(con diez millones de habitantes o más): San Pablo y Río de Janeiro en Brasil, Ciudad de México en México y Buenos Aires en la Argentina.
La vida urbana en la región tiene raíces que se remontan muy atrás en el tiempo. Los principales pueblos originarios estaban organizados en grandes ciudades, y el colonialismo ibérico proyectó su poder material y simbólico en gran medida sobre bases urbanas (Rodríguez Vignoli, 2002). Sin embargo, el carácter fuertemente urbano de América Latina es sobre todo un producto del siglo XX. En este sentido, una de las principales tendencias demográficas del siglo pasado ha sido el pasaje, en un lapso de tiempo muy breve, de una región con predominio rural a otra mayormente urbana.
En 1925 solo un cuarto de la población de América Latina vivía en áreas urbanas (Lattes, Rodríguez y Villa, 2003). Desde entonces la expansión de las ciudades se aceleró: el porcentaje urbano ascendió a 41,3% en 1950 y a 57,3% en 1970, un proceso que destacó en el escenario mundial por su intensidad. El crecimiento se concentró en unas pocas ciudades de cada país, lo que consolidó sistemas urbanos con dos características: estructurados en torno a ciudades de gran tamaño y con una tendencia a ser primados, es decir, en los que la ciudad principal exhibe una muy alta concentración demográfica.
Durante el período de alta urbanización, el principal determinante de la expansión de las ciudades fue una masiva migración proveniente de áreas rurales. La modernización de la producción rural, que disminuyó la demanda de trabajadores en el campo, y la falta de acceso a la tierra incentivaron a migrar a una creciente población con escasas oportunidades en sus lugares de origen. En general, estos migrantes fueron jóvenes en edades activas, con escasos recursos económicos y bajos niveles educativos.
Gráfico 1.4. Porcentaje de población urbana por región, 1950-2015
Fuente: UN DESA (2018).
El proceso de industrialización que se desplegó en la región por aquel entonces también sirvió de estímulo para la migración hacia las ciudades. Los empleos industriales en expansión fueron, para muchos de los recién llegados, una oportunidad cierta de mejora social, en particular en los países en que el desarrollo industrial fue más pronunciado. Sin embargo, la migración rural-urbana en América Latina estuvo menos ligada al progreso económico y social que en los países desarrollados (Cepal, 2014a). Una parte considerable de la población migrante fue más expulsada de sus lugares de origen que atraída por oportunidades reales en las ciudades. En general, las economías de la región no pudieron crear suficientes puestos de trabajo para esta inmensa masa de migrantes, y muchos de ellos no tuvieron más opción que desarrollar ocupaciones de muy baja calificación en un cada vez más amplio sector informal. Tampoco los Estados proveyeron adecuados servicios y viviendas para estos migrantes, que en gran medida fueron a parar a asentamientos precarios en los suburbios, y se transformaron así en un estrato marginalizado.
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