma indomable hacia los vacíos eternos que se abren más allá de toda forma de razonamiento y forma. Sobre nosotros se precipitaron en multitud percepciones enloquecedoramente indecibles; percepciones de infinidad que entonces nos estremecieron de gusto, y cuyo recuerdo en parte he olvidado, y en parte no soy capaz de transmitir a los demás. Destrozamos pegajosos obstáculos al atravesarlos en veloz sucesión, y finalmente sentí que habíamos alcanzado las regiones más alejadas de cuantas habíamos visitado inicialmente.
Mi amigo me llevaba una inmensa ventaja cuando nos lanzamos en ese océano terrorífico de vacío virgen, y pude ver el siniestro regocijo de su lozano, flotante y brillante rostro-recuerdo. De pronto, dicho rostro perdió firmeza, se desvaneció, y muy poco después me sentí impulsado contra un obstáculo que no me fue posible atravesar. Era como los demás, pero muchísimo más denso; parecía una masa acuosa y viscosa, si es que tales términos pueden emplearse para cualidades análogas concernientes a una esfera no-material.
Sentí que me había detenido algún obstáculo que mi amigo y guía había logrado sortear. Tras nuevos arranques, llegué al final del sueño inducido por la droga y abrí mis ojos reales para hallarme en el estudio de la torre, en cuya esquina opuesta encontré recostada, todavía sin consciencia, el cuerpo de mi compañero de sueño, pálido y descabelladamente hermoso bajo la luz verdosa y dorada de la luna que inundaba sus facciones marmóreas.
Después, tras un corto momento, la figura de la esquina se agitó; y pido al cielo que no me permita ver ni escuchar otra escena como la que tuvo lugar frente a mis ojos. No puedo decir cómo vociferaba, ni qué visiones de avernos inexplorados brillaron durante un instante en sus ojos azabaches, maniáticos de terror. Solo sé decir que me desmayé, y que no me recobré hasta que él me sacudió con frenesí para que alguien le ayudase a exorcizar el horror y la soledad.
Este fue el final de nuestras aventuras voluntarias en las cavernas del sueño. Estupefacto, estremecido, lleno de augurios por cruzar el obstáculo, mi amigo consideró conveniente que no nos adentráramos nunca más en esos lugares. No se atrevió a contarme lo que había presenciado; pero dijo seriamente que teníamos que dormir lo menos que fuera posible; aun cuando precisáramos tomar alguna droga para mantenernos en vela. El terror indescriptible en el que me sumergía cada vez que perdía la conciencia me hizo entender muy pronto que tenía razón.
Después de cada temporal e inevitable estado de sueño, me sentía más viejo, mientras que mi amigo se aventajaba con una rapidez sorprendente. Es terrible ver aparecer las arrugas y la blancura del cabello casi frente a tus ojos. Nuestra forma de vida había cambiado ahora casi en su totalidad. Persona de vida aislada por lo que yo conocía, mi amigo —cuyo nombre y origen jamás saldrán de mis labios— había adquirido un miedo delirante a la soledad. Por la noche no podía estar solo, ni le apaciguaba la compañía de unas pocas personas. Solo hallaba consuelo en las fiestas más concurridas y movidas; de modo que eran pocas las tertulias de gentes jóvenes y alegres a las que nosotros no asistíamos.
Nuestra apariencia y edad parecían producir en muchas ocasiones un ridículo que a mí me ofendía hondamente, pero que mi compañero consideraba menos malo que la soledad. Principalmente, temía encontrarse solo fuera de casa cuando brillaban las estrellas; y si no era posible esconderse, miraba disimuladamente el cielo como si le acosase algún ente horrible del firmamento. No siempre miraba en la misma dirección: según la estación, vigilaba un punto distinto. En las noches de primavera, miraba hacia el nordeste. Durante el verano, casi perpendicularmente. En el otoño, hacia el noroeste. Y en invierno, hacia el este; esencialmente, en las primeras horas de la mañana.
Las noches de mediados de invierno eran para él menos pavorosas. Solo unos dos años después relacioné sus miedos con algo preciso; pero entonces empecé a observar que miraba hacia un punto específico del cielo nocturno, cuya posición en las diferentes estaciones correspondía a la dirección de su mirada: punto que correspondía aproximadamente a la constelación Corona Borealis.
Ahora teníamos un estudio en Londres; no nos separábamos jamás, y conversábamos constantemente de la época en que tratábamos de explorar los misterios del mundo incorpóreo. Las drogas, los desenfrenos y el agotamiento nervioso nos habían debilitado y envejecido, y la barba y el pelo cada vez más escaso de mi amigo se habían tornado completamente canosos. Nuestra capacidad para evitar un sueño dilatado era extraordinaria, ya que pocas veces sucumbíamos más de una hora o dos a esa oscuridad que ahora se había convertido en una terrorífica amenaza.
Pero llegó un mes de enero invernal con mucha niebla y lluvia, en que no nos llegaba el dinero y nos era complicado comprar drogas. Habíamos vendido todas nuestras efigies y bustos de marfil, y no teníamos capital para adquirir nuevo material, ni energías para modelar el que nos quedaba. Sufríamos horriblemente; y cierta noche, mi amigo cayó en un sueño profundo del que no logré despertarle. Aun recuerdo la escena:
El estudio, situado en una buhardilla desolada y oscura, bajo el alero fustigado por la lluvia; los golpes acompasados de nuestro reloj de pared; el imaginado latido de nuestros relojes, encima de la cómoda; el vaivén de una portezuela, en algún lugar lejano de la casa; el rumor distante de la ciudad, atenuado por la niebla y el espacio, y —lo peor de todo— la honda, calmada y funesta respiración de mi amigo tendido en la litera; una respiración rítmica que parecía medir los instantes de miedo y de angustia sobrenaturales de su alma, mientras vagaba por las realidades prohibidas, eterna y pavorosamente remotas.
La tensión de mi vigilancia se volvió asfixiante, y una sucesión de ideas y vínculos se aglomeraron en mi mente casi perturbada. Oí que un reloj —no los nuestros, ya que no eran de campana— daba la hora en algún lugar, y mi peligrosa imaginación encontró en esto un nuevo punto de partida para ociosas digresiones. Relojes-tiempo-espacio-infinito; después, mi imaginación volvió a lo cercano, mientras pensaba que aun ahora, más allá del tejado y la niebla y la lluvia y la atmósfera, la Corona Borealis se alzaba por el nordeste. La Corona Borealis, a la que mi amigo parecía temer, y cuyo semicírculo de estrellas titilantes resplandecía sin duda a través de ilimitados abismos de vacío. De repente, mis oídos extremadamente sensibles, parecieron registrar un componente enteramente nuevo en el nuevo revoltijo de ruidos ampliados por la droga: fue un quejido áspero, muy lejano, odiosamente insistente, que clamaba, se mofaba, llamaba desde el nordeste.
Pero no fue ese rumor lo que me despojó de mi raciocinio y me tatuó en el alma un sello de pánico, del que quizá no llegue a liberarme nunca; no fue aquello lo que me hizo vociferar y me produjo los estremecimientos que llevaron a los vecinos y a la policía a tumbar la puerta. No fue lo que escuché, sino lo que vi; porque en esa habitación lóbrega de cortinas cerradas y contraventanas atrancadas apareció, desde la oscura esquina nordeste, un haz de aterradora luz roja y dorada; un haz que no difundió luminosidad alguna entre las tinieblas, sino que iluminó tan solo la cabeza reclinada del desasosegado durmiente, sustrayendo en espantosa copia el rostro-recuerdo, iluminado e inexplicablemente joven, tal como yo lo había contemplado en los sueños de espacio abismal y tiempo liberado, al atravesar mi amigo los obstáculos y adentrarse en las grutas más secretas, inhóspitas y prohibidas de la pesadilla.
Y