es que Albert se mostraba siempre tan correcto, tan encantador, tan enamorado… Siempre haciéndole arrumacos a su preciosa esposa, Yaiza, una chica diez años más joven que él. Con el pelo cobrizo y los ojos del color del mar que le cautivaron desde el primer momento en el que la vio. Además, su tío y tía estaban encantados con él, ya que, además de educado, gracioso y guapo, era arquitecto. Se ganaba la vida muy bien y podía darle a Yaiza una cómoda vida.
Nadie sospechaba que bajo la fachada de aquel guapo y perfecto enamorado había un carcelero, un juez y un cruel verdugo para ella.
Las lágrimas inundaron sus ojos, pero ella las mantuvo a raya. Estaba acostumbrada a disimular el dolor.
Recordó la primera vez. Esa fatídica noche en la que Albert se quitó la máscara de buen hombre. Él se había retrasado horas en llegar a casa. Yaiza le había mensajeado, llamado, buscado por la oficina, sin ningún resultado.
¿Y si le había pasado algo? Ese era el pensamiento que se le cruzaba en la mente y hacía que sintiera una opresión en el pecho sin que esta le dejara respirar con normalidad.
Estaba llamando a emergencias para denunciar su desaparición, ya que era más de medianoche y no sabía nada de su marido. Fue entonces cuando oyó cómo abrían la puerta. Colgó el teléfono sin darle ningún dato a la operadora.
—¿Dónde has estado? —le preguntó Yaiza al acercarse a él, amorosa, pensando, equivocada, que algo le había pasado para producir ese retraso.
Albert levantó la mirada y clavó los ojos en ella. Esos ojos que no reconocía. Unos que no había visto antes, a pesar de llevar unos meses ya casada con aquel hombre. Por un instante le pareció un desconocido.
Estaba inclinado. Le pareció ebrio y, frunciendo el ceño, intentó ayudarlo repitiendo la fatal pregunta.
De un brusco movimiento, Albert se enderezó a la vez que el dorso de su mano derecha y abofeteó la cara de Yaiza, que cayó al suelo más por la sorpresa que del propio golpe.
La mejilla le ardía. Se puso la mano en el rostro golpeado y lo miró atónita, notando cómo algo caliente le rodaba por la comisura de los labios, hasta desembocar en su barbilla, goteando en el suelo y dejando ver un dibujo carmesí hecho con su propia sangre.
Yaiza lo contempló mientras se levantaba. Él, con los ojos llenos de ira, le dijo: «No vuelvas a preguntarme adónde voy o de dónde vengo, puta». Dicho esto, se fue a su habitación, dejándola sorprendida, dolida y confusa.
Una nueva ráfaga de viento hacía que ese doloroso recuerdo se disipara, pero a duras penas mantenía las lágrimas en su lugar, recordando qué equivocada estaba cuando pensó que a lo mejor no volvería a pasar.
El ángel con el que se había casado pasó a ser el peor de los demonios. La aisló de su familia diciendo que lo menospreciaban. Casi no tenía relación con ellos más allá de las llamadas que les realizaba con el móvil que le había dado Gema. Lo hacía a escondidas los viernes por la noche, cuando él se retrasaba.
Gema sabía que algo no iba bien. La había animado a dejar a ese engendro, pero, sin entender por qué, Yaiza decía que no era tan malo, que lo hacía sin querer, que casi siempre era culpa suya y que en el fondo ella lo quería.
Se despertó de sus recuerdos y se sentó bajo el primaveral sol en un banco del paseo. Puso sus manos con los dedos entrecruzados en su regazo, dirigiendo la mirada al parque infantil.
Al sentarse, sintió un dolor en la cadera, viniéndole sin querer el recuerdo de la vez que la agredió por ir provocando con ese vestidito verde botella cuando fueron a cenar juntos. Albert la sacaba a cenar los sábados a caros restaurantes, donde presumía de una joven y preciosa mujer a la que presentaba a sus conocidos como el amor de su vida.
«El amor de su vida…», llegó a murmurar, aún sentada en el banco, pensando en lo tonta que había sido esos años al creer en sus elaboradas disculpas, las miles de promesas en las que juraba por Dios no volver a hacerle daño, para romperlas en unos días, con suerte semanas, en las que cualquier detalle hacía que Albert perdiera la paciencia, se enfadara por algo imaginario o la tomara a la fuerza, solo por el hecho de que él estuviera convencido de que era «suya».
Recordó angustiada cómo intentó amoldarse a él en el pasado con aquellas sencillas normas:
-Vestir de la manera que él consideraba adecuada.
-No hablar sin su consentimiento en una reunión social, ya que su opinión no era correcta o estaba fuera de lugar.
-Ser discreta con las sonrisas. Era decir, no sonreírle a todo el mundo. Eso no era elegante, según Albert.
-Romper esa dependencia enfermiza que según él tenía con sus amigas y su familia. Ellos no los entendían. Por lo que él decía, la manipulaban para su interés propio.
-Dedicarse a sus labores en casa y a cuidar de Albert, que para eso él cuidaba de ella.
-No cuestionar nunca lo que hacía ni de donde veía, ya que él era quien decidía lo mejor para los dos.
-Nada de llamadas por teléfono que no fueran a él, ya que Yaiza tenía un carácter débil, fácil de engañar y por ello debía supervisarle las llamadas, el historial del móvil e incluso las facturas.
Existían más normas, pero esas eran las principales.
Luego estaba claro cuando Yaiza hacía algo para enfadar a Albert. Si la cena estaba fría, no era culpa de que Albert hubiera tardado en llegar. Si había publicado algo en Facebook, Instagram o en cualquier red social, aunque fuera un «me gusta», eso era de idiotas, de personas con poca o ninguna personalidad.
Del aroma de las rosas que al principio le regalaba, ya solo quedaban las espinas, que nada más rozar su piel provocaban que sangrara.
Cuando le rompió la cadera, dijo que se cayó por las escaleras. Esa enfermera la miró incrédula, insistiendo en que no tenía que mentir si alguien la maltrataba. Sin embargo, ella siguió en sus trece, manteniendo la explicación de que estaba torpe y distraída, y que por ello había resbalado y caído.
Nadie le creyó. Pero nadie hizo nada.
Sus amigas al principio la presionaban para que se encarase con Albert por controlarla tanto, por no dejarla salir y, según ellas, ni respirar.
Una vez tuvo el valor de hacerlo. Pero con esa sonrisa sacada del infierno, le pegó por todo el cuerpo. Manotazos, al principio, que dieron paso a puñetazos en el torso, para más tarde cogerla del pelo y patearle el estómago como quien patea un saco inútil.
No insistió en eso nunca más.
Lo más doloroso era recordar cuando utilizaba su cuerpo sin su permiso, para su placer, haciéndose servir de la violencia. Le hacía daño y disfrutaba con ello.
Secó sus lágrimas de manera impaciente con la palma de la mano, negando, pero sonriendo.
La última vez que le pegó, fue con un cinturón. Le dejo la espalda llena de cardenales atravesados que hacían que pareciera la sombra de una persiana a medio abrir reflejada en su piel. Le acompañaron patadas en el vientre, que hizo que sangrara vaginalmente, teniendo que ir a urgencias. Acompañada por su verdugo, claro estaba.
De nuevo, insistieron: si tenía que denunciar a alguien, había gente que podía ayudarla.
Se limitó a negar, a mirar a un lado y a llorar en silencio. Entonces, la misma enfermera que le había insistido en denunciar para salvar su vida, se sentó frente a ella mientras se vestía, pensando en pedir el alta voluntaria.
—Yaiza —le dijo la mujer con unos papeles en la mano—. Tenemos que dar parte de lo que está pasándote…
Yaiza se derrumbó entre lágrimas.
—Si lo hacéis, me matará —le explicó y se lanzó hacia delante, arrodillándose frente a su regazo y cogiéndole