Gabriela Benza

La ¿nueva? estructura social de América Latina


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públicas específicas. Sin embargo, como veremos más adelante, aunque desde principios de este siglo la problemática del cuidado ha ganado creciente visibilidad pública de la mano de los movimientos feministas, su presencia en las políticas de los gobiernos de la región ha sido escasa.

      El envejecimiento demográfico genera a su vez nuevas demandas a las instituciones tradicionales del bienestar, que deben atender la salud y brindar seguridad económica a un número creciente de adultos mayores. Aunque los sistemas de salud latinoamericanos no enfrentan todavía las demandas que ya tienen los sistemas de otras regiones como Europa, que atienden a un porcentaje mayor de adultos mayores, parece necesario que comiencen a reorientar parte de sus servicios a las necesidades de esta población y a sus perfiles epidemiológicos específicos. De forma similar, el aumento de las personas pasivas impone retos a los sistemas previsionales. Primero, en términos de sustentabilidad, un problema compartido con los países desarrollados. A esto se agrega un problema específico de los países latinoamericanos, derivado de las particularidades de sus mercados laborales: cómo garantizar un mínimo de bienestar material a aquella gran cantidad de adultos mayores que no podrá acceder a una cobertura previsional debido a trayectorias laborales inestables y sobre todo en el sector informal.

      Por último, las tendencias en la fecundidad también plantean desafíos específicos para las políticas públicas. En América Latina, las políticas vinculadas con la fecundidad recibieron un primer impulso importante hacia mediados del siglo XX. En ese entonces, el foco estuvo puesto en el control de la natalidad, en tanto se suponía que el rápido crecimiento demográfico bloqueaba las posibilidades de desarrollo económico. Esta mirada, muy controversial incluso en ese momento, fue desplazada por nuevas visiones que, tras un cambio de paradigma, pusieron el foco en las personas como sujetos de derechos. Como parte de este nuevo paradigma, las políticas vinculadas con la fecundidad comenzaron a enmarcarse dentro de la problemática del derecho a la salud sexual y reproductiva, y se centraron en la autonomía de la mujer y su derecho a decidir con libertad el número y espaciamiento de los hijos.

      La reducción que ha tenido la tasa de fecundidad en la región, incluso más acentuada que la prevista, parece dejar atrás, en forma contundente, los argumentos acerca de la necesidad del control poblacional. Pero estas tendencias también imponen desafíos a las políticas que buscan garantizar los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres. En especial, la estructura dual de los comportamientos reproductivos que se registra en los países de la región, como expresión de las profundas desigualdades sociales, amerita políticas que no actúen solo sobre los promedios poblacionales (Pardo y Varela, 2013). Entre las mujeres de menor nivel socioeconómico, y en particular entre las adolescentes, la fecundidad no deseada constituye un problema extendido. En este caso, parecen necesarias políticas especiales en materia de salud sexual y reproductiva, diferentes a las que han tenido éxito en otros grupos de edad (Rodríguez Vignoli, 2014). En contraste, es posible que en un futuro cercano las mujeres que tienen menos hijos y que ya están posponiendo la maternidad planteen un desafío por completo diferente para las políticas públicas. Será necesario asegurar que puedan tener hijos si así lo desean, a través de políticas que permitan compatibilizar el trabajo fuera del hogar y la vida familiar (Pardo y Varela, 2013).

      Por último, en la búsqueda de garantizar los derechos reproductivos de las mujeres latinoamericanas, resulta imprescindible considerar la situación de la región con respecto al aborto. Los movimientos feministas locales y regionales, que adquirieron creciente vitalidad durante el período, han tenido a la legalización del derecho al aborto entre sus principales demandas. Sin embargo, los esfuerzos en este sentido tuvieron pocos resultados. Solo cuatro países de la región permiten el aborto sin restricciones legales de ningún tipo: Cuba (desde 1965), Puerto Rico (1973), Guyana (1995) y Uruguay (2012). En México, también está permitido en el Distrito Federal (2007) y en el estado de Oaxaca (2019). En el resto de la región las leyes son restrictivas, incluso en seis países está totalmente prohibido, sin excepciones: El Salvador, Haití, Honduras, Nicaragua, República Dominicana y Surinam. La inmensa mayoría de los abortos que se realizan en la región, por tanto, son inseguros, es decir, llevados a cabo por personas carentes de habilidades necesarias o en ambientes sin estándares médicos mínimos. Esto determina altas tasas de mortalidad y morbilidad materna. Al menos el 10% del total de las muertes maternas en la región se debe a abortos inseguros, y alrededor de 760 000 mujeres son tratadas cada año por complicaciones derivadas de esas prácticas (Guttmacher Institute, 2018). Y una vez más, las diferencias entre sectores sociales son también muy importantes, en tanto las complicaciones derivadas de abortos inseguros se concentran en las mujeres que viven en condiciones de pobreza.

      Las familias de América Latina han experimentado cambios significativos en su estructura y dinámica, producto de las tendencias demográficas que sintetizamos en páginas anteriores, pero también de otros procesos sociales, económicos y culturales. Se trata de cambios que comenzaron a vislumbrarse desde las últimas décadas del siglo XX y que han dado lugar a una mayor diversidad de formas de vivir en familia.

      De un lado, las uniones consensuales han ganado terreno frente a los casamientos legales, al tiempo que se han incrementado las separaciones y divorcios. En particular, las uniones consensuales se expandieron de manera muy acentuada y generalizada, si bien en muchos casos bajo la forma de un período de “prueba” antes de un posible matrimonio. El “boom de las uniones consensuales” (Esteve y Lesthaeghe, 2016) ha ocurrido tanto en países en los que esa modalidad de entrada en unión ya era muy habitual (como los de América Central y el Caribe), como en aquellos donde era menos frecuente (como la Argentina, Brasil o Chile). Esteve y Lesthaeghe (2016) muestran, por ejemplo, que el porcentaje de uniones libres en República Dominicana, históricamente muy elevado, aumentó de 60,8% en 1980 a 78,4% en 2010 entre las mujeres en pareja entre 25 y 29 años, mientras que en la Argentina ese porcentaje se quintuplicó, desde un reducido 13,0% a 65,5% durante el mismo período. Se trata de valores mucho más elevados que los que se observan en muchos países desarrollados.

      Los cambios en las pautas de formación y disolución familiar han sido vistas, por algunos, como parte de una segunda transición demográfica, motorizada por cambios en las preferencias y los valores de la población: la búsqueda de la realización personal por sobre los proyectos y compromisos familiares, y una mayor autonomía femenina, traducida en una mayor capacidad para terminar con matrimonios insatisfactorios. Sin embargo, esta mirada también ha sido matizada. La unión consensual está lejos de ser una novedad en América Latina, sobre todo en aquellas regiones con amplias poblaciones indígenas y afrodescendientes. Ha sido desde siempre la modalidad de unión más difundida entre los sectores de menores recursos, lo que se vincula a herencias culturales y a menores costos económicos. Por este motivo, no puede interpretarse necesariamente como expresión de nuevas tendencias hacia un menor apego a los controles institucionales, aunque es cierto que en las últimas décadas su incidencia se ha incrementado y que en forma creciente ha pasado a ser una opción para los sectores medios y altos. Por otra parte, más allá del cambio en las preferencias y valores, el aumento de las separaciones y divorcios no es ajeno al incremento de la esperanza de vida, que prolonga la vida en pareja y acrecienta las probabilidades de disolución conyugal (Ariza y de Oliveira, 2008). Asimismo, a pesar de los avances en materia de igualdad de género de las últimas décadas, la subordinación femenina es aún un problema central. Es posible, por tanto, que las separaciones y divorcios no involucren una mayor autonomía femenina, sino lo contrario, sobre todo en aquellos casos en que las mujeres deben afrontar solas el sustento económico y el cuidado de sus hijos.

      Otras dimensiones vinculadas con la formación de las familias han sido más resistentes al cambio, en particular en comparación con lo observado en los Estados Unidos o Europa Occidental. Esto es así especialmente en relación con las edades a las que se experimentan transiciones relevantes. De un lado, la edad de entrada en unión –que se ubica en un nivel intermedio entre las observadas en los países desarrollados y los de Asia y África– se ha mantenido bastante estable (Spijker, López Ruiz y Esteve Palós, 2012). Aunque hay evidencias en tiempos recientes de una postergación, esta tendencia parece responder sobre todo a cambios en los comportamientos de los sectores medios y altos; en los sectores bajos persiste la pauta de un inicio