no posea el gusto para el dibujo... ¿y qué te hace pensar eso? —replicó Elinor—. Él no dibuja, es cierto, pero disfruta hasta la saciedad viendo dibujar a otras personas y, puedo abogar por él, de ninguna manera está falto de un buen gusto natural, aunque no se le ha ofrecido ocasión de mejorarlo. Si alguna vez hubiera tenido la posibilidad de aprender, creo que habría dibujado muy bien. Desconfía tanto de su propio saber en estas materias que siempre es reacio a dar su opinión sobre cualquier cuadro; pero tiene una innata delicadeza y simplicidad de gusto que, en general, lo guía de manera perfectamente apropiada.
Marianne temía ser dura y no dijo nada más acerca del tema; pero la clase de aprobación que, según Elinor, despertaban en él los dibujos de otras personas estaba muy lejos del extasiado arrobamiento que, en su opinión, era exclusivo merecedor de ser llamado gusto. Sin embargo, y aunque sonriendo para sí misma ante el error, rendía tributo a su hermana por esa ciega predilección por Edward que la llevaba de esta manera equivocada.
—Espero, Marianne —continuó Elinor—, que no lo consideres falto de gusto en general. En verdad, creo poder decir que no piensas eso, porque tu conducta hacia él es perfectamente cordial; y si esa fuera tu opinión, estoy segura de que no serías capaz de ser amable con él.
Marianne casi no supo qué opinar. Por ningún motivo deseaba herir los sentimientos de su hermana, pero le era imposible expresar algo que no creía. Por último, contestó:
—No te ofendas, Elinor, si los elogios que yo pueda hacer de Edward no se equiparan en todo a tu percepción de sus méritos. No he tenido tantas oportunidades como tú de apreciar hasta las más mínimas tendencias de su mente, sus inclinaciones, sus gustos; pero tengo la mejor opinión del mundo respecto de su bondad y sensatez. Lo creo poseedor de todo lo que es valioso y amable.
—No tengo la menor duda —respondió Elinor, con una sonrisa— de que sus amigos más queridos no quedarían disconformes con un elogio como ese. No me imagino cómo podrías expresarte con mayor sinceridad.
Marianne se puso contenta al comprobar cuán fácilmente se contentaba su hermana.
—De su sensatez y bondad —continuó Elinor—, creo que nadie que lo haya visto lo bastante para haber conversado con él sin trabas, podría dudar. Tan solo ese retraimiento que tantas veces lo lleva a no hablar puede haber ocultado la excelencia de su juicio, y sus principios. Lo conoces lo suficiente para hacer justicia a la solidez de su valer. Pero de sus más mínimas tendencias, como tú las llamas, circunstancias específicas te han mantenido más ignorante que a mí. A veces, él y yo nos hemos quedado mucho rato juntos, mientras tú, llevada por el más afectuoso de los impulsos, has estado totalmente absorbida por mi madre. Lo he visto mucho, he analizado sus sentimientos y escuchado sus opiniones acerca de temas de literatura y gusto; y, en general, me atrevo a decir que posee una mente cultivada, que el placer que encuentra en los libros es extremadamente grande, su imaginación es vivaz, sus observaciones justas y correctas, y su gusto delicado y puro. Cuando se le conoce más, sus dotes mejoran en todos los campos, tal como lo hacen su comportamiento y apariencia. Es cierto que, a primera vista, su trato no produce gran admiración y su apariencia difícilmente lleva a llamarlo gentil, hasta que se advierte la expresión de sus ojos, que son extraordinariamente cariñosos, y la general dulzura de su mirar. En la actualidad lo conozco tan bien, que lo creo ciertamente apuesto; o, al menos, casi. ¿Qué dices tú, Marianne?
—Muy pronto lo consideraré apuesto, Elinor, si es que ya no lo hago. Cuando me digas que lo ame como a un hermano, ya no descubriré imperfecciones en su rostro, como no las encuentro hoy en su corazón.
Elinor se atemorizó ante esta declaración y se arrepintió de haberse dejado traicionar por el calor de sus palabras. Sentía que Edward ocupaba un lugar muy alto en su corazón. Pensaba que el interés era mutuo, pero requería una mayor veracidad al respecto para aceptar con agrado la convicción de Marianne acerca de sus relaciones. Sabía que una conjetura que Marianne y su madre hacían en un momento dado, se transformaba en verdadera al siguiente; que, con ellas, el deseo era esperanza y la esperanza, expectativa. Trató de explicarle a su hermana el auténtico estado de la situación.
—No es mi intención negar —dijo— que tengo una gran opinión de él; que lo estimo profundamente, que me gusta.
Ante esto, Marianne estalló indignada.
—¡Estimarlo! ¡Gustarte! Elinor, qué corazón tan frío. ¡Ah, peor que frío! Sin comprometerte a ser de otra manera. Utiliza esas palabras otra vez, y me saldré de esta habitación enseguida.
Elinor no pudo evitar la carcajada.
—Perdóname —le dijo—, y puedes estar segura de que no fue mi intención ofenderte al referirme con palabras tan ponderadas a mis propios sentimientos. Créelos más fuertes que lo declarado por mí; créelos, en fin, lo que los méritos de Edward y la presunción... la esperanza de su afecto por mí podrían garantizar, sin imprudencia ni locura. Pero más que esto no debes creer. No tengo ninguna seguridad de su cariño por mí. Hay instantes en que parece dudoso hasta qué punto tal cariño existe; y mientras no conozca plenamente sus sentimientos, no puede extrañarte mi deseo de evitar dar alas a mi propia inclinación creyéndola o llamándola más de lo que es. En lo más profundo de mi corazón, tengo pocas, casi ninguna duda de sus preferencias. Pero hay otros puntos que deben ser sopesados, además de su interés. Está muy lejos de ser independiente. No podemos saber cómo es realmente su madre; pero las ocasionales observaciones de Fanny acerca de su proceder y opiniones nunca nos han llevado a considerarla amable; y me equivoco mucho si Edward no está también consciente de las variadas trabas que encontraría en su camino si deseara casarse con una mujer que no fuera o de gran riqueza, o de alta alcurnia.
Marianne quedó sorprendida al descubrir en qué medida la imaginación de su madre y la suya propia habían ido más allá de la certeza.
—¡Y en verdad no estás comprometida con él! —dijo—. Aunque de todas maneras va a ocurrir luego. Pero esta tardanza tiene dos ventajas. Yo no te perderé tan pronto y Edward tendrá más oportunidades de mejorar ese gusto natural por tu ocupación favorita, tan indispensable para tu felicidad futura. ¡Ah! Si tu genio lo llevara a aprender a dibujar también, ¡qué maravilloso sería!
Elinor le había dado su verdadera opinión a su hermana. No podía considerar su inclinación por Edward bajo las favorables perspectivas que Marianne había pensado. Había, en ocasiones, una falta de empuje en él que, si no denotaba indiferencia, hablaba de algo casi igualmente poco esperanzador. Si tenía dudas acerca del afecto que ella le profesaba, suponiendo que las tuviera, ello no debía producirle más que zozobra. No parecía posible que le causaran ese decaimiento de espíritu que a menudo le sobrevenía. Una causa más razonable podía encontrarse en su situación de dependencia, que le impedía la posibilidad de entregarse a sus afectos. Ella sabía que el trato que la madre le daba no le proporcionaba un hogar confortable en la actualidad ni le daba seguridad alguna de que pudiera constituir su propio hogar, si no se atenía estrictamente a las ideas que ella poseía sobre la importancia que él debía alcanzar. Sabiendo esto, a Elinor le resultaba imposible sentirse tranquila. Estaba lejos de confiar en ese resultado de las preferencias de Edward que su madre y hermana daban por seguro. No, mientras más tiempo estaban juntos, más dudosa le parecía la naturaleza de su afecto; y a veces, durante unos pocos y dolorosos minutos, pensaba que no era más que simple amistad.
Pero, cualesquiera fueran realmente sus límites, ese afecto fue suficiente, apenas lo percibió la hermana de Edward, para ponerla nerviosa; —y al mismo tiempo (lo que era más usual todavía), para sacar a la luz sus malas maneras. Aprovechó la primera oportunidad que encontró para ofender a su suegra hablándole tan expresivamente de las grandes expectativas que tenían para su hermano, de la decisión de la señora Ferrars respecto de que sus dos hijos se casaran bien, y del peligro que acechaba a cualquier joven que quisiera ganárselo, que la señora Dashwood no pudo fingir no darse cuenta ni intentar mantenerse sosegada. Le dio una contestación que revelaba su desprecio y enseguida abandonó el cuarto, mientras tomaba la decisión de que cualesquiera fueran los inconvenientes o gastos de una partida tan repentina, su tan querida Elinor no debía estar expuesta ni