Jane Austen

Novelas completas


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la prudencia de su hija mayor, que con más sano juicio rechazó varias casas que su madre habría aprobado, por ser demasiado grandes para sus ganancias.

      La señora Dashwood había sido informada por su esposo sobre la solemne promesa hecha por su hijo en favor de ella y sus hijas, la cual había llenado de alivio sus últimos pensamientos en la tierra. Ella no dudaba de la sinceridad de este compromiso más de lo que el difunto lo había hecho, y sentía al respecto gran satisfacción, sobre todo pensando en el bienestar de sus hijas; por su parte, sin embargo, estaba convencida de que mucho menos de siete mil libras como capital le permitirían vivir holgadamente. También se regocijaba por el hermano de sus hijas, por la bondad de ese hermano, y se echaba en cara no haber hecho justicia a sus méritos antes, al creerlo incapaz de generosidad. Su desvelada conducta hacia ella y sus hermanas la convencieron de que su bienestar era querido a sus ojos y, durante largo tiempo, confió sin pestañear en la generosidad de sus propósitos.

      El rechazo que, muy al principio de su relación, había sentido por su nuera, aumentó mucho al conocer mejor su carácter tras ese medio año de vivir con ella y su familia; y, quizá, a pesar de todas las muestras de amabilidad y afecto maternal que ella le había demostrado, las dos damas habrían encontrado imposible vivir juntas durante tanto tiempo, de no haber ocurrido una circunstancia especial que hizo más adecuado, en opinión de la señora Dashwood, la permanencia de sus hijas en Norland.

      Esta circunstancia fue un creciente aprecio entre su hija mayor y el hermano de la señora de John Dashwood, un joven caballeroso y amable que les fue presentado poco después de la llegada de su hermana a Norland y que desde entonces había pasado gran parte del tiempo allí.

      Algunas madres podrían haber animado esa intimidad guiadas por el interés, dado que Edward Ferrars era el hijo mayor de un hombre que había muerto muy rico; y otras la habrían reprimido por motivos de prudencia, ya que, excepto por una suma insignificante, la totalidad de su fortuna dependía de la voluntad de su madre. Pero ninguna de esas consideraciones pesó en la señora Dashwood. Le bastaba que él se mostrara afable, que amara a su hija y que esa simpatía fuera mutua. Era contrario a todas sus creencias el que la diferencia de fortuna debiera mantener separada a una pareja atraída por la semejanza de sus caracteres; y que los méritos de Elinor no fueran reconocidos por quienes la conocían, le parecía impensable.

      No fueron dones singulares en su apariencia o trato los que hicieron merecedor a Edward Ferrars de la buena opinión de la señora Dashwood y sus hijas. No era apuesto y solo en la intimidad llegaba a mostrar cuán agradable podía ser su trato. Era demasiado vacilante para hacerse justicia a sí mismo; pero cuando vencía su natural timidez, su comportamiento revelaba un corazón sincero y cariñoso. Era de buen entendimiento y la educación le había dado una mayor solidez en ese talante. Pero ni sus habilidades ni su inclinación lo adornaban para satisfacer los deseos de su madre y hermana, que deseaban verlo distinguido como... apenas sabían como qué. Querían que de una manera u otra ocupara un lugar importante en el mundo. Su madre ambicionaba interesarlo en política, hacerlo llegar al parlamento o verlo conectado con alguno de los grandes hombres del momento. La señora de John Dashwood lo deseaba también; entre tanto, hasta poder alcanzar alguna de esas bendiciones superiores, habría satisfecho la ambición de ambas verlo conducir un birlocho. Pero Edward no tenía inclinación alguna ni hacia los grandes hombres ni hacia los birlochos. Todos sus deseos se centraban en la comodidad hogareña y en la tranquilidad de la vida familiar. Por suerte, tenía un hermano menor que era más prometedor.

      Edward llevaba varias semanas en la casa antes de que la señora Dashwood se fijara en él, ya que en esa época el estado de aflicción en que se encontraba la hacía por completo indiferente a todo lo que la rodeaba. Únicamente vio que era callado y prudente, y le agradó por ello. No perturbaba con conversaciones inoportunas la adversidad que llenaba todos sus pensamientos. Lo que primero la llevó a observarlo con mayor minuciosidad y a que le gustara aún más, fue una reflexión que dio un día respecto de cuán diferente era Elinor de su hermana. La alusión a ese contraste lo situó muy señaladamente en el favor de la madre.

      —Con eso es suficiente —dijo—, es suficiente con decir que no es como Fanny. Implica que en él se puede encontrar todo lo que hay de agradable. Ya lo amo.

      —Creo que llegará a apreciarlo —dijo Elinor— cuando lo conozca más.

      —¡Apreciarlo! —replicó la madre, con una pequeña sonrisa—. No puedo abrigar ningún sentimiento de aprecio inferior al amor.

      —Podría estimarlo.

      —No he llegado a saber todavía lo que es separar la estimación del amor.

      La señora Dashwood se dio prisa ahora en conocerlo más. Con sus modales cariñosos, rápidamente venció la reserva del joven. Muy pronto advirtió cuán grandes eran sus méritos; el estar persuadida de su interés por Elinor quizá la hizo más sagaz, pero realmente se sentía segura de su valer. E incluso las tranquilas maneras de Edward, en contra de las más arraigadas ideas de la señora Dashwood respecto de lo que debiera ser el trato de un joven, dejaron de parecerle sosas cuando advirtió que era de corazón cálido y temperamento cariñoso.

      Ante el primer signo de amor que percibió en su conducta hacia Elinor, dio por segura la existencia de un vínculo serio entre ellos y se entregó a considerar su matrimonio como algo que pronto se llevaría a cabo.

      —En unos pocos meses más, mi querida Marianne —le advirtió—, con toda seguridad Elinor se habrá establecido para siempre. Para nosotros será una pérdida, pero ella será feliz.

      —¡Ay, mamá! ¿Qué haremos sin ella?

      —Mi amor, casi no será una separación. Viviremos a unas pocas millas de distancia y nos veremos todos los días de la vida. Tú ganarás un hermano, un hermano de verdad, cariñoso. Tengo la mejor opinión del mundo sobre los sentimientos de Edward... Pero te noto seria, Marianne; ¿no te gusta la elección de tu hermana?

      —Quizá —dijo Marianne— me sorprenda algo. Edward es muy agradable y siento gran ternura por él. Pero aun así, no es la clase de joven... Hay algo que no tiene, no sobresale por su prestancia, carece por completo de ese donaire que yo habría esperado en el hombre por cual mi hermana se sintiera realmente atraída. En sus ojos no se advierte todo ese espíritu, ese calor, que anuncian a la vez virtud e inteligencia. Y además de esto, temo, mamá, que carece de verdadero gusto. Aparentemente la música casi no le interesa, y aunque admira mucho los dibujos de Elinor, no es la admiración de alguien que pueda entender su valor. Es evidente, a pesar de su constante atención cuando ella dibuja, que de hecho no sabe nada en esta materia. Le gusta como un enamorado, no como un entendido. Para sentirme satisfecha, esos rasgos deben de complementarse. No podría ser feliz con un hombre cuyo gusto no coincidiera punto por punto con el mío. Él debe penetrar todos mis sentimientos; a ambos nos deben encantar los mismos libros, la misma música. ¡Ay, mamá! ¡Qué falta de calor, que mansa fue la actitud de Edward cuando nos leyó anoche! Lo sentí terriblemente por mi hermana. Y, sin embargo, ella lo sobrellevó con tanta compostura que casi no pareció notarlo. A duras penas pude permanecer sentada. ¡Escuchar esos hermosos versos que frecuentemente me han hecho casi perder el sentido, pronunciados con tan impenetrable calma, tan terrible indiferencia!

      —En verdad lo habría hecho mucho mejor con una prosa sencilla y elegante. Lo pensé en ese instante; pero tenías que pasarle los versos de William Cowper.

      —No, mamá, ¡si ni Cowper es capaz de hacerlo...! Pero debemos pensar que hay diferencias de gusto. En Elinor no se da mi forma de sentir, así que puede pasar esas cosas por alto y ser feliz con él. Pero si yo lo amara, me habría destrozado el corazón escucharlo leer con tan poca gracia. Mamá, mientras más conozco la vida, más convencida estoy de que nunca encontraré a un hombre al que realmente pueda amar. ¿Es tanto lo que solicito? Debe poseer todas las virtudes de Edward, y su carácter y modales deben adornar su bondad con todas las gracias inimaginables.

      —Recuerda, mi amor, que todavía no tienes diecisiete años. Es todavía demasiado temprano en la vida para que desesperes de lograr tal felicidad. ¿Por qué debías ser menos afortunada que tu madre? ¡Que en tan solo una circunstancia, Marianne mía, tu destino