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La fe en tiempos de crisis
José M. Castillo
Presentación
Estamos acabando el «Año de la fe», que el papa Benedicto XVI había proclamado, para los católicos, como un tiempo propicio y conveniente en orden a reanimar la fe de tantos creyentes que se sienten sumidos en la duda, la inseguridad y el miedo, en estos agitados tiempos de crisis económica, política y religiosa que a todos, de una manera o de otra, nos afectan y posiblemente hasta nos desestabilizan en esta convulsión cultural, que estamos viviendo y que no acertamos ni siquiera a explicar y, menos aún, a resolver.
Esto supuesto, la pregunta, que muchos creyentes nos hacemos, resulta obvia: ¿de qué nos ha servido este año precisamente para mejorar nuestra fe, para superar nuestras dudas y para vivir con más coherencia nuestra condición de cristianos?
Sea cual sea la respuesta que cada cual pueda dar a esta pregunta, hay un hecho que da que pensar. Si es que la fe nos relaciona con los dogmas y doctrinas que enseña la Iglesia, no olvidemos que un dogma es verdaderamente tal cuando llega a ser un «recuerdo peligroso», según la acertada y atrevida formulación de Juan Bautista Metz. Y es que, como el mismo Metz explicó correctamente, la fe dogmática o fe confesional es el compromiso con determinadas doctrinas que pueden y deben entenderse como fórmulas rememorativas de una reprimida, subversiva y peligrosa memoria de la humanidad (La fe, en la historia y la sociedad, Madrid, Cristiandad, 1979, p. 210). Una fe que no entraña peligro y no nos complica nuestra vida instalada, no es fe. Sin duda alguna, la fe es una fuente incesante de paz y de sentido para la vida. Pero una fe que se queda solo en eso, nada más que en eso, en lugar de una fe religiosa, es un placebo que no pasa de ser un mero tranquilizante para personas con problemas. Desde este punto de vista, es evidente que la fe cristiana es, en estos tiempos de crisis, una fuerza poderosa que puede ayudar, de manera decisiva, a soportar y a superar las dificultades que cada día nos complican la vida. Pero nunca deberíamos olvidar que una fe que solo nos sirve para soportar y aguantar, en resignación y paciencia, eso no es la fe de los cristianos.
Para poner algo de claridad y orden en este asunto, desde el primer momento, será conveniente recordar que la Carta a los Hebreos define a Jesús como el «archegós tês písteos» (Heb 12,2), «el primero en iniciar la actividad relevante» de la fe (DGENT, fasc. 4, p. 1064). O para decirlo de forma más sencilla, Jesús es para los cristianos el «líder» de la fe (P. G. Müller). Ahora bien, si algo hay claro en los evangelios, es que Jesús no fue un «creyente» que se limitó a soportar resignadamente la triste condición de los mortales. Lo que caracterizó la vida de Jesús no fue la «resignación», sino la «protesta» (y la «rebeldía») ante el sufrimiento de quienes el mismo Jesús encontró en su vida como los desamparados de este mundo, por el motivo que fuere. La fe de Jesús se realizó en la bondad de Jesús. La bondad con todos y para todos. Lo cual quiere decir que donde hay bondad hay fe. Pero no olvidemos nunca que la bondad, cuando es plena y auténtica, se convierte inevitablemente en una forma de vida que puede resultar arriesgada y peligrosa. Por la sencilla razón de que la bondad no solo remedia el sufrimiento, sino además las causas que producen el sufrimiento. Y, en tal caso, la bondad es origen de incesantes conflictos. Justamente lo que le ocurrió a Jesús en su vida. Aquella vida que pasó haciendo el bien y dando motivo a continuos conflictos que le llevaron derechamente a la muerte.
Pues bien, la fe de Jesús es el modelo de nuestra fe. Lo cual quiere decir que, desde la fe tal como la vivió Jesús, tenemos que medir y enjuiciar nuestra propia fe. La recopilación de artículos que he recogido en este volumen pretende servir de ayuda a quienes se preguntan lo que la fe cristiana nos puede ayudar en el tiempo difícil que estamos viviendo. Insistiendo en una cuestión capital. Cuando hablamos de la fe, la Iglesia nos enseña y nos insiste en la importancia capital que, para el cristiano, tienen las profesiones de fe y los dogmas de fe. Estamos de acuerdo en este punto capital. Pero con tal que no olvidemos que las profesiones de fe y los dogmas de fe no pasan de ser fórmulas «muertas», «vacías», es decir, inadecuadas para la tarea de salvar la identidad y la tradición cristianas, cuando los contenidos que nos traen a la memoria no ponen de manifiesto lo peligrosa que es la fe, sobre todo en un mundo y un momento tan violento como el que estamos viviendo. Y es que, cuando las fórmulas de fe y los dogmas de fe se convierten en meros «documentos de autoridad», para dar consistencia a la institución religiosa y sus jerarquías, semejante fe deja de ser la de Jesús y la fe en Jesús. De forma que de ella solo queda el poder de sumisión que bloquea la mente incluso para pensar.
La elección del papa Francisco ha dado un giro nuevo a la Iglesia. Es verdad que el nuevo papa, en sus primeros cien días de pontificado, ha tomado decisiones que han dado motivo de esperanza y desconcierto (ambas cosas) a muchos cristianos. La gente se pregunta si estamos, efectivamente, en el comienzo de una nueva etapa en la vida de la Iglesia. Anunciar, casi al mismo tiempo, la canonización de Juan Pablo II y de monseñor Romero es el anuncio de un programa de gobierno en la Iglesia que resulta inevitablemente inexplicable para muchas personas. Todo esto es cierto. Pero, en todo caso, hay un doble hecho que, según creo, no admite duda. Francisco ha dado pruebas abundantes de ser un hombre libre para decidir y, sobre todo, sensible ante el sufrimiento de las gentes más desamparadas de este mundo. Ahora bien, estas dos características del nuevo papa son determinantes para la fe de los cristianos.
Por supuesto, nuestra fe no está puesta en el papa. El motor y el modelo de nuestra fe es Jesús, el Señor. Es el Evangelio. Pero no cabe duda que la figura del papa, su modo de vida y su presencia en el mundo, tienen un poder simbólico que pueden producir atracción o rechazo; y que, en cualquier caso, condiciona la orientación de la Iglesia entera mucho más de lo que podemos imaginar. Por lo demás, la libertad y la sensibilidad del nuevo papa no tienen marcha atrás. Tenemos, pues, motivos bien fundados para pensar que estamos estrenando una nueva era en la historia de la Iglesia. Y en su posible influencia (para bien) en nuestra atormentada sociedad.
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La fe de los ateos y el ateísmo de los creyentes
El problema
«Ni son todos los que están, ni están todos los que son». Este dicho antiguo resume muy bien lo que le ocurre a mucha gente en su intimidad y lo que se vive, con bastante frecuencia, en las religiones. El hecho es que la correcta relación con Dios y la correcta relación con la religión no son la misma cosa. Ni esas dos cosas son vasos comunicantes que necesariamente están siempre a la misma altura. De sobra sabemos que hay personas meticulosamente observantes de normas, prácticas y rituales relacionados con la religiosidad, pero que, al mismo tiempo, dejan mucho que desear en cuanto se refiere a su comportamiento ético en asuntos que son determinantes en la vida ciudadana, profesional o simplemente en sus relaciones con los demás. Como igualmente sabemos que hay gente, mucha gente, que son ciudadanos o profesionales ejemplares, y no quieren saber ni palabra de la religión. Pues bien, como es lógico, en todos estos casos entra en juego de lleno el problema de la fe. Lo que, en definitiva, equivale a preguntarse: ¿en qué consiste la fe y la creencia? O dicho de otra manera: ¿en qué consiste el ateísmo y de quién se puede afirmar que es ateo?
Estas preguntas no son de ahora. Es conocida la colección de textos de autores antiguos que, hace más de un siglo, recopiló A. Harnack sobre el reproche de ateos que se les hizo a los cristianos durante los tres primeros siglos (Der Vorwurf des Atheismus in den drei ersten Jahrhunderten: TU 13 (1905), p. 8-16). Y es que, como explicaré más adelante, creencia y ateísmo son dos formas de pensar y de vivir que dan pie para que, siendo realidades contrapuestas, sin embargo se puedan interferir, y hasta confundir, resultando extremadamente difícil (por no decir imposible) delimitarlas con tal precisión que cada cosa se ponga exactamente en su sitio. Estamos, pues, ante un asunto tan complicado, que E. Bloch escribió un amplio estudio sobre El ateísmo en el cristianismo (Madrid, Taurus, 1983) en el que hizo esta atrevida afirmación: «Solo un ateo puede ser un buen cristiano y solo un cristiano puede ser un buen ateo» (p. 16). Y es que, para Bloch, el ateísmo es nuestra porción mejor, el coraje moral de vivir, de trascendernos sin Trascendencia, no en el sentido