comienzo la desilusión del señor Dashwood fue notable; pero era de temperamento alegre y confiado; razonablemente podía esperar vivir muchos años y, haciéndolo de manera sobria, ahorrar una suma considerable de la renta de una propiedad ya de buen tamaño, y capaz de casi inmediato aumento. Pero la fortuna, que había tardado tanto en llegar, fue suya solo durante un año. Únicamente consiguió sobrevivir esto a su tío, y diez mil libras, incluidos los últimos legados, fue todo lo que quedó para su viuda e hijas.
Tan pronto como se conoció que la vida del señor Dashwood estaba en peligro, fueron a buscar a su hijo y a él le encargó el padre, con la intensidad y urgencia que la enfermedad hacía necesarias, el bienestar de su madrastra y hermanas.
El señor John Dashwood no poseía la profundidad de sentimientos del resto de la familia, pero sí le afectó una recomendación de tal naturaleza en un momento como ese, y prometió hacer todo lo que estuviera en sus manos por el bienestar de sus parientes. El padre se sintió aliviado ante tal promesa, y el señor John Dashwood se entregó entonces tranquilamente a considerar cuánto podría juiciosamente hacer por ellas.
No era John Dashwood un joven mal dispuesto, a menos que comportarse como algo frío de corazón y un poco egoísta fuera tener mala disposición; pero en general era respetado, porque se conducía con discreción en el desempeño de sus deberes cotidianos. De haberse casado con una mujer más amable, podría haber llegado a ser más respetable de lo que era —incluso él mismo podría haberse transformado en alguien amable—, porque era muy joven cuando se casó y le tenía mucho afecto a su esposa. Pero la señora de John Dashwood era una grosera caricatura de su esposo, más estrecha de corazón y más egoísta que él.
Al hacer la promesa a su padre, había sopesado en su interior la posibilidad de aumentar la fortuna de sus hermanas dándoles mil libras a cada una. En ese momento realmente se sintió a la altura de tal cometido. La perspectiva de aumentar sus ingresos actuales con cuatro mil libras anuales, que venían a sumarse a la mitad restante de la fortuna de su propia madre, le alegraba el corazón y lo hacía sentirse muy dadivoso. “Sí, les daría tres mil libras: ¡Cuán espléndido y generoso gesto! Bastaría para dejarlas en completa holgura. ¡Tres mil libras! Podía desprenderse de tan considerable suma con casi ninguna rémora”. Pensó en ello durante todo el día, y en muchos de los siguientes, y no se volvió atrás.
No bien había terminado el funeral de su padre cuando la esposa de John Dashwood, sin haber hecho ningún comunicado de sus intenciones a su suegra, llegó con su hijo y sus criados. Nadie podía discutirle su derecho a venir: la casa pertenecía a su esposo desde el instante mismo de la muerte de su padre. Pero eso mismo agravaba la falta de delicadeza de su conducta, y no se necesitaba ninguna sensibilidad especial para que cualquier mujer en la situación de la señora Dashwood se sintiera extraordinariamente agraviada por ello; en ella, sin embargo, existía un tan alto sentido del honor, una generosidad tan romántica, que cualquier ofensa de ese tipo, ejercida o recibida por quienquiera que fuese, se transformaba en fuente de imborrable enfado. La señora de John Dashwood nunca había contado con el especial aprecio de nadie en la familia de su esposo; pero, hasta entonces, no había tenido oportunidad de mostrarles con cuán poca consideración por el bienestar de otras personas podía actuar cuando la ocasión lo precisaba.
Sintió la señora Dashwood de manera tan profunda este actuar descortés, y tan intenso desdén hacia su nuera le produjo, que a la llegada de esta última habría abandonado la casa para siempre de no haber sido porque, primero, el ruego de su hija mayor la llevó a reflexionar sobre la conveniencia de hacerlo; y, más tarde, por el tierno amor que sentía por sus tres hijas, decidió quedarse y por ellas evitar una ruptura con el hermano. Elinor, esta hija mayor cuya recomendación había sido tan positiva, poseía una solidez de juicio y serenidad de actuación que la calificaban, aunque con solo diecinueve años, para aconsejar a su madre, y frecuentemente le permitían contrarrestar, para beneficio de toda la familia, esa exageración de espíritu en la señora Dashwood que tantas veces pudo llevarla a la imprudencia. Era de gran corazón, de carácter amable y arraigados sentimientos. Pero sabía cómo gobernarlos: algo que su madre todavía tenía que aprender, y que una de sus hermanas había resuelto que nunca se le enseñara.
Las cualidades de Marianne estaban, en muchos aspectos, a la par de las de Elinor. Tenía inteligencia y buen juicio, pero era exagerada en todo; ni sus penas ni sus alegrías conocían la moderación. Era generosa, amable, atrayente: era todo, menos juiciosa. La semejanza entre ella y su madre era notable.
Preocupaba a Elinor la demasiada sensibilidad de su hermana, la misma que la señora Dashwood valoraba y apreciaba. En las actuales circunstancias, una a otra se incitaban a vivir su pena sin permitir que aflojara su violencia. Voluntariamente renovaban, buscaban, recreaban una y otra vez la agonía de pesadumbre que las había aturdido en un comienzo. Se entregaban por completo a su dolor, buscando acrecentar su desdicha en cada imagen capaz de reflejarla, y decidieron jamás admitir alivio en el futuro. También Elinor estaba hondamente afligida, pero todavía podía luchar, y esforzarse. Podía consultar con su hermano, y recibir a su cuñada a su llegada y proporcionarle la debida atención; y podía luchar por animar a su madre a parecidos esfuerzos e inducirla a alcanzar semejante dominio sobre sí misma.
Margaret, la otra hermana, era una niña alegre y de buen carácter, pero como ya había absorbido una buena dosis de las ideas románticas de Marianne, sin tener demasiado de su cordura, a los trece años no prometía igualar a sus hermanas mayores en posteriores etapas de su vida.
Capítulo II
La señora de John Dashwood se instaló como dueña y señora de Norland, y su suegra y cuñadas descendieron a la categoría de visitantes. Mientras tanto, sin embargo, las trataba con tranquila cortesía, y su marido con tanta bondad como le era posible sentir hacia cualquiera más allá de sí mismo, su esposa e hijo. Realmente les insistió, con alguna obstinación, para que consideraran Norland como su hogar; y dado que ningún proyecto le parecía tan apropiado a la señora Dashwood como permanecer allí hasta acomodarse en una casa de la vecindad, aceptó su invitación.
Quedarse en un lugar donde todo le recordaba antiguas alegrías, era exactamente lo que tranquilizaba a su mente. En los buenos tiempos, nadie tenía un temperamento más alegre que el de ella o poseía en mayor grado esa optimista expectativa de felicidad que es la felicidad misma. Pero también en la pena se dejaba llevar por la fantasía, y se hacía tan inaccesible al alivio como en el placer se encontraba más allá de toda moderación.
La señora de John Dashwood no aprobaba de ningún modo lo que su esposo se proponía realizar por sus hermanas. Disminuir en tres mil libras la fortuna de su querido muchachito significaría empobrecerlo de la manera más horrible. Le rogó pensarlo mejor. ¿Cómo podría justificarse ante sí mismo si privara a su hijo, su único hijo, de tan gran cantidad? ¿Y qué derecho podían esgrimir las señoritas Dashwood, que eran solo sus medias hermanas —lo que para ella significaba que no eran realmente parientes—, a exigir de su generosidad una suma tan grande? Era bien sabido que no se podía aguardar ninguna clase de cariño entre los hijos de distintos matrimonios de un hombre; y, ¿por qué habían de arruinarse, él y su pobrecito Harry, haciendo donación a sus medias hermanas de todo su dinero?
—Fue la última petición de mi padre —contestó su esposo—, que yo ayudara a su viuda y a sus hijas.
—Osaría decir que no sabía de qué estaba hablando; diez a uno a que le estaba fallando la cabeza en ese instante. Si hubiera estado en sus cabales no podría habérsele ocurrido pedirte algo así, que despojaras a tu propio hijo de la mitad de tu fortuna.
—Mi querida Fanny, él no acordó ninguna cantidad en particular; tan solo me rogó, en términos generales, que las apoyara y procurara hacer que su situación fuera algo más desahogada de lo que estaba en sus manos hacer. Quizá habría sido mejor que dejara todo a mi voluntad. Difícilmente habría podido suponer que yo las abandonaría a su suerte. Pero como él deseó que se lo prometiera, no pude menos que hacerlo. Al menos, fue lo que pensé en ese instante. Existió, así, la promesa, y debe ser cumplida. Algo hay que hacer por ellas cuando dejen Norland y se establezcan en un nuevo hogar.
—Está bien, entonces, hay que hacer